Cristina en el espejo de Chávez
Está a punto de cumplirse un año de la maciza victoria electoral con que Cristina Kirchner obtuvo su reelección.
Un año que ha sido duro para el kirchnerismo, y eso que todavía no
terminó. Podría decirse que la única batalla que ganó en este tiempo fue
la que se libró hace días fuera del país y pelearon otros: la victoria de Chávez en Venezuela
, celebrada como propia por el núcleo duro oficial, aunque, por más que
el comandante se la haya dedicado, difícilmente alcance para revertir
el desánimo que va ganando a los seguidores del Gobierno y a muchos de
sus votantes de un año atrás.
Para lo que sí alcanza -como nota disonante en un contexto cada vez más desfavorable- es para explicar por qué Cristina se apresuró a abrazarse al "huracán venezolano"
. ¿Significa esto que decidió abandonar la ambigüedad hasta aquí
practicada, que le permitía mostrarse tan cerca de Chávez como de
Rousseff para decir que su modelo tenía todas las ventajas del
bolivariano sin sus inconvenientes? ¿Quiere la Presidenta seguir la
senda chavista o sólo crispar a la oposición, para que primen en ella
las voces más extremas y aisladas? Y en caso de que sea lo primero, ¿qué
chances tendría de lograrlo? ¿No desperdiciará la oportunidad que aún
tiene de contribuir a un futuro viable, aunque sea uno que no le guste
demasiado? ¿No nos conducirá a una situación opuesta a la que disfrutó,
con todos los defectos del chavismo y sin ninguna de sus "ventajas" de
estabilidad y control?
Ante todo, ¿qué es lo que Cristina ve en Venezuela? Las
elecciones que acaban de relegitimar a Chávez muestran un sistema que
todavía tiene algo de "democracia", como quiere creer Chacho Álvarez,
aunque el Estado perdió toda neutralidad, dejó de ser una "casa común"
que protege los derechos de todos los ciudadanos por igual y se volvió
un instrumento de la voluntad del líder y su partido. Sobrevive allí
algo de pluralismo y competencia, pero con la cancha inclinada, debido
al control casi total de los medios de comunicación, los recursos
económicos y la mediación de intereses por el oficialismo. En suma, no
es del todo una autocracia, aunque posee rasgos autocráticos y algunos
incluso totalitarios, como la fusión entre sociedad y Estado a través
del reemplazo de instituciones públicas por aparatos partidarios y la
movilización y uniformización de franjas muy amplias de la sociedad con
miras a construir un "pueblo uno", identificado con el líder.
Este híbrido, "totalitarismo de baja intensidad", bien
puede intensificarse o desactivarse: podría una conducción más moderada
llevarlo por el camino que siguieron en su momento el varguismo y el PRI
mexicano, o radicalizarse hasta liquidar las libertades que restan.
¿Qué de todo esto atrae al kirchnerismo? ¿Existe
acuerdo en su seno sobre la conveniencia de mirarse en este espejo?
Muchos desde la izquierda estalinista y el evitismo ven similitudes con
el primer peronismo, y con ánimo revisionista buscan una guía para
volver a dar "la pelea del 55", pero asegurándose esta vez de ganarla.
El problema argentino, lo ha dicho Cristina muchas veces, no serían los
procesos de polarización política y crisis institucional, sino su
desenlace "desfavorable para el pueblo". En el caso del 55, el problema
fue que, a diferencia de Chávez, Perón no se animó a "radicalizar el
modelo". Y ése es el error histórico que no hay que repetir para
asegurarse la continuidad. No el "cinco por uno", sino el no haberlo
llevado a la práctica.
Con esto se alimentan la cohesión y el espíritu de
combate del plantel oficial. ¿Pero alcanza para delinear un curso
viable? ¿Puede Cristina convencer a los peronistas de recorrerlo?
