Cosecha roja en la Europa Central
No hace mucho tiempo,
un respetado historiador alemán opinó que la división de Alemania tras
la Segunda Guerra Mundial no se debió a la implementación de políticas
totalitarias en la zona controlada por los soviéticos, luego del triunfo
aliado de 1945, sino, por el contrario, a la incapacidad que
demostraron las potencias occidentales para obtener ventajas de las
muestras de paz y apertura que en ese entonces habría ofrecido Stalin.
Pues bien, según Anne Applebaum, ganadora del Premio Pulitzer y autora de Iron curtain
(Cortina de hierro), esa percepción dista mucho de ser acertada, no
obstante que, en apariencia, bien pudo ser así: es sabido que Churchill y
Roosevelt, al reunirse con Stalin, no pusieron demasiado empeño en la
suerte que correrían los países de la Europa Central, ya fuese en la
Conferencia de Teherán, en 1943, o en la de Yalta, en 1945.
Basándose en la reciente apertura de ciertos archivos soviéticos y de
muchos otros provenientes de la Europa del Este, la autora sostiene que
hoy es posible dedicarle al asunto “una mirada más cercana”. Las nuevas
fuentes, agrega, permiten a los historiadores comprender que este
período “liberal” temprano -cuando la URSS se mostraba indecisa acerca
del futuro de esa parte de Europa, entre 1945 y 1947- no fue tal, como
se pensó en el pasado. “Es cierto”, prosigue Applebaum, “que no todos
los elementos del sistema político soviético fueron importados a la
región tan pronto como el Ejército Rojo cruzó las fronteras, y, de
hecho, no hay evidencias de que Stalin pretendiese crear un ‘bloque’
comunista demasiado pronto”.
En 1944, Iván Maiskii, el canciller de Stalin, escribió una nota
previendo que eventualmente todas las naciones europeas se convertirían
en estados comunistas, pero no antes de tres o cuatro décadas. En el
intertanto, pensaba Maiskii, la Unión Soviética no debía tratar de
fomentar “revoluciones proletarias” en esos países y, sobre todo, debía
enfocarse en mantener buenas relaciones con las democracias
occidentales. Sin embargo, las cosas sucedieron de otra manera: la URSS,
al ver que había terreno disponible, impuso algunas medidas decisivas
que, a la postre, terminaron cimentando su reinado de hierro desde
Berlín hacia el este.
Tal vez la mayor gracia de este libro, cuyo subtítulo es “el
aplastamiento de Europa del Este: 1945-1956”, sea la de exponer caso por
caso -esto es, país por país- las medidas cruciales que pusieron en
marcha los soviéticos para apoderarse, en bastante poco tiempo, del
espacio geográfico que mediaba entre sus fronteras occidentales y
Berlín. Applebaum se concentra detalladamente en los casos de Alemania
del Este, Polonia y Hungría: “Elegí estos tres países no porque fuesen
similares, sino porque presentaban sustanciosas diferencias”.
En primer lugar, los soviéticos se encargaron de implementar policías
secretas con la ayuda de los partidos comunistas locales. Luego, en
cada nación ocupada, las autoridades moscovitas pusieron a comunistas
nativos a cargo del medio de comunicación masivo más poderoso de la
época: la radio. Una tercera disposición tuvo que ver con destruir
cualquier organización civil, desde grupos antinazis formados durante la
guerra hasta congregaciones religiosas. Los nuevos jerarcas dedicaron
especial énfasis, a partir de los primeros días de la ocupación, en las
agrupaciones de jóvenes. El objetivo era claro: la formación de la
juventud, el futuro del comunismo, sólo podía estar en manos de quienes
manejaban la dialéctica marxista.
En último lugar, cada vez que les fue posible, y de nuevo en
complicidad con los partidos comunistas locales, los soviéticos
promovieron políticas de limpieza étnica masivas, movilizando a millones
de alemanes, polacos, ucranianos, húngaros, checos, entre otras
comunidades. Al respecto, Applebaum es concluyente: “Desorientados y
desplazados, los refugiados eran más fáciles de manipular y controlar. Y
hasta cierto punto, los Estados Unidos y Gran Bretaña fueron cómplices
de estas políticas -la limpieza étnica de los alemanes figuraba en el
Tratado de Potsdam-, pero pocos en Occidente entendieron en esa época
cuán extensivo y violento iba a ser el proceso llevado a cabo por los
soviéticos”.
Al principio, según lo estipulado en los tratados de paz, los países
de Europa del Este zanjarían su destino político mediante elecciones
democráticas. Pero rápidamente los partidos comunistas perdieron en las
urnas, por márgenes amplios, en Alemania, Austria y Hungría. En Polonia,
la debacle ocurrió a través de un referéndum. Vinieron, en
consecuencia, reacciones más duras de parte de Moscú durante los años
1947 y 1948, las cuales, según la autora, no tuvieron tanto que ver con
el inicio de la Guerra Fría, sino, más bien, fueron una reacción al
fracaso electoral. La Unión Soviética y sus aliados locales habían
fallado en aquello de obtener el poder de manera pacífica. Pese al
dominio sobre la policía secreta y la radio, los comunistas y sus
mandamases soviéticos no eran precisamente populares en Europa del Este
hacia 1948.
La segunda parte de Iron curtain, la parte realmente dura,
trata acerca de cómo fue que, ante el fracaso recién descrito, los
comunistas locales endurecieron sus técnicas de amedrentamiento, abuso y
alienación, poniendo en práctica todo aquello que sí había funcionado
en la URSS: una nueva oleada de arrestos masivos, la expansión de los
campos de trabajos forzados y un control férreo sobre la prensa, los
intelectuales y el arte en general. El “alto estalinismo” se había
puesto así en movimiento. Sin embargo, volvieron a fallar: tras la
muerte de Stalin, ocurrida en 1953, una serie de levantamientos menores y
mayores arrasó el bloque oriental.
Aun así, como bien sabemos, el yugo soviético triunfó en Europa del
Este. Nadie en 1945 podría haber previsto que Hungría, un país con lazos
antiguos hacia las tierras germanoparlantes del Occidente, o que
Polonia, con su fiera tradición antibolchevique, o que Alemania del
Este, con su pasado nazi, permanecerían por cerca de medio siglo bajo el
paraguas de la Unión Soviética. Para Hannah Arendt, la historia de
posguerra del bloque oriental siempre fue muy poco interesante: “Es como
si los mandamases rusos hubiesen repetido todos los escenarios de la
Revolución de Octubre hasta que emergiera una dictadura totalitaria;
esta historia, por lo tanto, aunque inenarrablemente horrible, no tiene
mucho interés por sí misma y varía muy poco”.
Evidentemente, Anne Applebaum contradice categóricamente a Hannah
Arendt. Y en este libro fundamental, la autora expresa detalladamente
todos sus descargos: “Los mandamases rusos no siguieron al pie de la
letra los convulsos escenarios de la Revolución de Octubre en Europa del
Este. Aplicaron sólo aquellas técnicas que sabían que tendrían alguna
posibilidad de éxito, y atacaron sólo aquellas instituciones que creían
absolutamente indispensable destruir. Debido a ello es que esta historia
resulta tan interesante: nos habla acerca de la mentalidad totalitaria,
de las prioridades soviéticas y del pensamiento soviético de manera más
profunda que cualquier estudio de la historia soviética en sí misma”.
- 28 de marzo, 2016
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