El conformismo como plaga contemporánea
La
mayoría de las personas actúan por obligación, por cumplir, lo cual quiere
decir que son dependientes. Erich
Fromm
Solamente la muerte debe terminar con el deseo de
tener una realidad más placentera. Es imperativo que la última de nuestras respiraciones
nos encuentre, sin importar las circunstancias, dispuestos a lograr ese
cometido. Si, como han propugnado los existencialistas, el hombre se construye
hasta cuando llega su fin, todo resulta posible mientras viva. Es irrebatible
que hay una cantidad impresionante de seres satisfechos con su situación personal,
familiar, laboral o política, entre otras dimensiones; empero, esas
predilecciones del prójimo no son el único sendero a seguir. Aquellos sujetos
son libres de no aspirar a protagonizar ningún avance, por lo que sus años
serán consagrados al reino del conformismo, mas deben provocar nuestra censura.
La falta de ambiciones revela un espíritu que ha renunciado a conseguir su
autorrealización, meta fundamental del individuo.
Estoy convencido de que, cuando la conformidad es
sistemática, el futuro ya no tiene sentido. No habiendo males que destruir ni,
peor aún, la posibilidad de incrementar las dichas, todo debe ser detenido. Si
el mundo es óptimo, no cabe hablar de retos, pues éstos son esencialmente
invitaciones a la superación. Quedaría sólo la obligación de conservar el
orden, evitando cualquier tentación que nos incite a sugerir cambios. En este
marco, la pasividad sería una virtud capital, cuyo reinado evidencia un rechazo
absoluto al progreso. Esto implicaría que, privada del ánimo de atacar, nuestra
existencia se tornase superflua. El número de batallas en que participamos demuestra
cuánta vitalidad puede contener nuestro cuerpo. Lo ideal es convertirse en un
combatiente perpetuo, alguien que no deje de alimentar su insatisfacción.
Yo no puedo hallar una profesión u oficio que se
haya resistido al imperio de la mediocridad. Es otra consecuencia de
circunscribirnos a respetar costumbres dañinas. La norma es que las personas
realicen una labor sin buscar ninguna clase de excelencia. Las grandes obras no
suelen ser comunes porque demandan un esfuerzo que, para considerables
mortales, es inconcebible. Según parece, debemos limitarnos a cumplir tareas
imprescindibles; los excesos son calificados de absurdos. Basta estar al nivel
de quienes, desde sus primeros años, rinden culto a la peor ociosidad. Algo tan
noble como tener aspiraciones, aun cuando éstas sean tildadas de ilusorias, fue
relegado a favor del gregarismo. Por doquier, tristemente, se puede notar esta
decadencia. Es incontrovertible que las excepciones nunca estuvieron ausentes; sin
embargo, su rebeldía no ha bastado para cambiar esa línea.
Suponer que debemos acostumbrarnos a convivir con
malhechores, necios e ineptos pone de manifiesto una claudicación inaceptable. Conservar
un estado en el que tanta indiferencia no sea reprobada debe avergonzarnos. Desistimos
así de negarnos a reivindicar principios éticos que, aunque sean impopulares,
pueden salvarnos del ocaso. No tenemos que alentar el abandono de esta
contienda. Nadie ha nacido para facilitar la multiplicación de insensateces que
afectan nuestros vínculos sociales. Consentir las actitudes y conductas que
destrozan el anhelo de ser felices, allende nuestra idea relacionada con esta
pretensión, es una estupidez. Porque se trata de obstáculos que impiden
desenvolvernos gratamente, explotar cualidades y conquistar cumbres. Guerrear
en contra de sus partidarios es, por ende, una determinación que se toma para
defender el derecho a vivir mejor. No nos rehusemos a militar en esa causa.
El autor es
escritor, político y
abogado.
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