Las tres heridas de Sonia Sotomayor
Ha sido una sorpresa más que gratificante. Cuando
vi el título del libro que acaba de publicar la jueza de la Corte
Suprema Sonia Sotomayor tuve reparos acerca de lo que podía esperar de
sus memorias. A primera vista el título en cuestión, Mi mundo adorado
(Vintage Español), me pareció blando y tuve la (infundada) sospecha de
que podía tratarse de una semblanza edulcorada, sobre todo viniendo de
una figura que está sujeta a las restricciones lógicas del importante
cargo que ocupa desde 2009, cuando el presidente Obama nominó a
Sotomayor, convirtiéndose en la primera mujer hispana en la más alta
instancia judicial de Estados Unidos.
Y si digo que mi reticencia
inicial fue infundada es porque en cuanto comencé a leer el libro, que
salió a la venta el pasado 15 de enero, ya no pude dejarlo hasta el
final. Resulta ser que Sotomayor eligió un extracto de un poema del
poeta puertorriqueño José Gautier Benítez como punto de partida de un
viaje regresivo, desde su infancia hasta su primer nombramiento como
jueza federal en 1992, para situarse (y situar al lector) en el
epicentro de la nostalgia por lo que fue, lo que pudo ser y lo que en el
camino se deja atrás, que son los jirones de la vida misma. Y qué mejor
imagen para ilustrar el paraíso perdido, ese mundo adorado, que el de
Puerto Rico, la isla que sus padres abandonaron en busca de un destino
mejor en el Bronx de Nueva York.
De ese modo arrancan las
memorias de Sotomayor, una niña que nació y creció en la jungla de
asfalto de un barrio marginal en cuyas peligrosas calles muchos de sus
amigos de la infancia, incluso familiares próximos, se extraviaron en el
laberinto de las drogas, la delincuencia o la bebida. Porque si algo
aprendió muy pronto esta nuyorican que ha llegado a lo más alto, es que
para los más indefensos el viaje vital está minado de sufrimiento y
carencias que en cualquier momento pueden torcerlo todo.
En el
caso de la juez Sotomayor su primer dolor, y que en el libro lo señala
como un antes y un después, es la muerte prematura de su padre
alcohólico. En aquel humilde apartamento en los Proyectos Bronxdale la
pequeña Sonia quedó huérfana junto a su hermano Juan y Celina, su madre.
Nada estaba a su favor para salir adelante, sumidos en un entorno
socio-económico que ofrecía muy pocas salidas más allá del Barrio. Sin
embargo, cada página de Mi mundo adorado es el peregrinaje en el que
Sotomayor nos lleva de la mano y del corazón para demostrar que un niño
puede escapar de la fatalidad determinista por una mezcla de razones: la
autoexigencia, el amor incondicional de un ser querido y también el
azar.
Es verdad que Sonia vino al mundo en un hogar sin recursos,
pero su madre, que aún vive y ha podido disfrutar de los éxitos de su
hija, ha sido un pilar en la educación y disciplina de unos chiquillos
que habrían podido anclarse en el círculo de la pobreza del que es tan
difícil escapar. En el colegio Sonia despuntó como una alumna brillante
hasta ser admitida en Princeton y posteriormente en Yale para cursar
derecho. Hoy en día su hermano es un destacado médico. Y si Celina ha
sido crucial, también lo fue Mercedes, su idolatrada abuela paterna que
en todo momento le reforzó la autoestima a su precoz nieta. En la
humilde vivienda no había muebles lujosos, pero con los escasos ahorros
se compró una Enciclopedia Británica para que los niños viajaran con el
conocimiento y la imaginación.
En sus conmovedoras memorias,
escritas con una prosa sencilla que es el reflejo de un espíritu
campechano, la prioridad de Sotomayor es compartir con el lector su
inmenso agradecimiento por lo que tiene, “lo que me ha hecho ser quien
soy”. Y es que su historia es la forja de un ser humano excepcional a
pesar, o como consecuencia, de las trabas que ha enfrentado: la severa
diabetes que diagnosticaron en la infancia. El infeliz matrimonio de sus
padres. Las dificultades económicas. El reducido universo del Bronx. Su
total dedicación a su profesión, renunciando a la maternidad y a la
posibilidad de construir una relación amorosa duradera. Una carrera de
obstáculos que ha ido venciendo como la más experimentada atleta
olímpica, aferrada a la antorcha de sus sueños, que desde niña la
situaban como juez en una corte donde se impartiría justicia sin olvidar
la compasión.
Hasta el mismo día en que el presidente Obama la
llamó para darle la buena nueva de su nominación a la Corte Suprema,
Sonia se ha preguntado una y mil veces por qué ella se salvó mientras
otros se quedaron varados en el pedregoso camino. A lo largo del libro
se refiere a ello como la “culpa del sobreviviente”. Ese pesar que
arrastró en la universidad tras ser admitida, amén de sus indiscutibles
méritos, por la iniciativa de Afirmación Afirmativa que hasta el día de
hoy defiende con argumentos de peso. Una culpa que su mente práctica y
racional convirtió en el propósito de servir a la sociedad como pago por
los bienes que ella ha recibido y que ganó a pulso.
Otro poeta,
el español Miguel Hernández, escribió: “Llegó con tres heridas. La del
amor la de la muerte y la de la vida”. Tres heridas que conoce bien
Sonia Sotomayor. Feliz superviviente de todas las batallas.
© Firmas Press
- 23 de julio, 2015
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