El ataque al individuo
Tu masa de oprimidos y de parias
–le contesté– no es más que una abstracción. Sólo los individuos existen, si es
que existe alguien. Jorge Luis Borges
Aunque no hay nada más concreto que nuestra vida, con sus
dolores y placeres, muchos hombres han optado por menospreciarla, prefiriendo
defender aquello que no le resulta esencial. Según esta óptica, las angustias
personales no tendrían relevancia, porque contaríamos con un sistema que nos
exige considerar asuntos objetivos. Éste sería el único camino que nos conduce
a la verdad; las demás alternativas podrían exponernos al error, por lo cual
deben ser descartadas. Así, bendecido por una supuesta imparcialidad, el
estudio de la totalidad se sobrepuso al interés que gira en torno a los hechos
singulares.
Hegel dispuso lo que se debía realizar: entender el
sistema; por tanto, las individualidades no servían sino para perjudicar tal
cometido. Lamentablemente, un absurdo como éste no ha dejado de ganar
seguidores que nos fastidian con su desdén hacia lo subjetivo.
La falta de valor que se reconoce a los individuos puede
notarse, con claridad, en el ámbito político. No importa que un Estado se haya
levantado para garantizar, en primer lugar, el ejercicio de los derechos del
hombre; éste podría ser amparado sólo cuando integrara un grupo. Pertenecer a
cualquier asociación, entonces, es el requisito que debe cumplirse si queremos
ser atendidos prósperamente por las autoridades. Aun cuando su genialidad no
admita comparación, la queja de un ciudadano jamás tendrá efectos similares a
las reclamaciones gritadas por una muchedumbre. La cantidad es, pues,
determinante al momento de ponderar las demandas presentadas por los sujetos
que permiten gobernar. Los demagogos, hábiles en el manejo de rebaños, se han
percatado de esto y conocen cuánto provecho puede generar ceñirse a lo
requerido por la turba.
La sociedad contribuye al maltrato de quienes no aprueban
una cultura favorable al gregarismo. Lo sensato parece asociarse con otros
mortales para satisfacer necesidades elementales; empero, la norma
contemporánea es que las afiliaciones deban ser multiplicadas hasta el vértigo.
Siguiendo esta lógica, se sostiene que la soledad no puede proporcionarnos
ningún tipo de júbilo.
Además, para persuadirnos de sumarnos al conjunto,
perdiendo esa soberanía que justifica nuestra mezquindad, se anuncia una opresión
inevitable. Con la mira de conseguir fines supuestamente superiores, no habría
campo en donde su imperio colectivo fuese inadmisible. Esto tendría el objetivo
de beneficiar a las agrupaciones. Porque, cuando se forma parte de una entidad,
sea pública o privada, el deber es lograr metas que estén más allá del
individuo. Velar por los intereses propios, aquéllos que posibilitan goces e
impulsan nuestro avance, es juzgado negativo.
Por suerte, desde que los existencialistas irrumpieron en
la historia del pensamiento, lo individual ha merecido mayores atenciones.
Durante la primera mitad del siglo XIX, Kierkegaard se rebeló en contra de
ideas que glorificaban las abstracciones. Este filósofo, cuya presencia en la
Tierra fue breve pero excepcional, criticó que no analizáramos los temores,
desesperaciones y esperanzas del hombre singular. Es cierto que se había
teorizado bastante acerca de nuestra naturaleza; no obstante, los conceptos
elaborados eran insuficientes para una cuestión tan básica como ayudarnos a
vivir. Los grandes sistemas no aportan al esclarecimiento de las dudas que nos
agobian; en consecuencia, debemos plantear nuevos interrogantes. Asimismo, esta
laudable postura nos impone la obligación de negar toda supremacía que una
multitud se atribuya. No podemos cometer la imbecilidad de minimizarnos; las
esclavitudes del pasado se consumaron gracias a ello. En suma, éstos son
algunos postulados de una cruzada que, pese a los ataques recibidos, tiene como
propósito la dignificación del individuo. Huelga decir que únicamente los seres
con alma de siervos podrían oponerse a respaldarla.
El autor es escritor,
político y abogado.
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