Cómo transformar los cuellos de botella de México
Ningún gobierno, por poderoso que sea, puede hacerlo todo. De hecho,
su función medular no es, ni debería ser, hacer “cosas”. Su función
primordial es la de hacer posible que el país prospere y para eso tiene
que crear un entorno que propicie la prosperidad, mantenga segura a la
población y garantice la protección de sus derechos, en el más amplio
sentido. Lograr esto implica optar: definir prioridades y facilitar el logro de sus objetivos con el concurso del conjunto de la sociedad.
El gobierno del presidente Peña ha llegado
con un enorme y arrollador ímpetu y ha logrado cambiar la tónica de la
actitud de los mexicanos y de la opinión pública en general. Dicho esto,
está enarbolando una amplitud tan grande de programas, proyectos e
iniciativas en todos los ámbitos, que corre el riesgo de perder la
concentración en lo esencial. No sólo eso: la necesidad de mantener la
iniciativa mediática le está llevando a pronunciamientos diarios que, si
bien tienen el beneficio de “hacer sentir” que hay autoridad, entrañan
el riesgo de que se pierda el sentido de dirección.
Sólo para ilustrar, en el ámbito de los
proyectos de inversión se han anunciado programas para combatir el
hambre, la construcción de líneas férreas hacia Querétaro, Toluca y otra
en Yucatán, proponen modificar el régimen de pensiones, desarrollar
proyectos de petróleo y gas y construir nuevos proyectos de
infraestructura. Además, tendrán que enfrentar el asunto de las deudas
estatales y municipales. Como concepto, nada de esto es criticable; lo
que es dudoso es que el gobierno tenga la capacidad financiera para
lograrlo. Aprovechando los altos precios de petróleo y bajas tasas de
interés, el gasto público ha crecido de manera significativa en los
últimos años, dejando poca latitud para tanto proyecto que se propone
emprender el gobierno.
El punto no es criticar los proyectos, sino
más bien proponer la necesidad de que enfoque sus baterías en otra
dirección: en lugar de pretender la realización de todos estos proyectos
por sí mismo, ¿por qué no mejor crear condiciones para que inversionistas privados lo hagan?
Hace unos meses, por ejemplo, el país comenzó
a sufrir escasez de gas natural para usos industriales. Resultó que no
falta gas sino infraestructura para transportarlo de los pozos donde se
produce hacia las zonas en que hay demanda. Pemex ha
desarrollado un sinnúmero de proyectos para el tendido de ductos, lo que
implica, en muchos casos, que ya existe el trazo de los mismos y los
derechos de vía. No habiendo restricciones constitucionales en esta
materia, me pregunto si no sería lógico concesionar gasoductos
por todo el país a fin de aprovechar lo ya avanzado y crear innumerables
motores de desarrollo regional. El hecho de contar con gas a precios
por demás competitivos entraña una oportunidad única de promover una
nueva era de desarrollo industrial. Desde esta perspectiva, es
absurdo aceptar el cuello de botella que representa la falta de
gasoductos como un hecho consumado. La solución es obvia. Y urgente.
Lo mismo podría hacerse en todos los ámbitos
de la infraestructura y, si se avanza una reforma seria en materia
energética, hasta en la exploración y explotación de yacimientos en
aguas profundas, gas esquisto (shale) y toda una gama de petroquímicos
que hoy están reservados al Estado. Lo relevante sería que el gobierno
desarrolle una verdadera capacidad rectora a través de sus atribuciones
de regulación y concesión. Mucho más inteligente y productivo que el uso
de recursos fiscales escasos.
En el fondo, el gran tema del desarrollo
económico reside en el enorme número de cuellos de botella que existen
en todas las actividades y que, típicamente, responden a dos tipos de
circunstancias: incapacidad financiera u operativa del lado del
gobierno (incluyendo al sector paraestatal) o malas decisiones en
materia de privatizaciones anteriores y, en general, de regulación
económica. Estos dos factores se han convertido en trabas aparentemente insalvables.
Los cuellos de botella que existen tienen que
ver con la forma en que operan entidades como la CFE y Pemex: sus
objetivos y prioridades no están dedicados a crear un entorno de
competitividad para el crecimiento de la economía. Ambas actúan como si
se tratara de entidades independientes del resto de la actividad
económica. Por su parte, existe confusión del lado del gobierno en
cuanto a sus propias funciones y objetivos. Decía Einstein que “la
confusión de objetivos y la perfección de medios tiende a ser
característica de nuestra era”. Ese sin duda ha sido el caso del
gobierno mexicano desde hace décadas.
El gobierno mexicano ha sido un ente
ensimismado, dedicado a satisfacer los intereses de sus propios
contingentes burocráticos, políticos y clientelares. Eso ocurre, en
alguna escala, en todos los sistemas políticos, pero en nuestro país la
concentración es infame y se traduce en menores tasas de crecimiento
económico. Históricamente, el gobierno ha pretendido hacerlo todo
–comenzando por eso que le encanta a los políticos pero que nunca han
hecho bien, la rectoría del Estado- y ha acabado siendo muy pobre como
promotor de proyectos, organizador de mercados o privatizador de
empresas. A pesar de la liberalización comercial, que ya lleva casi 30
años, el país sigue adoleciendo de mercados competitivos, competencia en
servicios y una clara estrategia de crecimiento.
El asunto central es que ahora que hay un
gobierno con renovado sentido de autoridad y con decisión de transformar
al país existe la extraordinaria oportunidad de redefinir las
prioridades de su actuar y la naturaleza misma de su acción. Una
efectiva rectoría económica implica el establecimiento de reglas del
juego que generen mercados competitivos y, por lo tanto, oportunidades
para la inversión privada. También implica concebir al gobierno como el
factor responsable de la creación de condiciones para la prosperidad.
Margaret Thatcher dijo en una entrevista que la clave reside en que el
gobierno no sea una carga para la sociedad sino el factor que le
facilita su desarrollo. La diferencia es toda.
La política no se define en el plano de las
intenciones, sino en el de los resultados. Como ilustra el caso de los
gasoductos, hay tantas oportunidades literalmente al alcance de la mano
que una buena estrategia de desarrollo, y un conjunto de prioridades
bien establecidas, podrían constituirse en el factor transformador en un
plazo sumamente breve. Henry Hazlitt dice que el arte de gobernar
"consiste no en lo inmediato, sino en los efectos de largo plazo de su
actuar y en las consecuencias para toda la sociedad". Aquí hay un buen
lugar para comenzar.
Luis Rubio es Presidente del Centro de Investigación
para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la
investigación en temas de economía y política, en México.
- 28 de diciembre, 2009
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