Apogeo y decadencia de Occidente
![6a00d8341c595453ef017c35b359ae970b](https://www.elindependent.org/wp-content/uploads/2013/01/6a00d8341c595453ef017c35b359ae970b.jpg)
El País, Madrid
En su ambicioso libro Civilización: Occidente y el resto,
Niall Ferguson expone las razones por las que, a su juicio, la cultura
occidental aventajó a todas las otras y durante quinientos años tuvo un
papel hegemónico en el mundo, contagiando a las demás con parte de sus
usos, métodos de producir riqueza, instituciones y costumbres. Y,
también, por qué ha ido luego perdiendo brío y liderazgo de manera
paulatina al punto de que no se puede descartar que en un futuro
previsible sea desplazada por la pujante Asia de nuestros días
encabezada por China.
Seis son, según el profesor de Harvard, las razones que instauraron
aquel predominio: la competencia que atizó la fragmentación de Europa en
tantos países independientes; la revolución científica, pues todos los
grandes logros en matemáticas, astronomía, física, química y biología a
partir del siglo XVII fueron europeos; el imperio de la ley y el
gobierno representativo basado en el derecho de propiedad surgido en el
mundo anglosajón; la medicina moderna y su prodigioso avance en Europa y
Estados Unidos; la sociedad de consumo y la irresistible demanda de
bienes que aceleró de manera vertiginosa el desarrollo industrial, y,
sobre todo, la ética del trabajo que, tal como lo describió Max Weber,
dio al capitalismo en el ámbito protestante unas normas severas,
estables y eficientes que combinaban el tesón, la disciplina y la
austeridad con el ahorro, la práctica religiosa y el ejercicio de la
libertad.
El libro es erudito y a la vez ameno, aunque no excesivamente
imparcial, pues privilegia los aportes anglosajones y, por ejemplo,
ningunea los franceses, y acaso sobrevalora los efectos positivos de la
reforma protestante sobre los católicos y los laicos en el progreso
económico y cívico del Occidente. Pero tiene muchos aspectos originales,
como su tesis según la cual la difusión de la forma de vestir
occidental por todo el mundo fue inseparable de la expansión de un modo
de vida y de unos valores y modas que han ido homogenizando al planeta y
propulsando la globalización. Por eso, con argumentos muy convincentes
Niall Ferguson sostiene que la promoción del pañuelo y el velo islámicos
no es una moda más, sino forma parte de una agenda cuyo objetivo último
es limitar los derechos de la mujer y conquistar una cabecera de playa
para la instauración de la sharía . Así ocurrió en Irán tras la
Revolución de 1979 cuando los ayatolás emprendieron la campaña
indumentaria contra lo que llamaban la “occidentoxicación” y así
comienza a ocurrir ahora en Turquía, aunque de manera más lenta y
solapada.
Ferguson defiende la civilización occidental sin complejos ni
reticencias pero es muy consciente del legado siniestro que también
constituye parte de ella —la Inquisición, el nazismo, el fascismo, el
comunismo y el antisemitismo, por ejemplo—, pero algunas de sus
convicciones son difíciles de compartir. Entre ellas la de que el
imperialismo y el colonialismo, haciendo las sumas y las restas, y sin
atenuar para nada las matanzas, saqueos, atropellos y destrucción de
pueblos primitivos que causaron, fueron más positivos que negativos pues
hicieron retroceder la superstición, prácticas y creencias bárbaras e
impulsaron procesos de modernización. Tal vez esto valga para algunas
regiones específicas y ciertos tipos de colonización, como los que
experimentó la India, pero difícilmente sería válido en el caso de otros
países, digamos del Congo, cuya anarquía y disgregación crónicas
derivan en gran parte de la ferocidad de la explotación y del genocidio
de sus comunidades que impuso el colonialismo belga.
El libro dedica muchas páginas a describir la fascinante
transformación de la China colectivista y maoísta del Gran Salto
Adelante y la Revolución Cultural de Mao Tse-tung a la que impulsó Deng
Xiaoping, la de un capitalismo a marchas forzadas, abriendo mercados,
estimulando las inversiones extranjeras y la competencia industrial,
permitiendo el crecimiento de un sector económico no público y de la
propiedad privada, pero conservando el autoritarismo político. Al igual
que la Inglaterra de la Revolución Industrial que estudió Max Weber, el
profesor Ferguson destaca el poco conocido papel que ha desempeñado
también en China, a la vez que su economía se disparaba y batía todos
los récords históricos de progreso estadístico, el desarrollo del
cristianismo, en especial el de las iglesias protestantes. Las cifras
que muestra en el caso concreto de la ciudad de Wenzhou, provincia de
Zhejiang, la más emprendedora de China, son impresionantes. Hace treinta
años había una treintena de iglesias protestantes y ahora hay 1.339
aprobadas por el gobierno (y muchas otras no reconocidas). Llamada “la
Jerusalén china”, en Wenzhou buen número de empresarios emergentes
asumen abiertamente su condición de cristianos reformados y la asocian
estrechamente a su trabajo. La entrevista que celebra Ferguson con uno
de estos prósperos “jefes cristianos” de Wenzhou, llamado Hanping Zhang,
uno de los mayores fabricantes de bolígrafos y estilográficas del
mundo, es sumamente instructiva.
