Por qué sigo siendo liberal
Semana Económica, Lima
Inmóvil, sin dientes, conformista, guardián del empate y celebrador
de la inacción. Nostálgico de los noventas. Así califica el politólogo
Alberto Vergara, en Poder, al liberalismo que según él yo represento, a
raíz de que cuando critiqué la mentalidad de quienes ponen baños de
mujeres y baños para nanas (SE 1337), no abogué por una prohibición legal de tal conducta.
Eduardo Dargent comentó en Diario16 esa
misma columna mía, resaltando mi sensibilidad. Pero la sensibilidad no
es fuente de Derecho; ahí radica la incomprensión de Vergara sobre mi
posición. Un liberal no debe olvidar jamás que toda intervención legal
es, en última instancia, un recurso al uso de la fuerza. El estatal
monopolio de su uso legítimo implica que sólo debería ser ley aquello
que estamos dispuestos a exigir, en el extremo –ante un incumplimiento
deliberado– pistola en mano, y hasta disparando.
No califican, pues, las preferencias
morales, estéticas ni sentimentales. Éstas son contingentes y
cambiantes: no se pueden volver ley. Hay que ser muy autocomplaciente
para exigir que todo aquello que a uno le gusta, desde el cine hasta la
paridad de género, sea impuesto por ley, o sea, por la fuerza. Y es que
no se pueden confundir las intenciones subjetivas con los fines del
Estado. Ni las políticas públicas con el afecto ni la envidia. Cuando un
individuo falla como consumidor no puede ser “salvado” por un individuo
exactamente igual de falible, sólo que con sombrero de legislador o
burócrata, ni por el consenso mayoritario, que no es más que la suma de
muchas voluntades igualmente inclinadas al error. El estatismo,
cualquiera sea su intensidad, asume que todos los individuos, o la
mayoría de ellos, son estúpidos o malvados. Que el éxito es producto de
las malas artes; y el fracaso, de una irremontable incapacidad (cuando
en realidad es el motor del éxito, por la vía del ensayo-error). No soy
capaz de semejante arrogancia (acaso sí de otras). Soy liberal porque
mejor es convencer que imponer. Porque confío en el ser humano. No se
puede amar el conocimiento desde la misantropía, que es el odio a
nuestra especie, la única capaz de conocer gracias a la razón.
Sin embargo, tanto las izquierdas como
las derechas estatistas se apartan de la razón y pretenden la imposición
de sentimientos. De la compasión el socialismo; del nacionalismo y la
fe, el conservadurismo. Pero los sentimientos nunca se podrán imponer,
no importa lo que diga la ley (SE 1238).
Y en cambio la ley sí puede mejorar el diseño institucional, algo que
Vergara acusa a “mi” liberalismo de subestimar, engatusado por el
crecimiento económico. “Su hora ha pasado largamente”, agrega. Pero si
algún tema es recurrente en esta columna es precisamente la necesidad de
mejoras institucionales (SE 1198, 1256, 1266, 1328, 1330, 1346).
De manera que el liberalismo que critica
Vergara en mí no es antipolítico, ni nostálgico de los noventas –lo que
equivaldría a ser nostálgico de Fujimori, que de liberal tiene tanto
como Denxiaoping–. Mi liberalismo no es economicista (al estilo de la
escuela de Chicago) y ni siquiera filosófico (al estilo austríaco). Es
antropológico. Se sustenta en la naturaleza de la especie. Le debe más a
la modernidad racionalista inspirada por Aristóteles, Tomás de Aquino y
Locke, que a las especulaciones de Descartes y a las intuiciones de
Kant.
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