¿Siquiera a todos los kirchneristas? Mientras haya alternativas que les
aseguren a estos actores continuar en control del Estado sin tanto
riesgo y conflicto, no. Y por ahora han fallado los intentos de anular
esas alternativas. Ésa es justamente la diferencia esencial con Chávez:
él absorbió las fuerzas que lo llevaron al poder en un partido único de
la revolución, un "unidos y organizados" efectivo, y quebró la autonomía
sindical. Cristina no lo está logrando.
Advirtamos, además, la dimensión del intríngulis en que
está un gobierno que desde hace un año no hace más que recibir malas
noticias y no las soluciona, apenas si las barre bajo la alfombra o las
patea hacia delante. Intríngulis que se agrava cuando contrastamos los
resultados con los recursos políticos y fiscales con que inició el
período: nunca un gobierno tuvo las manos tan libres para elegir, en
tantos terrenos y entre opciones tan distintas. De allí la velocidad de
la caída, y que ella pueda prolongarse mucho más: había que estar muy
alto para poder caer tanto sin tocar fondo.
La experiencia indica que el kirchnerismo se endurece
en las dificultades y apuesta a que los demás cedan, y muchas veces se
ha salido con la suya por tener más espalda para aguantar en el centro
del ring. Pero ¿seguirá siendo así si la caída continúa? ¿Y cuando lo
que está en juego es un cambio de régimen? Probablemente no: Cristina
actúa todavía como si el contexto no hubiera cambiado desde que consumió
su posibilidad de ser reelegida y se quedó sin solución a la mano para
la sucesión; y encima aplica al problema sucesorio, que está en la base
del régimen político, la receta que aplicó con cierto éxito a conflictos
más puntuales, con el campo, el sindicalismo, el peronismo territorial o
los gendarmes. Sin advertir que si no logra hacer creíbles sus amenazas
ni sacar del tablero a sus adversarios son ellos los que ganan terreno a
medida que pasa el tiempo, sumando a su favor a los dubitativos. Le
pasó ya con Moyano, le está pasando con Scioli y es muy probable que le
pase también con Clarín.
Con todo, lo peculiar del caso es que Cristina puede
insistir sin chocar con obstáculos insalvables. Profundizando el abismo
entre "nosotros" y "ellos", a la espera de que, como sucedió en 2010,
las encuestas se reviertan. Esta libertad para polarizar y seguir
cayendo sin tocar fondo se origina en la disponibilidad no sólo de
recursos fiscales, sino también simbólicos. La violencia que practica
sobre sus adversarios, aunque la desgaste e inhabilite como
representante de "todos los argentinos", le permite en alguna medida
marginalizarlos. Un ejemplo de ello, más exitoso que el ensayado contra
los caceroleros del 13 de septiembre, fue el reciente cruce con Jorge
Lanata. Al volver de Caracas, enfurecido por el atropello sufrido, que
sólo pudo ser posible por la complicidad del gobierno argentino (he ahí
la razón de que eso le pasara a un connacional y no a un norteamericano o
europeo, como cínicamente señalaron los voceros oficiales queriendo
descalificar con ello a la víctima), Lanata lanzó una feroz catarata de insultos
y una frase que de seguro festejaron en la Rosada: "Este país está muy
mal", dijo, confundiendo la parte con el todo. El Gobierno halló ahí la
demostración de que la "cadena del desánimo" existe. Y no fue casual que
en su siguiente cadena la Presidenta recurriera al fervor nacionalista:
"No quiero vivir en ningún otro lado", declaró.
El ejemplo bolivariano viene bien para ilustrar el
punto. Los venezolanos que se fueron a Miami son muchos menos que los
cubanos, claro. Pero cumplen la misma función deslegitimadora que por
décadas el castrismo asignó a quienes llama "gusanos": son la llaga en
la piel de una oposición cuya pertenencia a la comunidad está en duda y
es identificada como "apátrida", pues "quiere vivir en otro lado", tiró
la toalla y se resignó a no ser parte de un destino colectivo. Chávez lo
celebra. Cristina quiere, al menos en esto, imitarlo.
© LA NACION.
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