Carlos Fuentes, exégeta del poder
PARÍS.- Federico en su balcón es el testamento
literario de Carlos Fuentes, no sólo porque es el último de sus libros,
sino porque la novela nos deja una lección definitiva para aprender lo
que él fue como escritor y lo que como escritor seguirá siendo en el
futuro. Un retrato hablado suyo, y un retrato múltiple, porque como
narrador se multiplica en todos sus personajes, infundiéndoles aliento y
pensamiento, y creando entre todos ellos esa contradicción espiritual y
filosófica que siempre bulló en el alma de Fuentes, una dialéctica
múltiple que abre interrogantes múltiples, sin intentar respuestas
aguafiestas. Es lo que siempre hizo a lo largo de su vida y de sus
libros, interrogar, cuestionar, abrir la ventana, asomarse, agarrar las
verdades establecidas por el rabo y hacerlas chillar.
La última obra narrativa de Fuentes es el cierre de un ciclo de novelas sobre el poder que despunta en 1958 con La región más transparente , una coral de la ciudad de México donde hablan en contrapunto los opresores y los oprimidos; alcanza una de sus cimas con La muerte de Artemio Cruz en 1963, un gran retrato del caudillo enriquecido, sorprendido por el novelista en su lecho de agonía; seguirá en 1985 con Cristóbal Nonato , el niño que comienza a ser testigo presencial de la historia de México desde que se halla en el vientre de su madre; luego Los años con Laura Díaz
(1999), una visión que nos será dada a través del ojo de una mujer que
vive la historia, y no sólo la acompaña desde el plano subalterno de la
tradicional soldadera. Todo un friso en movimiento al que no basta el
pasado, ni siquiera el presente, y Fuentes echa entonces mano del
futuro, como en La silla del águila , su novela de 2003, que pertenece también a este ciclo que sólo la muerte pudo cerrar con Federico en su balcón . Un ciclo, como se ve, que duró toda su vida.
Los dos narradores de esta última novela se asoman cada
a uno a su balcón, balcones vecinos de dos habitaciones vecinas del
hotel Metropole, que dan a una calle de una ciudad ignota pero conocida,
o reconocible, una o muchas ciudades, o una fantasmagoría de ciudad;
los dos dialogan al aire libre, y mientras filosofan, porque las
preguntas que se hacen tienen que ver con la vida y con la muerte, con
el destino, y sobre todo con el poder, arman al mismo tiempo un
escenario en el que van dando entrada a los personajes de la novela,
todos ellos estrafalarios pero paradigmáticos. Increíbles y creíbles. Y
la gran representación del teatro del mundo comienza.
Federico interroga a su vecino de balcón, y su vecino
lo interroga a su vez, dos desconocidos que se hablan y hablan hacia la
galería y hacia la calle. Hacia la platea. Federico Nietzsche, que
regresa a una edad moderna incierta con sus dudas, sus viejos
interrogantes y sus viejas culpas pesimistas, interroga a Federico
Nietzsche en el otro balcón. Carlos Fuentes, desde el suyo, interroga a
Carlos Fuentes que se asoma al otro. Entre ambos hay colocados espejos
que los reflejan a ellos y reflejan a las edades. Carlos Nietzsche y
Federico Fuentes. Entre los dos crean ese teatro en el que caerán
cabezas porque se trata de contar otra vez la vieja historia de la
ambición humana, de la intriga por el poder, del delirio que lleva al
crimen, de la bastardía de la traición, todo porque el poder significa
hilos manejados detrás de las bambalinas, dominio sobre el otro. El
poder, como idea, como pasión y como ignominia.
Llega la revolución que estalla bajo los balcones
gemelos, los telones se agitan, todo se repite, y el teatro es de nuevo
como el de la revolución francesa. Hay tantos ecos de ella en estas
páginas que Dante, uno de los personajes malditos, puede ser de pronto
Dantón, llevado al cadalso en una carreta, denostado por la multitud que
antes lo había aclamado. O la revolución rusa, o la china, o la
mexicana. Los conspiradores que se confabulan para derrocar al régimen
que agoniza son una fraternidad condenada al enfrentamiento, porque el
fruto prohibido es siempre el poder.
Son caudillos, y sólo puede haber uno a un tiempo. Uno
que manda. Caudillos idealistas, caudillos pragmáticos, caudillos
conciliadores, caudillos intelectuales, que van cayendo uno tras otro
ante el altar sangriento de la Verdad, o el de la Razón, como el que
había erigido Robespierre. Todos están condenados de antemano. Y
arribistas, calculadores, oportunistas, manipuladores. Traidores. El que
disiente, se convierte sin remedio en traidor. Unos que manejan los
hilos en la sombra, al mando de las armas, que son las últimas en
hablar, porque es la boca del fusil la que tiene la palabra definitiva, y
otros que se agazapan en espera de que las aguas vuelvan a su cauce.
Toda revolución engendra una contrarrevolución, o al
menos una restauración. El poder mismo con su guadaña disolverá la
fraternidad idealista que ha pensado la revolución y la ha hecho
posible, porque sólo hay un instante para el ideal, el que media entre
el triunfo de la idea y el primer decreto que congela esa idea. Lo demás
comienza a ser tragedia, como Federico lo sabe desde siempre y Carlos
lo sabe desde antes, ambos, desde sus balcones vecinos, apuntadores de
los personajes que tiene cada uno marcado su destino por la deidad ciega
que es el poder. La rueda de la fortuna gira, y regresará al mismo
punto.
La gloria ha llegado, la gloria se ha ido. Volverán los
de antes, a levantar monumentos a los de después, cambiando apenas la
retórica heroica, envolviendo a los sacrificados en un sudario de
palabras. Y cuando Federico y su vecino cierren las puertas de sus
balcones, es porque todo volverá a empezar.
© LA NACION.
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