¿Un Estado fuerte para México?
El gran mito de la política mexicana es que en el pasado
existía un Estado fuerte y competente que exitosamente guiaba los
destinos nacionales y que lo único que hace falta es retornar a ese paraíso idílico para que se resuelvan todos nuestros problemas. La
realidad es que el “antiguo régimen” era un sistema autoritario que
imponía orden y, por un buen número de años, una política económica
acorde a los tiempos y exitosa en ese sentido, pero que acabó
por hacer crisis. La combinación de estabilidad política y crecimiento
económico permitió el desarrollo, hasta que las crisis minaron la
legitimidad del sistema y abrieron la caja de Pandora. Ese Estado grande pero débil acabó produciendo crisis, violencia y la dislocación que nos caracteriza. México necesita un nuevo Estado, no la reconstrucción de uno que ni fue tan exitoso ni puede ser recreado.
El retorno del PRI ha generado mucha
nostalgia por la reconstrucción del viejo sistema y revivido la noción
de que el éxito del país depende de la voluntad del gobernante.
Desafortunadamente, se trata de un reto institucional, no individual. El
viejo sistema funcionó en condiciones internas y externas que hoy son
inexistentes y la población le tenía miedo, no respeto, al gobierno. Refiriéndose
a un proceso similar en la Rusia de hoy, hace un par de años Martin
Wolf escribía que “el Estado-KGB es incapaz de entender que el temor y
el respeto son antitéticos, no sinónimos”. Lo que México requiere es una
nueva institucionalidad que permita hacer valer la ley, mantener el
orden y construir una nueva realidad política. Un gobierno eficaz puede
ser instrumental para lograrlo, pero la clave reside no sólo en que las
cosas funcionen sino en el desarrollo de instituciones –pesos y
contrapesos- que le confieran legitimidad y permanencia. La alternativa
sería constreñirse a la eficacia sin modificar la esencia. Aún sin
proponérselo, eso es lo que intentaron los gobiernos anteriores y ahí
tenemos el resultado: independientemente de su habilidad, su principal
problema residió en haber aceptado y hecho suyo el statu quo. El reto es
trascender la (indispensable y bienvenida) eficacia para lograr la
institucionalidad de la que emane un Estado fuerte, funcional y eficaz. Y
también democrático.
La diferencia entre un gobierno eficaz y uno
institucionalizado es enorme. Un gobierno eficaz puede imponer el orden,
modificar los términos de funcionamiento del sistema y llevar a cabo
diversas reformas. El mejor y más exitoso ejemplo de lo anterior
es sin duda Carlos Salinas. Su gobierno se propuso transformar las
estructuras del país y logró redefinir las relaciones entre el gobierno y
los grupos que ahora llamamos “poderes fácticos” e impuso una
serie de reformas que le dieron vida a la economía por las siguientes
décadas. Sin embargo, así como fue exitoso, también mostró las
limitaciones de un proyecto basado meramente en la eficacia: dura
mientras dura y luego se viene abajo porque todo depende de una persona
comandando un gobierno autoritario. Peor cuando sus acciones minaron el
poder de las estructuras que se dedicaban a sostener al sistema.
Un gobierno institucionalizado implica
negociación constante, convencimiento, conflicto y permanente
complejidad. Eso es lo que hemos presenciado en el ámbito legislativo y
en las relaciones entre los estados y el gobierno federal. Es de
anticiparse que esa misma dinámica caracterizará la relación con los
“poderes fácticos”: el SNTE es el más obvio, pero seguramente no será el
último. El gobierno de Peña Nieto ha asumido su responsabilidad de
pacificar al país y de crear condiciones para el crecimiento. Ambas son
necesarias pero no serán suficientes si no entrañan una transformación
radical de la naturaleza del propio gobierno.
Ahí es donde se convierte crucial la relación
entre el ejecutivo y los otros poderes, pero muy en particular con los
partidos de oposición. El Pacto firmado en diciembre es un excelente
comienzo pero es insuficiente, como ha ilustrado la crisis interna
producida por la participación del PAN y del PRD. Esa crisis evidenció
otro de los mitos de nuestra realidad actual: en México no hemos logrado
la institucionalidad de la que emana una oposición leal, término que
implica que un partido reconoce la legitimidad de origen del gobierno
aunque compita en el plano electoral. Algunos políticos –comenzando por
los signatarios del Pacto- así están operando, pero otros sostienen
agendas que los exhiben como desleales en el sentido apuntado antes,
cuando no propensos a la anti-institucionalidad.
Estas realidades se derivan de dos procesos.
El primero tiene que ver con la naturaleza peculiar de la transición
política que, al no ser producto de un acuerdo político amplio con
definiciones precisas de objetivos y procesos, permite que cada actor
político la defina como mejor le convenga. El segundo es producto de las
viejas rivalidades políticas que décadas de competencia electoral han
probado haber sido insuficientes para resolver. Una de estas es la que
domina la política de la izquierda, donde los ex priistas se han
convertido en la fuente principal de oposición desleal. El PAN
no se queda atrás: su división actual revela un desencuentro entre sus
contingentes nacidos en el anti-priismo por antonomasia y quienes
pretenden construir una nueva institucionalidad política.
El gobierno podría aprovechar (e incluso
propiciar) esas divisiones y rivalidades para construir coaliciones
temporales y enfrentar a las oposiciones entre sí para avanzar su
agenda. La pregunta es si eso le daría permanencia y trascendencia. El
ejemplo de la era de reformas de los ochenta y noventa muestra que esa
sería una estrategia funcional, pero miope y propensa a hacer crisis.
La estrategia alternativa implicaría someter al poder ejecutivo a la
ley, algo que jamás ha existido en nuestra historia. En la era de la
Carta Magna, Henry de Bracton escribió que “El Rey se encuentra bajo la
ley porque es la ley la que lo hizo Rey”. Aceptar esa premisa y
convertirla en principio de acción entrañaría una revolución de
concepciones, pero también la oportunidad de construir un sistema
político con viabilidad de largo plazo.
Según Fukuyama, los tres componentes de un
sistema político moderno –y precondición para el florecimiento de una
economía capitalista- son un Estado fuerte y competente, la
subordinación del Estado al reino de la ley y la rendición de cuentas a
la ciudadanía. El nuevo gobierno ha demostrado que es capaz de
lograr la funcionalidad y eficacia en sus actuar cotidiano. Ahora falta
que avance hacia la consolidación de los cimientos de un país moderno.
Luis Rubio es Presidente del Centro de Investigación
para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la
investigación en temas de economía y política, en México.
- 23 de enero, 2009
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