¿Qué quedará de la revolución bolivariana?
La verdadera prueba
del valor de un estadista no está en lo que hace en vida, sino en el
legado que deja luego de su muerte. En la discusión acerca de la salud del presidente venezolano, Hugo Chávez
, se suele dejar de lado el punto central: qué ocurrirá con el país
cuando el primer mandatario deje el poder. El 10 de enero Chávez debe
asumir su cuarto mandato consecutivo, pero su situación, admiten fuentes
oficiales, es "muy preocupante". ¿Puede funcionar el sistema político
venezolano sin la figura, no ya del presidente, sino de este particular
presidente? ¿Qué quedará de la revolución bolivariana luego de desaparecido el comandante?
Tanto para quienes simpatizan con el actual mandatario
como para quienes lo desprecian, el futuro de la nación caribeña se
juega en los partes médicos que salen de La Habana. Y es cierto. En los
regímenes que se autodenominan fundacionales o revolucionarios, las
personalidades de quienes ocupan el poder son la clave, ya que el poder
de las instituciones para modificar la conducta es mínimo. El
revolucionario es una figura romántica, rebelde y luchadora que prefiere
la muerte antes que comprometer cualquier aspecto de su ideario. Hasta
la victoria siempre o nada. No negocia ni pacta. El estadista sabe que
la realidad es cambiante y compleja. No muere por sus ideales porque
debe construir realidades que continúen vigentes con posterioridad a su
desaparición.
No es cierto que la única forma de ejecutar un proyecto
de transformación política y social sea amasar un poder omnímodo. No es
verdad la narrativa épica que postula que sólo a través de la derrota
de los poderosos se puede alumbrar un edén igualitario de solidaridad.
No porque a los poderosos haya que darles carta blanca para que hagan lo
que quieran, sino porque en el proceso de destronar a los antiguos
poderosos se han creado nuevos. El rey ha muerto, viva el rey. Ah, pero
este rey y estos nuevos poderosos son diferentes -reza el argumento-
porque el rey es un revolucionario. Pero el poder -como el anillo de
Tolkien- fluye, pasando de uno a otro en una lógica con voluntad propia.
Muchos revolucionarios dicen estar acompañando el
cambio histórico del pueblo, pero invariablemente se atrincheran en el
poder mientras el pueblo espera el cambio. Una excepción fue George
Washington, primer presidente de Estados Unidos. Cuando en 1796 entregó
el poder a John Adams de manera pacífica y manteniendo la estabilidad de
la polis norteamericana, Washington sabía que su renuncia a eternizarse
rubricaba la institucionalización de los principios de alternancia y de
soberanía popular. Lo opuesto es un proyecto que acaba con la persona,
como el de Luis XIV: "Luego de mí, el diluvio". Si el poder es de los
representados, entonces las instituciones -en este caso la presidencial-
deben fomentar que a ellos retorne.
Cuando la causa o el modelo buscan remover todo límite
al poder, el pueblo debería temblar más que celebrar. Más de una vez, la
retórica revolucionaria ha escondido proyectos totalitarios
verticalistas. El culto irracional al héroe/líder se utiliza siempre
como excusa para justificar los excesos de poder y los recortes a las
libertades individuales. Las leyes están para proteger a los ciudadanos
de los excesos del poder. Si no lo hacen, la solución no está en delegar
a un tirano benévolo, sino en que el pueblo tenga voz y poder de
decisión. Los salvadores de la Patria suelen ser megalómanos. A la
Patria no la redime una vanguardia esclarecida; se construye entre
todos. El poder no es una recompensa para manipular la sociedad como una
extensión del ego individual, sino una responsabilidad que convoca a la
acción de los representados.
La sucesión pone a prueba la supervivencia del sistema
político. Si las instituciones son plurales, se reacomodan cuando se
reconfigura la distribución del poder. Pero si fomentan la perpetuación
en el poder, entonces aumenta el faccionalismo y la polarización. Sin
mediación institucional, los conflictos se tornan confrontaciones y se
dispara un ciclo de enfrentamiento. Cuando Chávez no esté, les tocará a
los venezolanos evaluar lo que el sueño bolivariano supo construir.
© LA NACION.
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