Aunque no lo dice explícitamente, todo el contenido de Civilización: Occidente y el resto
deja entrever la idea de que el formidable progreso económico de China
irá abriendo el camino a la democracia política, pues, sin la
diversidad, la libre investigación científica y técnica y la permanente
renovación de cuadros y equipos que ella estimula, su crecimiento se
estancaría y, como ha ocurrido con todos los grandes imperios no
occidentales del pasado —Ferguson ofrece una apasionante síntesis de esa
constante histórica—, se desplomaría. Si eso ocurre, el liderazgo que
la civilización occidental ha tenido por cinco siglos habrá terminado y
en lo sucesivo serán China y un puñado de países asiáticos quienes
asumirán el papel de naves insignias de la marcha del mundo del futuro.
Las críticas de Niall Ferguson al mundo occidental de nuestros días
son muy válidas. El capitalismo se ha corrompido por la codicia
desenfrenada de los banqueros y las élites económicas, cuya voracidad,
como demuestra la crisis financiera actual, los ha llevado incluso a
operaciones suicidas, que atentaban contra los fundamentos mismos del
sistema. Y el hedonismo, hoy día valor incontestado, ha pasado a ser la
única religión respetada y practicada, pues las otras, sobre todo el
cristianismo tanto en su variante católica como protestante, se encoge
en toda Europa como una piel de zapa y cada vez ejerce menos influencia
en la vida pública de sus naciones. Por eso la corrupción cunde como un
azogue y se infiltra en todas sus instituciones. El apoliticismo, la
frivolidad, el cinismo, reinan por doquier en un mundo en el que la vida
espiritual y los valores éticos conciernen sólo a minorías
insignificantes.
Todo esto tal vez sea cierto, pero en el libro de Niall Ferguson hay
una ausencia que, me parece, contrarrestaría mucho su elegante
pesimismo. Me refiero al espíritu crítico, que, en mi opinión, es el
rasgo distintivo principal de la cultura occidental, la única que, a lo
largo de su historia, ha tenido en su seno acaso tantos detractores e
impugnadores como valedores, y entre aquellos, a buen número de sus
pensadores y artistas más lúcidos y creativos. Gracias a esta capacidad
de despellejarse a sí misma de manera continua e implacable, la cultura
occidental ha sido capaz de renovarse sin tregua, de corregirse a sí
misma cada vez que los errores y taras crecidos en su seno amenazaban
con hundirla. A diferencia de los persas, los otomanos, los chinos, que,
como muestra Ferguson, pese a haber alcanzado altísimas cuotas de
progreso y poderío, entraron en decadencia irremediable por su
ensimismamiento e impermeabilidad a la crítica, Occidente —mejor dicho,
los espacios de libertad que su cultura permitía— tuvo siempre, en sus
filósofos, en sus poetas, en sus científicos y, desde luego, en sus
políticos, a feroces impugnadores de sus leyes y de sus instituciones,
de sus creencias y de sus modas. Y esta contradicción permanente, en vez
de debilitarla, ha sido el arma secreta que le permitía ganar batallas
que parecían ya perdidas.
¿Ha desaparecido el espíritu crítico en la frívola y desbaratada
cultura occidental de nuestros días? Yo terminé de leer el libro de
Niall Ferguson el mismo día que fui al cine, aquí en New York, a ver la
película Zero Dark Thirty, de Kathryn Bigelow, extraordinaria
obra maestra que narra con minuciosa precisión y gran talento artístico
la búsqueda, localización y ejecución de Osama bin Laden por la CIA.
Todo está allí: las torturas terribles a los terroristas para
arrancarles una confesión; las intrigas, las estupideces y la pequeñez
mental de muchos funcionarios del gobierno; y también, claro, la
valentía y el idealismo con que otros, pese a los obstáculos
burocráticos, llevaron a cabo esa tarea. Al terminar este film genial y
atrozmente autocrítico, los centenares de neoyorquinos que repletaban la
sala se pusieron de pie y aplaudieron a rabiar; a mi lado, había
algunos espectadores que lloraban. Allí mismo pensé que Niall Ferguson
se equivocaba, que la cultura occidental tiene todavía fuelle para mucho
rato.
© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2013
© Mario Vargas Llosa, 2013
- 8 de septiembre, 2014
- 17 de febrero, 2025
- 16 de febrero, 2025
- 15 de febrero, 2025
Artículo de blog relacionados
- 26 de abril, 2010
Por Rómulo López Sabando El Expreso de Guayaquil Grave crisis vive la República....
15 de abril, 2008Infobae Con el tiempo, la palabra 'discriminación' ha tomado más corrientemente la acepción...
21 de septiembre, 2016El Nuevo Herald Interpretar y desarrollar actividades contra un régimen despótico fundamentado en...
19 de febrero, 2014