Un sistema de gobierno moderno para México
Según una vieja idea, el problema del país radica en que las
leyes no se cumplen, que si sólo se hicieran cumplir, todo funcionaría
bien. Detrás de esa percepción yace la noción de que tenemos
buenas leyes pero un mal sistema de gobierno. Otros piensan que el
problema reside en algo distinto: algo así como el mundo de Luigi
Pirandello, cuya esposa era esquizofrénica y él escribía obras de teatro
que intentaban conciliar múltiples grados de realidad. O sea, que
hay tantas reglas, tan complicadas, tan discrecionales y tan
contradictorias entre distintos niveles de gobierno que es imposible
cumplir con las leyes o que éstas se hagan cumplir. Sea cual
fuere, la población acaba acomodándose, sobreviviendo de la mejor manera
posible. Me pregunto si no habría una mejor manera de resolver nuestros
diferendos y, por lo tanto, de gobernar a México.
Parte del problema es el conflicto
subyacente. Otra parte es la complejidad que nos auto imponemos. Una
fuente esencial de lo mismo en las últimas décadas reside en ese
desencuentro que Roger Bartra describe con precisión: “no toda la gente
vive en el mismo ahora y, por lo tanto, no todos imaginan el mismo
futuro… Uno de los aspectos fundamentales de la política democrática
radica en… el hábito de contemporizar, en el sentido de saber vivir en
la misma época… en el mismo tiempo… y por lo tanto adaptarse, transigir y
avenirse”. Si ni siquiera vivimos todos los mexicanos en el
mismo tiempo, ¿cómo es posible establecer reglas susceptibles de ser
cumplidas y que los gobernantes hagan cumplir?
Puesto en otros términos, tenemos un problema
elemental de desacuerdo político que se ha intentado corregir o
subsanar adoptando infinidad de reglas, leyes y niveles de autoridad que
no han hecho sino complicarlo todo e impedir que funcione la vida
productiva cotidiana. Peor, todo esto ha ocurrido en el contexto de un
sistema gubernamental disfuncional donde choca la estructura federal con
la concentración del poder y los incentivos de los gobernantes (hacerse
ricos y mantener el poder) con las necesidades de desarrollo del país.
Se requiere un mejor gobierno pero éste no es asequible sólo por
quererlo.
El problema no es asunto de abstracción. La
realidad cotidiana, tanto para la población como en el mundo de los
gobernantes, ofrece innumerables instancias que ilustran dilemas
frecuentemente irresolubles. Algunos gobernadores, como
recientemente ilustró el de Michoacán, han intentado el camino estricto
de la legalidad, solo para encontrarse con que aplicarla no es tan
simple y los riesgos de hacerlo enormes, al grado en que la precaria
estabilidad social y política se puede perder en un santiamén.
Otros han optado por no exacerbar las tensiones, abdicando a su
responsabilidad esencial de gobernar, como ocurre con las
manifestaciones, marchas y plantones en la Ciudad de México, donde no
hacer nada –o, incluso, proteger a los protestantes de la población
afectada- resulta menos costoso políticamente que hacer cumplir la ley.
La corrupción es la otra cara de la misma
moneda. La corrupción es consecuencia, síntoma y solución, todo a una
misma vez, dependiendo del lugar de la “cadena de valor” del poder en
que uno se encuentre. Para el ciudadano común y corriente la corrupción
es una solución al excesivo poder discrecional de la autoridad: una
mordida -pequeña o grande, según sea el caso- permite quitarse de encima
a un inspector, agente de tránsito o burócrata cuyas facultades son tan
vastas que ésta acaba siendo una solución funcional. La
corrupción es sintomática de un sistema político podrido que se
caracteriza por la existencia de tantas leyes y reglas que le confieren
facultades tan amplias a la autoridad que el potencial de abuso es
inmenso y permanente. La corrupción no se resuelve con una
mayor supervisión o con un mayor número de fiscalías de cualquier color,
porque el problema es de exceso de autoridad: lo que urge es quitarle
facultades discrecionales a las autoridades y sus empleados de tal
suerte que no tengan posibilidad de abusar en sus diversos ámbitos de
competencia, a la vez que se fortalecen las instituciones responsables
del orden y la justicia.
Ante la complejidad de gobernar un país tan
disímbolo como lo es México, la propensión natural es, y ha sido
históricamente, la de centralizar el poder e incrementar las facultades
de la autoridad. La solución, como propone Luis de la Calle en una
conferencia reciente*, reside exactamente en lo contrario: en abrir la
competencia, eliminar espacios protegidos y cambiar los incentivos que
hoy propician la ilegalidad, la violencia y los comportamientos
antisociales. Aunque parezca sorprendente, sólo con los incentivos
adecuados se tendrá un Estado más fuerte que propicie el respeto al
derecho ajeno.
La corrupción y el abuso existen porque hay
espacios que generan lo que los economistas llaman “rentas”, es decir,
utilidades exageradas producto de circunstancias que le confieren
ventajas excepcionales a unos jugadores. Esas ventajas pueden derivarse
del marco regulatorio (cuando, por ejemplo, le otorgan facultades
excesivas a un inspector, mismo que las emplea para extorsionar; o a una
empresa, cuando le regalan control sobre un recurso o sector de la
economía, facilitando el abuso a los consumidores) o del control de
puntos nodales para el funcionamiento de una determinada actividad (como
pueden ser ciertos cruces de carretera o los puntos de acceso a EE.UU.
en el caso de las drogas). En ambas instancias, es el hecho de que
alguien tiene demasiado control, o facultades enormes que permiten
decidir quién vive y quién muere, lo que determina la existencia de
ilegalidad, conflicto y violencia.
El planteamiento es muy simple: el control de
procesos y decisiones genera rentas para unos cuantos y eso, a su vez,
crea incentivos y enormes montos de dinero para protegerlas. Si se
quitan las protecciones y los subsidios y se reducen las facultades
discrecionales que son casi ubicuas en nuestro país, los incentivos
cambian radicalmente. Con incentivos distintos es posible comenzar a
construir un sistema efectivo y eficaz de gobierno apuntalado en
instituciones sólidas.
Se trata de un asunto complejo que requiere
mucho análisis, pero parece evidente que el camino de más controles es
contrario al de un mejor y más eficiente sistema de gobierno. En tiempos
de replanteamiento de paradigmas es necesario pensar distinto porque
simplemente hacer más, incluso más eficientemente, de lo mismo implica
acabar en el mismo lugar. Un país moderno requiere un sistema de
gobierno moderno. No hay reto más grande, pero también oportunidad más
grande aún.
Luis Rubio es Presidente del Centro de Investigación
para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la
investigación en temas de economía y política, en México.
- 23 de enero, 2009
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