Los fabricantes de burbujas
Los
ecuatorianos muy pronto tendrán que escoger nuevamente a sus gobernantes.
Deberían mirar cuidadosamente cuanto sucede en Europa y llegar a sus propias
conclusiones.
Las
calles de media Europa están llenas de personas encolerizadas contra los
recortes en el gasto público. El gasto público los está matando, pero, como
todos los adictos, no quieren, no pueden o no saben reducirlo.
En
España y Grecia –sobre todo en Grecia—se trata de una protesta violenta y
masiva. Nadie quiere oír hablar de austeridad y mucho menos de ser despedidos y
unirse a la enorme masa de desempleados. Es comprensible, pero triste.
Los
sindicatos amenazan con el puño cerrado y juran que no les quitarán “las
conquistas sociales” ni permitirán que se desmantele el“Estado de bienestar”.
No importa que no haya dinero para costearlo. En estas situaciones se renuncia
al sentido común. Es demasiado incómodo.
El espectáculo no es nuevo. Cada
cierto tiempo estalla una
burbuja, se destruyen millones de puestos de trabajo, la economía toca fondo,
la sociedad se convulsiona, el Estado, severamente cuestionado, entra en
crisis, los gobiernos ruedan uno tras otro y el conjunto de la sociedad se
empobrece.
Si
no se puede evitar la crisis, lo que sí parece posible es limitarla y salvar al
Estado de los efectos deslegitimadores de esas contracciones brutales. ¿Cómo?
Manteniendo al sector público pequeño, ágil y costeable, alejado de compromisos
económicos insostenibles en épocas de vacas flacas.
Casi
la fórmula contraria a cuanto hace el señor Rafael Correa en su país. En su
momento, Correa provocará una de esas crisis. Es un fabricante nato de burbujas
públicas. Se ve venir.
No
se puede mantener indefinidamente un elevado gasto público junto a un
deficiente aparato productivo y suponer que no tendrá consecuencias. Eso fue lo
que sucedió en parte de Europa (o en Argentina hace unos años y ahora mismo).
Y
lo asombroso es que para aprender a gobernar el señor Correa no tiene que mirar
fuera de las fronteras de Ecuador. Todo lo que tiene que hacer es examinar lo
que sucede en Guayaquil, la mayor y más poblada ciudad del país.
Mientras
el presidente Correa insiste, para todo Ecuador, en el camino populista del
estatismo y el clientelismo, que es una especie de burbuja segregada por el
gobierno para conquistar votos, la ciudad económicamente más importante de la
nación, Guayaquil, su gran puerto comercial, marcha en sentido contrario guiada
por un alcalde muy popular, el abogado Jaime Nebot, quien, por cierto, no
aspira a la presidencia del país, sino a seguir siendo un funcionario eficaz al
servicio de sus conciudadanos.
Nebot,
desde hace 12 años, no gasta más del 15% del presupuesto en salarios y gastos
fijos. El 80 restante lo dedica a inversiones en obras y servicios, poniendo
especial cuidado en las necesidades del pueblo llano. No más del 5 se asigna a
pagar una deuda minúscula.
Hoy
Guayaquil tiene menos empleados que hace doce años: sólo 3.900 para una ciudad
que pasa de los 3.500.000 habitantes. Apenas 1 por millar de vecinos. No obstante,
la ha dotado de agua y alcantarillado, aeropuerto novísimo, trasporte público,
parques, balnearios, hospitales, ha construido un hermoso malecón, ha reparado
todas las escuelas y las ha surtido de libros y computadoras. Guayaquil, que
antes era una ciudad fea, sucia y atrasada, hoy es grata, moderna y limpia.
Naturalmente,
tiene problemas, como la creciente inseguridad, pero todavía está a años luz de
mataderos como Caracas o San Pedro de Sula.
Esta
resurrección ha sido posible mediante un mecanismo que debiera emplear el
Estado a la escala nacional: la concesión. La alcaldía de Guayaquil describe lo
que necesita y la empresa privada compite por brindar el bien o el servicio
licitado. Si pierde plata, es cosa suya. Si la empresa no hace bien su trabajo
o incumple lo pactado, se le sustituye.
Los
empleados que no tiene el Estado, los contrata la empresa privada para brindar
esos bienes y servicios que todos requieren, pero tienen que ser productivos y
rentables para poder subsistir en un mundo regido por la competencia.
El
Estado, ya se sabe, no es un buen empresario. La empresa pública suele ser una
fuente de corrupción y malos manejos administrativos. Los políticos, además,
rehúyen cualquier conflicto laboral. Como pagan con dinero ajeno, no suelen ser
exigentes. Buscan votos y popularidad, no eficiencia ni buen servicio. Por eso
dilapidan cantidades astronómicas.
Los
ecuatorianos, antes de votar, deben mirar a Europa y, sobre todo, a Guayaquil.
Es lo prudente.
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