Retrato de un domador
El Tiempo, Bogotá
Para
mí, 'No hay causa perdida' es ante todo el apasionante autorretrato de un líder
que no repara en riesgo alguno para lograr lo que se propone. El peligro es
para él, para Álvaro Uribe, algo tan inevitable como la lluvia; y el valor, una
condición esencial para enfrentarlo.
Como
es bien sabido, milagrosamente ha escapado a más de quince atentados. De
algunos no teníamos noticia. Por ejemplo, el que sufrió en el hotel Orquídea
Real, de Bogotá, cuando al salir del baño de su habitación estalló una bomba
que le ha dejado para siempre un zumbido en su oído izquierdo. Ha sobrevivido
como candidato y Presidente a otros peligrosos atentados en Bogotá,
Barranquilla, Neiva y en El Ubérrimo, su finca.
No
podemos olvidar el país que teníamos cuando llegó al poder: 28.000 asesinatos
por año, cientos de secuestros, carreteras controladas por la guerrilla, 350
alcaldes obligados a huir, voladuras constantes de oleoductos, puentes y torres
de energía, vastas zonas sin control del Estado, y masacres tan feroces, tan
salvajes, como la de Bojayá, cuando bombas incendiarias cayeron en una iglesia
y mataron, entre otros, a 48 niños. Colombia parecía una causa perdida.
Ocho
años después nos dejó un país distinto, con 46.000 desmovilizados, carreteras
seguras, unas Farc severamente reducidas y golpeadas, jefes paramilitares
extraditados, además de un auge de inversiones, 150.000 nuevas empresas
pequeñas y medianas y una reducción de la pobreza del 53 al 38 por ciento.
¿Cómo
lo hizo? En su libro encontramos las claves. Dándose cuenta de que en Colombia
rara vez los programas oficiales vienen acompañados de un seguimiento detallado
de su ejecución, a la visión macro de los mismos le sumó una microgestión
personal. De ahí que abrumara a los mandos militares hasta horas de la
madrugada vigilando el cumplimiento de sus órdenes, su maniático seguimiento de
las obras públicas en ejecución y la inspección cercana de regiones apartadas
gracias a sus consejos comunales de cada fin de semana.
Tomó
con frecuencia intrépidas y solitarias decisiones, como el rescate de Íngrid
Betancourt o el bombardeo del campamento de 'Raúl Reyes' y muchas otras. Ajeno
a los alardes publicitarios, eludió acompañar a Santos para recibir a Íngrid y
a los demás secuestrados en la base militar de Tolemaida. "Vaya solo,
ministro -le dijo-, necesitamos que usted lo haga por el bien de su futuro
político". (Por cierto, sobre Santos no hay una sola palabra adversa en su
libro).
¿Es
cierto, como suele afirmarse, que nunca buscó diálogos con las Farc y que
mantuvo siempre una relación hostil con Chávez? No, no es verdad. Sobre los
reales propósitos de las Farc, Fidel Castro le hizo una oportuna advertencia:
"Lo que buscan para negociar -le manifestó- es crear las condiciones de un
alto el fuego que les permita incrementar su poderío militar". Desde
entonces, en contra de lo que se dice, fueron amigos. Por otra parte, Uribe
buscó en varias oportunidades un diálogo con las Farc, pero estas acabaron por
defraudarlo al responder a sus propuestas con feroces ataques.
Con
Chávez hubo toda clase de acercamientos. Incluso, este llegó a decirle:
"Si eres capaz, puedes ir por 'Márquez', al igual que lo hiciste con
Granda, pero no puedes decir que yo te di permiso. Si lo haces, diré que se trata
de una mentira". Todo terminó cuando los servicios de inteligencia militar
revelaron la existencia de campamentos de las Farc y el Eln en Venezuela y, en
vez de guardar esta revelación en el bolsillo, Uribe la denunció ante la OEA.
Santos
ha procedido de otra manera. Cuida su relación con Chávez aunque no ignora el
apoyo que de él recibe la guerrilla. Es que estamos ante dos personajes muy
distintos: el líder y el político, el paisa capaz de domar un brioso caballo y
el hábil jugador de póquer que, así no sean buenas sus cartas, sabe
presentarlas con aire triunfal. Sin duda, algo va del uno al otro.
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