El déficit de México
Gobierno nuevo, realidad vieja. Así les pasa a los gobiernos que
llegan con el enorme ímpetu que generan las contiendas electorales para
muy rápido encontrarse con la cruda realidad. Enrique Peña Nieto iniciará
su mandato el próximo diciembre y ya enfrenta una enorme demanda de
definición. Como político que es (en contraste con sus tres
predecesores), ha evitado pronunciarse sobre los asuntos cotidianos. Sin
embargo, estos se van apilando.
En contraste con otras naciones, México no enfrenta una crisis
económica ni una gran urgencia de atacar situaciones explosivas. Sus dos
grandes asuntos son la violencia y una tasa mediocre de crecimiento
económico. Ninguno es tema novedoso y la combinación probablemente
explica en buena medida la razón por la cual el electorado mexicano optó
por un priista de regreso a la presidencia. Como dijo un gobernador de
ese partido recientemente, los priistas “seremos corruptos pero sabemos
gobernar”. No un motivo de encomio, pero un factor político real.
El gran déficit de las últimas décadas ha sido de liderazgo.
No ha habido claridad de rumbo ni ambición de transformación: ha habido
administración, pero no la consolidación de una plataforma susceptible
de conducir al país hacia un mejor futuro. Esa ausencia no sólo
ha impedido asir oportunidades o convertir las circunstancias en una
oportunidad, sino que ha provocado una retracción de la sociedad en su
conjunto: cada quien protegiendo lo suyo y nadie desarrollando proyectos
hacia adelante. La noción de desarrollo desapareció del mapa.
Si uno compara a México con Brasil, la única diferencia relevante
entre ambas naciones en las últimas dos décadas ha sido la calidad de su
liderazgo. Más allá de reformas o acciones específicas (donde, en el
conjunto, probablemente México ha avanzado más), la diferencia dramática
se puede observar en dos espacios muy concretos: primero, en la
continuidad de políticas públicas a pesar del cambio de personas y
partidos en el gobierno. Y, segundo, en la existencia de un liderazgo
convincente que hizo posible que Brasil viera el futuro con un optimismo
que para los mexicanos ha sido ajeno. Hay buenas razones para ello.
Los mexicanos tienen una relación de amor y odio con los liderazgos
fuertes en la presidencia porque la experiencia no ha sido benigna en
ese frente: una larga historia de imposiciones creó enormes resistencias
a cualquier cambio, el desempeño de líderes descarriados acabó
conduciendo a enormes crisis financieras y los excesos de poder
conllevaron a decisiones erradas con graves consecuencias económicas de
largo plazo.
El país que Enrique Peña Nieto va a encontrar está atorado, cada una de sus partes enfrascada en su propio laberinto.
En ausencia de claridad de rumbo, el panorama está dominado por fuerzas
refractarias a cualquier cambio cuando no reaccionarias, en el sentido
literal más no ideológico del término. Ante un futuro inexistente o poco
claro, lo natural es refugiarse en lo conocido: el pasado.
Aunque el fenómeno sea particularmente visible en algunos ámbitos muy
concretos, la realidad es que es raro el espacio de la vida nacional
que ha logrado desmarcarse de esta tendencia. La izquierda que ha
dominado los últimos años está empeñada en reconstruir los setenta; el
sector privado está encasillado en el modelo proteccionista de
desarrollo industrial; la vieja burocracia no concibe solución alguna
que no implique más gasto. Los priistas todavía están por dar color,
pero es obvio que muchos añoran el ayer. El PAN está discutiendo un
retorno a sus orígenes. El pasado ofrece un refugio, así sea de
perdición.
En cada uno de estos grupos y sectores hay contingentes y liderazgos
no sólo claros de mente respecto a lo que es imperativo lograr, sino que
lo han hecho en sus propios ámbitos de competencia. Sin embargo, todos
esos liderazgos, o potenciales liderazgos, se encuentran acosados por
el tenor general de la reciedumbre del contexto. Ninguno, ni los que de
verdad detentan poder o capacidad de ejemplo, se atreve a sacar la
cabeza. Eso mismo que es por demás visible en la lucha
soterrada por el futuro dentro de la izquierda es igual de cierto dentro
del sector privado, en el PAN y en todos los rincones del país.
Todo mundo sabe que las viejas formas y modos de actuar no son
idóneos para construir un país moderno, pero nadie quiere arriesgar su
propio pellejo en un contexto en el que el éxito se sigue penalizando y
el costo del error, o de un fracaso, es inconmensurable. Otra manera de
decir esto mismo es que el país cuenta con enormes capacidades
listas para transformarlo, que las reservas de liderazgo son vastas y
que, a diferencia de Europa o EUA, la situación estructural (sobre todo
económica) es mucho más sólida y promisoria, por más que urjan diversas
reformas y ajustes. El país está listo para dar la vuelta pero nadie se
atreve a dar el gran paso. Ese es el déficit de liderazgo.
El statu quo acaba siendo conveniente para todos pero bueno sólo para
los intereses más encumbrados. Esta paradoja sólo se puede resolver con
la presencia de dos circunstancias simultáneas: por un lado, un
liderazgo efectivo; por el otro, un liderazgo ilustrado que comprenda la
dinámica que caracteriza al mundo y capaz de desarrollar las
estrategias idóneas para lograr el éxito.
El México de hace algunas décadas permitía y favorecía el ejercicio
casi unipersonal del poder. Hoy las circunstancias tanto nacionales como
internacionales hacen mucho más difícil, si no es que imposible,
semejante escenario. La descentralización del poder y de la actividad
productiva son ejemplos claros. Sin embargo, es predecible que la nueva
administración intentará re-centralizar tanto como se pueda y esa será
una importante fuente de tensiones en los próximos meses.
El reto central de Peña será romper la inercia paralizante y
construir instituciones perdurables. Eso sólo lo podría lograr un amplio
acuerdo susceptible de atraer a la ciudadanía. La mezcla de las
dos es clave: destrabar lo que está atorado apalancándose en todo ese
potencial acumulado y, a la vez, construir las instituciones que le den
un espacio a todos los grupos y fuerzas políticas y productivas. Lo
primero es indispensable pero, dado el nivel de conflicto, quizá sea
imposible sin lo segundo.
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