Los dictadores y el culto a la personalidad
El 30°
aniversario de la muerte de Mao Tse-tung (1893-1976) no fue conmemorado con
actos oficiales. El silencio y la frialdad de las autoridades chinas ocuparon
el lugar antes reservado a ceremonias masivas e imponentes. Pese a sus
delirantes sueños de inmortalidad, ahora sabemos que los dictadores también son
mortales. Estamos aprendiendo, además, que el culto a sus personas resulta casi
tan efímero como sus vidas y que la adulación parece destinada a prolongarse
sólo un trecho más allá de sus muertes.
"¿Stalin?
De aquí a cincuenta años todos lo habrán olvidado", aventuró Bertolt
Brecht, quince años antes de la muerte del dictador soviético, a quien sus
acólitos auguraban inmortalidad. Bretch cometió pecado de optimismo pues en
1956, sólo tres años después de su muerte, Stalin fue arrancado de los altares
después del lapidario discurso de Nikita Kruschev en el XX Congreso del Partido
Comunista de la Unión Soviética, en el que denunció las "monstruosas
proporciones" que había alcanzado el culto de la personalidad detrás del
cual se ocultaron millones de crímenes.
Stalin,
explicó Kruschev, se valió de todos los métodos imaginables para
"apoyar la glorificación de su persona". Mencionó como uno de los
ejemplos de esa "repugnante adulación" la Breve Biografía que el
propio Stalin escribió y publicó en 1948 y de la que ordenó imprimir millones
de ejemplares. Aquel autorretrato mostró al dictador como "un sabio
infalible, como el más grande dirigente y el más sublime estratega de todos los
tiempos y de todos los países".
La feroz
crítica de Kruschev a Stalin no fue bien recibida por Mao Tse-tung, quien
descubrió en esas palabras el primer paso que daba la dirigencia soviética en
el "camino del revisionismo", esto es, del alejamiento de la
ortodoxia marxista-leninista. Dos meses después del discurso de Kruschev, el
embajador soviético en China conversó con Mao.
Éste le
advirtió que no estaba de acuerdo con los ataques a Stalin y señaló que
"los méritos de Stalin los pone por encima de sus errores".
Mao añadió
que discrepaba con el método usado para cuestionar a Stalin y que también
rechazaba las críticas de fondo pues, afirmó, "la política y la
línea fundamentales aplicadas durante el periodo en que Stalin estaba en el
poder eran justas, y que no se debía tratar a un camarada como se trata a un
enemigo". Si Stalin cometió errores, ellos fueron secundarios y poco
relevantes.
Al
defender a Stalin, el dirigente chino estaba ensayando su propia defensa y
estaba abriendo un paraguas capaz de protegerlo a él mismo de similares y
futuras críticas. Mao debía defender a Stalin no sólo para alimentar la
querella chino-soviética, sino también para justificarse y autoprotegerse.
Después de
todo, como señala Walter Laqueur, "el endiosamiento de Mao llegó
incluso más lejos que el de Stalin, sobre todo desde la Revolución
Cultural" (1966-1974).
Fue
durante esos años que la batalla contra "la camarilla reformista y
burguesa" se cobró entre un millón y un millón y medio de muertos y
en los que Mao mandó a imprimir 700 millones de ejemplares de su "Libro
Rojo", cuyas tapas blandían como armas sus jóvenes y fanáticos
seguidores de la Guardia Roja. También fue en aquellos años en que Lin Piao,
señalado como sucesor de Mao, aseguró que éste "era inmortal",
afirmación que fue matizada por otros dirigentes chinos que, con más cautela,
afirmaron que "Mao vivirá 10.000 años".La noticia y las fotos de Mao
nadando en el Río Yangtse fueron presentadas como un acontecimiento histórico
mundial y como una prueba de la robusta salud del Gran Timonel. La desmesura de
la Revolución Cultural se alimentaba también de la inflamación del culto de la
personalidad. "El camarada Mao es el marxista más grande de todos los
tiempos", decían unos. "Mao es el genio más grande que hubiese vivido
jamás", doblaban la apuesta otros. Los chinos que leían los periódicos del
partido desayunaban todos los días con frases de Mao que enseñaban a sus hijos.
Como los
reyes taumaturgos de la Edad Media, Mao parecía dotado de poderes especiales no
sólo porque era el mejor trabajador, el mejor deportista, el más talentoso
poeta, el más genial estratega sino porque, con la lectura y aprendizaje de sus
enseñanzas, los médicos podían curar enfermos, devolver la vista a los ciegos,
el oído y el habla a los sordomudos y hasta "resucitar a los muertos".
