Cambiemos la percepción sobre el fenómeno del migrante mexicano
En la política dicen que “percepción es realidad”, que no es
muy distinto a la aseveración de Reyes Heroles en el sentido de que en
política “la forma es fondo”. En este contexto, ¿qué pasa
cuando la realidad cambia pero las percepciones quedan inamovibles? Es
posible que estemos ante un enorme cambio de paradigma en el tema
migratorio, pero que las percepciones, en EE.UU. y en México, no se
estén ajustando.
Cada quien tiene su propia manera de ver al
mundo, su forma de entender por qué “las cosas son como son”. Las
percepciones se construyen a partir de aprendizajes, conocimientos y
experiencias, pero con frecuencia eso tiene el efecto de impedirnos
observar cuándo se da un cambio. A este tipo de disquisiciones es que un
filósofo al inicio de los sesenta respondió con un libro que transformó
la forma de entender los cambios en el mundo. En La Estructura de las
Revoluciones Científicas, Thomas Kuhn desarrolló el concepto de “cambio
de paradigma”, cuyo argumento central es que el avance científico no es
evolutivo sino que es producto de “una serie de interludios pacíficos
salpicados de revoluciones intelectuales violentas” y que en esas
revoluciones, “una visión del mundo es remplazada por otra”. Algo así
podría estar pasando en el mundo de la migración mexicana hacia EE.UU.,
pero nadie en ese entorno político tan cargado parece estarlo notando.
El asunto migratorio desata pasiones. Por un
lado, la migración es producto de la demanda: en ausencia de redes de
protección, los migrantes van a “la segura” o tan segura como es
posible. Típicamente, se enteran de un empleo disponible por parte de un
pariente o amigo y eso les lleva a emprender el penoso via crucis a
través de terrenos inhóspitos y mafias dedicadas al tráfico humano,
además de los riesgos de ser detenidos por la migra. Sin una certeza
razonable de que habrá empleo, ninguno tomaría la decisión de abandonar
su familia y terruño.
También está el lado de los estadounidenses
que ven crecer enormes asentamientos de gente extraña y hacinada en los
rincones de sus ciudades. Muchos de quienes ven a centenas de miles de
migrantes cruzar la frontera y luego pasar por sus propiedades,
particularmente en Arizona, se han organizado y adoptado medidas
extremas que incluyen a milicias armadas dispuestas incluso a matar a
los migrantes. Pero lo relevante es que las pasiones son altas y han creado una dinámica política que ha impedido una discusión seria dentro de ese país sobre qué hacer con el fenómeno.
El tema migratorio tiene dos lados: el de la
gente que ya está allá y el de quienes responden a nuevas oportunidades
(creadas por la demanda de mano de obra por parte de empresas) para
migrar. Los inmigrantes que ya están allá viven en un mundo de
incertidumbre legal y, en la medida en que se han ido cerrando espacios,
enfrentan problemas elementales respecto a la educación de sus hijos,
acceso a los servicios de salud y posibilidad de obtener una licencia
para manejar. El mundo de la ilegalidad es duro en una sociedad que
valora el reino de la ley y que no sabe qué hacer con una población a la
que no se le reconoce legalmente. Muchos quieren resolver el tema de
los que viven allá pero no quieren que esa solución se torne en un
aliciente para nuevos demandantes, como ocurrió con la ley
Simpson-Rodino en los ochenta.
Desde la perspectiva política mexicana, hemos
pasado por tres facetas que son reveladores de la complejidad. Fox se
jugó su presidencia en una decisión sobre la que no tenía influencia
alguna: por más que Bush estuvo dispuesto a empujar una iniciativa, ésta
nunca se materializó. Calderón optó por “desmigratizar” la agenda
bilateral, abandonando el tema. Ninguno atendió el problema real que
ningún político puede ignorar: baste decir que es imposible para muchos
gobernadores cegarse ante el hecho de que más del 50% de la población
adulta de sus estados, como ocurre en Zacatecas, Michoacán y Guanajuato,
(y 10% de la población total del país) se encuentra en otra nación.
La elección presidencial
estadounidense de noviembre pasado, en que una abrumadora mayoría de
hispanos y asiáticos votaron por Obama, ha creado una nueva oportunidad
que, muchos creen, llevará a una discusión seria respecto a la política
migratoria de ese país. Los debates que a la fecha han tenido
lugar no se limitan al asunto de los flujos migratorios ilegales, sino
que muchos se centran en cosas como visas para ingenieros, permanencia
de graduados extranjeros y una revisión (quizá rechazo) de una política
histórica de reunificación de familias. En todo ese debate, los
mexicanos son los malos de la película.
Lo paradójico, pero políticamente ineludible, es que
la potencial revisión a la política migratoria estadounidense llega en
un momento en que los flujos de migrantes mexicanos son negativos,
es decir, que hay más personas retornando que las que emprenden el
camino hacia el norte. La crisis económica disminuyó drásticamente las
oportunidades de empleo, sobre todo en la industria de la construcción,
lo que ha reducido los flujos. Sin embargo, el tema más fundamental es
que la curva demográfica mexicana está cambiando con celeridad y eso
implica que el número de migrantes potenciales también está
disminuyendo. Este es un cambio de paradigma que no ha penetrado la
discusión política.
Las personas que consideran la posibilidad de
migrar hacen un cálculo muy simple: disponibilidad de empleos donde se
encuentran, diferencia de salarios entre los dos países y los costos de
emprender el camino. Ese cálculo era sumamente favorable a la migración
en los 90 por el rápido crecimiento de la economía americana, nuestra
incapacidad para generar tasas elevadas de crecimiento y el enorme
crecimiento de la población en las décadas anteriores.
Mi impresión es que todas esas premisas
podrían estarse haciendo añicos: primero, es altamente probable que el
nuevo gobierno logre crear condiciones para que la economía crezca con
celeridad. Segundo, parece improbable que la economía americana logre
una recuperación acelerada. Finalmente, ese “exceso” de
mexicanos está desapareciendo en la medida en que la tasa de natalidad
lleva años en números que no son sensiblemente mayores al nivel de
remplazo. Es decir, es posible que estemos ante el fin de la era de grandes flujos migratorios.
El problema ahora es de percepciones. Es
necesario resolver el problema de ilegalidad de los connacionales
radicados allá y la nueva realidad lo hace infinitamente más simple,
pero siempre y cuando todo mundo entienda que, de los migrantes futuros,
muy pocos serán de aquí. Cambiar percepciones es un imperativo
político.
Luis Rubio es Presidente del Centro de
Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente
dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México.
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