Alumbramiento en agosto
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El País, Madrid
Sólo hay un placer más grande que leer una obra maestra y es releerla. William Faulkner escribió Light in August
en seis meses, entre agosto de 1931 y febrero de 1932, y sólo hizo unas
pocas enmiendas al corregir las pruebas, algo que maravilla dada la
complejidad de la estructura y la perfección de la prosa con que está
escrita la novela, sin un solo desfallecimiento de principio a fin. Se
ha traducido al español como Luz de agosto pero, ahora que
acabo de leerla de nuevo luego de dos o tres décadas, tiendo a dar la
razón a quienes piensan que acaso hubiera sido más justo llamarla en
nuestro idioma Alumbramiento en agosto.
Porque el nacimiento del niño de Lena Grove y el borrachín, vago y
canallita Lucas Burch, que ocurre en el corazón del verano sureño y que
trae al mundo con sus manos el reverendo Hightower, es un hecho central
del que arrancan o con el que coinciden hechos capitales de la historia,
una de las más deslumbrantes y violentas de la saga de Yoknapatawpha
County. El mundo al que viene a habitar esta desamparada criatura, pese a
estar como en los márgenes de la civilización, una tierra pobre,
antigua, aislada y salvaje, se parece mucho al de nuestros días, porque
está devastado como el de hoy por el fanatismo religioso, los prejuicios
raciales, el despotismo y una falta de solidaridad que hace vivir a los
seres humanos en el miedo y la soledad y los empuja a menudo a la
locura.
No son la política ni la codicia lo que más envenena la vida de las
gentes en la sociedad donde el mulato Joe Christmas padece la maldad de
los otros e inflige la suya a los demás, sobre todo a las mujeres, sino
la religión. Es verdad que Christmas no muere asesinado y castrado por
un pastor sino por el ultranacionalista y patriota Percy Grimm,
convencido de que “la raza blanca es superior a todas las otras y la de
América superior a todas las otras razas blancas”, pero igual hubiera
podido asesinarlo y castrarlo su propio abuelo, el viejo Doc Hines, que
iba a predicar a las iglesias de la gente de color sus convicciones
racistas y, en vez de ser linchado por ellas, fue respetado y alimentado
por los negros asustadizos y reverentes que lo escuchaban y le creían.
La esclavitud ha sido abolida en el condado, pero no la mentalidad que
la sostenía y que sigue vigente, en las costumbres, en el lenguaje
cotidiano, en el desprecio y la marginación de los blancos —sobre todo
de las blancas— que socializan con los negros como si fueran seres
humanos, y los linchamientos a quienes osan transgredir las invisibles
pero estrictas fronteras raciales que regulan la vida.
El padre adoptivo de Joe Christmas, que lo rescata del orfanato donde
lo abandonó el abuelo, el fanático Mr. McEachern, le hace aprender el
catecismo a latigazos y quiere, además, inculcarle que Dios creó a la
mujer —esa Jezabel— para tentar al hombre, hacerlo pecar y condenarse al
infierno, una idea generalizada entre los pobladores de Jefferson, la
capital del condado, de la que participa incluso uno de los personajes
menos repelentes del lugar, el reverendo Hightower, quien trata por
todos los medios de impedir que el buenazo de Byron Bunch se case con la
madre soltera (en otras palabras, pecadora) Lena Grove. El horror a las
mujeres del extraordinario Hightower, que, antes de ser expulsado de la
parroquia presbiteriana que regentaba, solía mezclar en sus sermones
las alegorías bíblicas con una carga de caballería en la que participó
su abuelo durante la guerra civil, se acentuó con su matrimonio: estuvo
casado con una mujer que escapaba los fines de semana a Menfis para
prostituirse y terminó suicidándose.
Al igual que la religión, el sexo es en el mundo puritano de Faulkner
algo que atrae y espanta al mismo tiempo, una manera de desfogarse de
ciertos humores destructivos que turban la conciencia, de ejercer el
dominio y la fuerza contra el más débil, de abandonarse al instinto con
la brutalidad ciega de los animales en celo. Nadie goza haciendo el
amor, nadie siente el sexo como una manera de enriquecer la relación con
su pareja y vivir así una experiencia que exalta el cuerpo y el
espíritu. Por el contrario, al igual que Joe Christmas, que hace pagar
en la cama a las mujeres que se acuestan con él las humillaciones y
vejaciones que ha recibido y el rencor que tiene empozado en el alma, el
ayuntamiento sexual es en este mundo de fornicantes reprimidos y
tortuosos una manera de vengarse, de hacer sufrir al otro, de inmolarse
en la vergüenza y en la culpa. Cuando Percy Grimm lleva a cabo la
mutilación del mulato, simbólicamente se automutila, que es lo que, en
el fondo sucio de sus corazones, quisieran hacer todos esos puritanos de
Yoknapatawpha horrorizados de tener urgencias sexuales y convencidos de
que por ellas arderán por la eternidad.
