Venezuela: Un país, dos sistemas
El Nacional, Caracas
Sí queda algo que nos une a todos en Venezuela: el desconcierto. La
improvisación nos asalta por igual. El perpetuo sobresalto es nuestro
bien común. O más bien el asombro que no termina de irse. La consigna de
la “irreversibilidad” con la que los oficiantes del régimen llaman a
sustituir el aturdimiento por la mansa costumbre, es en sí misma un
recordatorio de la fragilidad que adorna la vida que ofrecen. Y es que
en realidad parece haber allí una enorme tensión: las revoluciones no
pueden estacionarse sin dejar de serlo, pero para permanecer en el poder
hay que institucionalizarse. Es decir, despersonalizar el poder.
Hacerlo menos impredecible.
Esa es la coyuntura del régimen. La
idea, oximorónica desde su concepción, de un Estado comunal va en ese
sentido: construir una presunta nueva institucionalidad. No importa que
la figura histórica de la Comuna o su contorno conceptual estén basados
en la negación del Estado; lo que importa es bautizar una nueva forma de
control de la sociedad que, al margen de la estructura constitucional
del Estado, conforme un nuevo statu quo, unas reglas de juego
para el usufructo del poder. Y, claro, la ausencia presidencial pone
todo esto en una perspectiva de urgencia. En verdad, el inmoral
hermetismo sobre la condición del Presidente ha funcionado no sólo en la
cosecha de simpatías y votos, sino sobre todo como escenario en el que
se ha venido ensayando la transición (o el tránsito…). Imposible
adivinar cuál puede ser el esquema real de distribución del poder que
los distintos grupos del Gobierno han estado diseñando; en todo caso, lo
importante es que, como sostiene Miguel Ángel Martínez-Meucci, a quien
robo la expresión, no hay en Venezuela hoy un statu quo: la
transición ha comenzado, lo que de paso barre con las expectativas
conservadoras que explican bastante del voto chavista, según se infiere
del acento que durante la campaña tuvo el mensaje instigando el miedo al
cambio.
Es decir, aquí hay un problema general de
institucionalización y uno particular de sucesión. Se podría pensar en
un coqueteo con la fórmula china de “un país, dos sistemas”: el país
comunal conviviría con un muy disminuido país capitalista. De hecho en
el programa de gobierno presentado por Chávez se estima como meta que,
para el final del periodo, 68% de los habitantes estaría encuadrado en
el mundo comunal, lo que sugiere en efecto una especie de cohabitación.
Una medida prudente, si se quiere, porque ese 32% restante sería el
mundo de los gruesos negocios que, en definitiva, harían viable el
esquema.
Dos sistemas: el burocrático, ese país en el que todos
somos funcionarios (institucionalizando así la redistribución de la
renta como emolumento de la lealtad política) y uno de capitalismo de
Estado, con asociaciones mixtas con el capital internacional, de modo
que la economía de mercado no amenace el monopolio del poder.
No
sé si este esquema coincidirá en efecto con lo imaginado por el régimen.
Pero no cabe duda de que hay avances sustanciales en el proceso de
llevarlo a la práctica. Prueba de ello es que, a pesar del paroxismo
personalista que significó la campaña electoral presidencial, no hay
presidente y las cosas siguen con una fría apariencia de normalidad. El
aparato burocrático existe, es fuerte, funciona, cumple con lo básico y
podría metamorfosearse hacia otras estructuras, comunales o como quiera
que sean. Y eso a pesar de dos experiencias que parecen ocultarlo y
hasta contradecirlo: la de la espantosa ineficiencia, por una parte, y
la del culto a la personalidad por la otra. Quizás ambos fenómenos son
funcionales: la ineficiencia quizás ayuda a hacer crecer el aparato
burocrático porque se justifican más funcionarios para cumplir con lo
asignado; el culto a la personalidad puede ser parte esencial de una
identidad que compacta al “beneficiario” del aparato.
Es a estas estructuras a lo que hay que prestar atención para lo que viene.
- 23 de julio, 2015
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