Mao no sólo no ignoraba aquel montaje y su tramoya, sino que la
fomentaba. "El pueblo chino está acostumbrado a dirigir su mirada hacia su
Emperador", justificaba de idéntico modo que, sin importar el ateísmo ni
hacer asco del "opio del pueblo", Stalin fue proclamado por Zinoviev
"Jefe por la gracia de Dios". Si Mao ocupó el lugar del Emperador,
Stalin se sentó en el trono del Zar. El mismo Zinoviev explicó que Stalin era
uno de esos raros líderes "que nacen una vez cada 500 años". Dado que
la originalidad no es atributo de dictadores, Francisco Franco acuñó monedas
que lo consagraban como "Caudillo de España por la gracia de Dios".
Bernard
Shaw, uno de los intelectuales europeos hechizados por Stalin, se equivocó en
esa admiración pero acertó cuando observó que "el arte del gobierno es la
organización de la idolatría". Stalin, Mao, Hitler y, en menor medida,
Mussolini, se entregaron a la organización y a la imposición de sus propias
idolatrías. El culto a Stalin comenzó en 1929 con los festejos de su 50
cumpleaños, siete años antes de los Procesos de Moscú para "purgar" a
sus opositores cuyas críticas al régimen terminaron en el paredón de
fusilamiento.Inspirado en la moda faraónica, un año después de abierta la tumba
de Tutankhamen Stalin construyó estatuas propias y de Lenin de cien metros de
altura, y también el mausoleo de Lenin, a pesar de que éste había rechazado el
culto de la personalidad y reafirmado que un hombre no podía colocarse por
encima de las masas para hacerse adorar. Aquel gesto fue también uno de los
modos con los que Stalin comenzó a preparar su propia canonización y a buscar
su lugar en el mausoleo de la Plaza Roja, donde esperaba seguir siendo venerado
como Padre de los Pueblos.
Ciudades,
calles, plazas, escuelas, puentes e instituciones fueron bautizados con
el nombre de Stalin. La Constitución Soviética de 1936 se llamó Constitución de
Stalin. El carácter internacional del comunismo permitió que el culto a su
personalidad traspasara fronteras. Si, como bien advierte Laqueur, era explicable
que los comunistas oficiaran ese culto, no lo era que intelectuales europeos
pacifistas y humanistas hayan elevado loas a Stalin mientras éste organizaba el
mayor exterminio de seres humanos, disputando a Hitler tan macabra primacía.
Es
insatisfactorio explicar esta sed de perpetuación por la mera megalomanía de
los dictadores. También lo es decir que se trata de una necesidad social.
Para
ellos, el ejercicio del poder en la tierra no es más que una escala intermedia
hacia una inmortalidad que debe prolongar y perpetuar su poder, más allá de la
muerte, a través del eterno culto a sus personas. El poder sin gloria
imperecedera no es poder, al menos no es poder total como el que apetecen
dictadores y mandones. Se tiene y retiene el poder para apoderarse de la gloria
y monopolizarla más allá de la vida.
Los
dictadores encuentran tiempo para construir sus propios pedestales, tallar sus
estatuas y cincelar sus biografías con la misma energía y convicción con la que
creen que modelan la historia. Son iconoclastas para hacer adorar a sus propias
imágenes; derogan viejos cultos para instaurar el culto a sí mismos. La
adulación en vida debe prolongarse en una devoción que sigue a la muerte, la
atenúa, la desafía y también intenta negarla.
Ese culto
es un privilegio exclusivo del poder, y no el menor. La inmortalidad del Gran
Hombre no es un mero deseo o una metáfora sino una posibilidad cierta y
realizable. El culto a la personalidad de los dictadores se apropia del culto
religioso y lo suprime, pero antes lo plagia, luego lo amplifica y lo impone
como único, provocando una "transferencia de pasiones". Se apoderan
del antiguo profetismo para fundar la "religión secular", en
reemplazo de las otras.
En pocos
años, en menos de los cincuenta calculados por Bernard Shaw, la imagen de los
dictadores se ve sometida a la inexorable transición que va desde el culto a la
personalidad, al panteón del olvido o del recuerdo no-grato. Quizás sin la
demolición que hizo Kruschev de la estatua de Stalin, su culto se hubiera prolongado.
Si ello no hubiera ocurrido, es seguro que esa devoción se hubiera diluido en
ese olvido pasivo al que hoy parece condenado.
¿Qué son
los grandes hombres? Preguntaba Carlyle al final de El culto de los héroes. Son
esbozos, diseños rudos, sin labrar. "Pero ¿acaso son otra cosa los grandes
hombres?" Sometidos a la memoria crítica y a la erosión del tiempo, esos
dictadores resultan algo más que "diseños rudos, sin labrar".
Aunque se
hayan empeñado en presentarse como hombres providenciales, hombres del destino
o superhombres, terminan siendo una mezcla inhumana de pequeñez, de sordidez,
de grotesco y de criminalidad.
Publicado
en la Revista Todo es Historia, Buenos Aires.
- 12 de enero, 2025
- 14 de septiembre, 2015
- 16 de junio, 2012
- 8 de junio, 2012
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