Nadie es ilegal
Las palabras importan. Cada una expresa lo que
piensas y de dónde vienes; habla de tus prejuicios, miedos y ambiciones.
Por eso, llamarle “ilegales” a los inmigrantes es un error, es una
ofensa y, en el mejor de los casos, un apoyo tácito a los grupos más
extremistas y xenófobos de Estados Unidos.
Para la comunidad hispana,
el uso de la palabra “ilegal” divide a los que están con nosotros y a
los que nos atacan. Es una palabra simbólica. Quien la usa para definir a
11 millones de personas sin documentos, no nos conoce bien. No sabe que
el tema migratorio es algo personal para nosotros; la mitad de todos
los hispanos adultos nacimos fuera de Estados Unidos.
La mayoría
de los latinos considera la palabra “ilegal” como un insulto, una
afrenta. Preferimos “indocumentado”: es una palabra más precisa y no
sugiere –como “ilegal”– que se trata de un criminal.
Es verdad
que los indocumentados violaron la ley. Lo hicieron al entrar sin
documentos por la frontera o quedándose en Estados Unidos más allá de lo
estipulado por su visa. Pero no son criminales por ello. Rompieron, sí,
una ley. Pero también lo hacen los norteamericanos que se benefician de
su trabajo y aquellos que los contratan.
Si llamamos “ilegales” a
los indocumentados, ¿por qué no llamamos “ciudadanos ilegales” o
“compañías ilegales” a quienes los utilizan y emplean? Los
indocumentados están aquí porque les damos trabajo. Si no, no vendrían.
A
pesar de lo anterior, todavía hay muchos políticos y medios de
comunicación en inglés que utilizan el término “ilegales” para
identificar a los indocumentados. Sin embargo, eso ha ido cambiando.
Cada vez hay menos periódicos y televisoras que lo usan. Y desde el año
2000 todos los candidatos a la presidencia de ambos partidos han evitado
lo más posible el referirse a los indocumentados como “ilegales”. Nada
como usar la palabra “ilegal” para asustar al voto latino.
Este
es un asunto que va más allá de las políticas antiinmigrantes de moda en
Estados Unidos. “Ningún ser humano es ilegal”, dijo el sobreviviente
del holocausto, Ellie Wiesel, tras recibir el premio Nobel de la Paz en
1986. Lo primero que hacen quienes denigran y subestiman es identificar a
su víctima como algo inferior. Llamarle a alguien “ilegal” tiene como
propósito el marcar la diferencia entre ellos y nosotros. Pero eso va en
contra del espíritu de lo que es ser estadounidense.
La
declaración de independencia de Estados Unidos, firmada en 1776,
establece que “todos los hombres (y mujeres) somos creados iguales”.
Pero la realidad es que en el país más poderoso del mundo hay millones
que no son tratados como iguales. Por eso la inmigración es la nueva
frontera de los derechos civiles en este país.
Desafortunadamente
en el primer debate presidencial vicepresidencial no se habló del
asunto migratorio. Imperdonable omisión. Pero hubiera sido una
oportunidad perfecta para ver cómo los candidatos se refieren a los
inmigrantes indocumentados. Más allá de las diferencias de candidatos
sobre su política migratoria, lo primero que denota sus intenciones es
cómo se refieren a los recién llegados y a los más desfavorecidos.
El
11 de septiembre del 2001 lo cambió todo. La reforma migratoria que
apoyaban los presidentes George W. Bush y el mexicano Vicente Fox pasó a
segundo plano. Todo lo que pareciera extranjero se empezó a ver con
sospecha y la posibilidad de legalizar a millones de indocumentados
perdió el sentido de urgencia. Lo primero era salvar al país ante una
amenaza externa. Cuando el tema se retoma antes que Bush entregue la
presidencia, ya era demasiado tarde y había perdido el apoyo mayoritario
en el Congreso. Las palabras de los enemigos de los inmigrantes se
impusieron sobre las de sus aliados.
Al final de cuentas, Estados
Unidos –estoy convencido– hará lo correcto y legalizará a millones de
indocumentados que tanto contribuyen a la economía, cultura y bienestar
del país. Así como Estados Unidos ha sido maravillosamente generoso
conmigo, así también espero que lo sea con todos aquellos que llegaron
después de mí o sin papeles.
Pero para que eso ocurra hay que
ganar antes la guerra de palabras. Para cambiar las cosas, lo primero
que hay que hacer es nombrarlas de una manera distinta. En todo este
siglo han ganado el debate los que convirtieron una reforma migratoria
con camino a la ciudadanía en “amnistía” y a los indocumentados en
“ilegales”.
Nos toca ahora cambiar el lenguaje para, después,
cambiar la realidad. Y el primer paso es no utilizar más la palabra
“ilegales” para identificar a los indocumentados. Nadie es ilegal.
- 28 de diciembre, 2009
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