¿Por qué nos hechiza de esta manera un mundo en el que hay tanta
gente malvada y estúpida que usa la religión para justificar sus
inclinaciones perversas y sus taras y prejuicios? Es verdad que, entre
esa muchedumbre de pobres diablos despreciables, aparecen también
algunas personas sanas y bien intencionadas, como Byron Bunch o la
propia Lena Grove, pero incluso ellas parecen ser buenas gentes más por
cándidas o tontas que por generosidad, convicción y principios. La fugaz
aparición del cultivado Gavin Stevens, héroe de tantas aventuras y
desventuras de la saga faulkneriana, reconcilia al lector por un momento
con esa fauna de seres tan horribles.
¿Por qué el hechizo, pues? Porque el genio de Faulkner, como el de
Dostoievski, a quien tanto se parece en sus obsesiones y en la creación
de personajes desorbitados, ha sido capaz de construir una historia, en
la que se muestra sobre todo la dimensión más siniestra y vil de la
condición humana, con tanta astucia, sabiduría y elegancia que, en ella,
esta valencia estética, su belleza verbal, la sutileza con que se
silencian ciertos datos para infundirles ambigüedad y misterio, la sabia
reconstitución del tiempo, el escudriñamiento acerado de los laberintos
psicológicos que mueven las conductas, redimen y justifican el horror
de lo que se cuenta. Y generan la tensión, el alelamiento, las intensas
emociones y el trance psíquico que experimenta el lector. Esas son las
magias y milagros de la gran literatura. De ese baño de mugre salimos
conmovidos, turbados, sensibilizados y mejor instruidos sobre lo que
somos y hacemos. Ahora bien, ¿de veras somos así, esas basuras
ambulantes? ¿Es la vida esa cosa tan terrible? No exactamente. Esa es
sólo una parte de la verdad humana, que ha servido de materia prima al
que cuenta para fantasear una mitología sesgada y soberbia de la vida.
Hay otra, felizmente, que no aparece en esa radiografía parcial y mítica
concebida con tanto maquiavelismo y destreza por el gran novelista
norteamericano.
La literatura no documenta la realidad, la transforma y adultera para
completarla, añadiéndole aquello que, en la vida vivida, sólo se
experimenta gracias al sueño, los deseos y a la fantasía. Pero el
pesimismo de Faulkner nunca se aleja demasiado de lo real. El sur
profundo no es hoy lo que era cuando él lo vivió. Hoy mismo, Barak
Obama, un presidente negro, juramenta por segunda vez en Washington en
el día en que todo Estados Unidos recuerda a Martin Luther King como un
héroe nacional indiscutido. Los prejuicios raciales, aunque no hayan
desaparecido, tienden a declinar, y, al igual que la discriminación de
la mujer, se enmascaran y disimulan porque hay una moral y una legalidad
que los rechazan. En este sentido, la sociedad norteamericana ha
avanzado más rápido que otras, que progresan a paso de tortuga, o
retroceden.
Pero el mundo de nuestros días sigue siendo faulkneriano en lo que
concierne a la religión. En los grandes centros de la civilización
occidental, como la propia sociedad estadounidense, la religión sirve
todavía de refugio a fanáticos e intolerantes que quisieran detener la
historia y hacerla regresar al oscurantismo, aboliendo a Darwin y
reemplazando la teoría de la evolución por el “diseño inteligente
divino”, y no se diga en otras regiones del mundo, como Israel o los
países musulmanes, donde, en nombre de un Dios justiciero e implacable
como el que truena a través de las bocas de los pastores en las iglesias
de Jefferson, se justifican los despojos territoriales, la
discriminación de la mujer y de las minorías sexuales y hasta los
asesinatos y torturas de los adversarios. En The New York Times
de esta mañana leo la historia, en Afganistán, de una jovencita de 16
años que por rehusar casarse con el viejo que la negoció con su padre
luce la cara desfigurada a cuchillazos por su hermano mayor, que de esta
manera lavó el honor de la familia. La nota añade que en los últimos
meses varias decenas de jóvenes afganas han sido asesinadas o mutiladas
por sus propios padres o hermanos por razones parecidas.
Ochenta años después de publicada Light in August, buena
parte del mundo se empeña todavía en parecerse a la pequeña sociedad
apocalíptica de verdugos, víctimas y desquiciados mentales que Faulkner
fantaseó en esta formidable novela.
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