Chávez, los Castro y la inútil selección del heredero
Hugo Chávez y los hermanos Castro sabían que las
posibilidades de supervivencia del venezolano eran casi nulas y
comenzaron a preparar el postchavismo desde el verano del 2011.
Tratarían, claro, de curar al locuaz teniente coronel, pero desde que
los médicos advirtieron la clase de cáncer que padecía –un agresivo y
raro rabdomiosarcoma–, la gravedad y extensión de la metástasis, y lo
tarde que había llegado al quirófano, nadie se hacía ilusiones.
Salvo
que ocurriera un milagro, Chávez estaba condenado a morir a corto
plazo. Por eso ocultaron la información médica y manejaron la crisis con
total secretismo. No se trataba de un capricho. Era una forma
desesperada e incómoda de control político. Resultaba vital mantener la
ilusión de que Chávez se salvaría para que no se desataran las
ambiciones dentro de la inquieta tribu de los presuntos herederos.
Para
los cubanos, era esencial dormir a todos los venezolanos, pero muy
especialmente a los chavistas, con el objeto de poder controlar y
manejar la transmisión de la autoridad en Caracas, de manera que no se
les escapara el enorme subsidio venezolano, calculado en diez mil
millones de dólares anuales por el Instituto de Estudios Cubanos de la
Universidad de Miami. El argumento invocado, naturalmente, no sería ése,
sino “la necesidad de salvar la revolución bolivariana”.
En
agosto del 2012, los Castro, y los médicos dedicados a atender a tan
delicado paciente, convinieron en que el desenlace podría precipitarse y
no había garantía alguna de que Chávez pudiera llegar en forma física y
mental razonable a las elecciones presidenciales de diciembre (lo que
resultó exacto), así que adelantaron los comicios al 7 de octubre. Esos
dos meses eran cruciales.
En ese momento ya los Castro tenían muy
claro que el mejor sustituto de Chávez, desde la perspectiva de los
intereses cubanos, era Nicolás Maduro. Era un hombre razonablemente
inteligente, o al menos palabrero y memorioso, capaz de armar vistosos
sofismas históricos, como les gustan tanto a Fidel como a Hugo. Era
dócil, obediente, y se subordinaba, como Chávez, a la supremacía moral e
ideológica del castrismo. Parecía ser un discípulo atento y
disciplinado.
Además, como suele ocurrir muchas veces en el
mundillo político, para los Castro, una de sus ventajas comparativas era
la indefensión. Nicolás Maduro no fue parte del intento de golpe de
1992. No tenía raíces en el ejército. No controlaba al Partido
Socialista Unido de Venezuela, y ya ni siquiera era miembro de la
Asamblea Nacional. En realidad, su único asidero en el poder era el
respaldo de un Chávez agonizante y el apoyo de los cubanos.
Los
Castro, que tienen instinto para la maniobra y una capacidad asombrosa
para desplumar a sus aliados, pensaron que, de la misma manera que Hugo
Chávez encontró en Cuba una fuente esencial de sustento estratégico,
iniciativas internacionales e información sobre amigos y enemigos,
Nicolás Maduro, dada su debilidad dentro de los grupos de poder
venezolanos, repetiría el mismo esquema de dependencia emocional y
política.
Por supuesto, dentro de la sociedad venezolana, incluso
dentro del chavismo, hay muchas personas, y algunas de ellas con mando,
que no ven con buenos ojos la arrogante injerencia cubana en los asuntos
del país. Les resulta inconcebible que una pobre y atrasada isla del
Caribe, seis veces más pequeña, con menos de la mitad de la población,
pésimamente administrada por una dinastía familiar-militar desde hace 54
años, que trata de cambiar su modelo económico porque sabe que es un
desastre, a la que hay que subsidiar copiosamente para que no colapse,
gobierne a los venezolanos y elija al heredero de Hugo Chávez. Jamás se
había visto un despropósito semejante.
Pronto los Castro van a
comprobar cuán difícil es controlar el destino de otra nación, a menos
de que la ocupen militarmente, algo absolutamente impensable. Será
entonces cuando entenderán el significado profundo de la desconsolada
frase pronunciada por Bolívar: “he arado en el mar”. Lo probable es que,
tras el entierro de Chávez, pese a todos los desvelos para controlar al
sucesor, ocurra lo mismo con el subsidio venezolano. No tardará en ser
un recuerdo.
El autor es periodista y escritor. Su último libro es la novela Otra vez adiós.
© Firmas Press
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