La causa AMIA: Negociar con los sospechosos

Ochenta y cinco muertos en un día destrozados por la
bomba que estalló en la AMIA. Y otros veinte muertos más desde ese 18 de
julio de 1994 hasta hoy, desgarrados por la ausencia y por la falta de
respuestas. Se murieron de dolor, de silencio. Y a meses de cumplirse un
nuevo aniversario, la falta de respuestas sobre el peor atentado en
suelo argentino nos enfrenta a un dilema moral insoportable. Sin
eufemismos, todo parece reducirse a dos opciones. Ninguna buena, ninguna
honrosa. El memorándum
que la Argentina firmó con Irán tiene nueve puntos que el Congreso
Nacional deberá aprobar o rechazar llave en mano; así como está
redactado. Por sí o por no. Pero más allá de las interpretaciones
técnicas, de las objeciones formales y de análisis geopolíticos tan
fríos como anacrónicos, diecinueve años después del estallido la
decisión del gobierno argentino nos interpela a todos. Nunca creímos que
iba a llegar el día en que nos plantearan esto que, ante la falta de
avances en la investigación, el Gobierno
imponía la alternativa menos pensada: negociar con los supuestos
autores intelectuales la búsqueda de una verdad. Iraníes prófugos con
pedido de captura de Interpol promueven una comisión por una verdad que,
para la justicia argentina, los involucra al punto de colocarlos en la
pirámide del horror: poniendo en sus manos el lápiz con el que en un
mapa cualquiera se señaló la Argentina, esa calle y a esa hora.
¿Qué buscamos hoy? ¿La improbable respuesta de la
Justicia, que durante diecinueve años resultó esquiva? ¿O la improbable
posibilidad de lograr algo de esa ansiada verdad, de boca de los
acusados de ser los autores intelectuales de la masacre? Así planteado,
la verdad aparece como si se tratara de una benévola concesión a un
pueblo que mendiga saber qué pasó con sus muertos. ¿Justicia sin verdad o
verdad sin justicia? ¿Por qué pareciera que nos dan a elegir cuando
una, sin la otra, no existe? ¿Cómo llegamos ahí? ¿Quiénes nos empujaron a
esta encerrona? ¿Y qué autoridad moral tenemos todo el resto de
nosotros para decir de qué manera, finalmente, después de miles de
noches de insomnio los familiares
de las víctimas van a poder dormir un poco mejor? No somos esas madres,
esas hijas, esas esposas, esos papás, esos hermanos. No somos Rosa
Barreiro: no caminábamos esa mañana de vacaciones de invierno con
Sebastián, de 5 años, de la mano ni sentimos cómo una fuerza imposible
se lo arrancaba para siempre. No somos Laura Ginsberg ni Diana Malamud:
no transitamos ese exacto minuto 54 de las nueve de la mañana cuando la
viudez se les instalaba en los treinta años. Ni somos Adriana Reisfeld,
que luchó desde ese día en ser madre y tía de dos nenas que se
convirtieron en mujeres, esperando que sean esas mujeres con las que su
hermana Noemí había soñado. Ni somos Jorge Lew, que enterró a Agustín
tras la bomba y años después a Norma, su mujer, que sobrevivió al
atentado pero no a la muerte de su hijo.
La elección es perversa porque no debería estar
siquiera discutiéndose esto que hoy estamos discutiendo. La justicia es
un derecho. Y si nos la niegan, nos desconcierta que haya una
alternativa. Un plan B. Los tres poderes de la República endulzados por
las mieles de los noventa mostraron su peor cara al momento de
investigar el atentado a la AMIA. La dirigencia comunitaria no fue
mejor. Todos los encargados de investigar terminaron siendo
investigados. El hecho de no saber probablemente nunca más cómo se
ejecutó el atentado tuvo precio: cuatrocientos mil dólares para embarrar
la cancha con nombres de policías bonaerenses cuyos prontuarios
demostraban que podrían haber colocado la bomba o descuartizado a toda
una sala de un jardín de infantes. Se necesitaban malos, muy malos que
pudiesen pasar como responsables. Y el juez Juan José Galeano, hoy
destituido y procesado por encubrimiento, sepultó con ese acuerdo
espurio la posibilidad de que algún día los hijos de los muertos, sus
padres y sus amores sepan de qué manera los mataron. La conexión local
se desvanecía intencionalmente. La mayor parte de la causa se declaró
nula. Quedaba en pie la llamada "conexión internacional": saber quiénes y
por qué habían tomado la decisión de volar la AMIA. Y un nuevo juez y
un fiscal con competencia exclusiva estuvieron a cargo de la
responsabilidad de esa respuesta urgente. Desde 2006, Rodolfo Canicoba
Corral y Alberto Nisman se topan con la negativa de los iraníes de venir
a declarar a nuestro país porque no confían en la justicia argentina.
Razones no les faltan: desde el principal dirigente comunitario de
entonces, Rubén Beraja, hasta el ex jefe de la Policía Metropolitana
Jorge Palacios, los fiscales, el juez, el secretario de Inteligencia y
hasta el propio ex presidente Menem resultaron cómplices de una trama
compleja cuyo único objetivo era impedir llegar a la verdad. Todos
procesados por encubrimiento a la espera de un juicio oral.
¿Por qué iban a confiar los iraníes? Pero sorprende que
esa desconfianza de todos estos años se disipe ahora. ¿Por qué aceptan
declarar ante esa misma Justicia a la que consideran viciada y que no
les ofrece ninguna garantía? ¿ Sólo porque se realiza en Teherán y ante
una Comisión de la Verdad? ¿Era sólo eso lo que necesitaban? Timerman
sostiene que se aplicará la ley argentina y no otra. Que el Código
Procesal Penal argentino es la única herramienta. La Presidenta lo
repitió en tres ocasiones durante la cadena nacional. El canciller lo
explicó con hastío durante casi seis horas en el Senado. La oposición
insistió en la misma pregunta. "¿Dónde está escrito?" La convicción
verbal no se refleja en blanco sobre negro. Llegado el momento, será su
interpretación versus la de los iraníes, si entienden que interrogatorio
significa indagatoria en el marco de una causa penal y no otra cosa.
Para Timerman, la sola presencia del juez Canicoba Corral en suelo iraní
frente a los presuntos ideólogos del atentado es un triunfo.
Cumplimentando los pasos formales del proceso, tomar la indagatoria, aun
ante la negativa de los iraníes a declarar, le permite volver a la
Argentina y seguir con un juicio hasta ahora imposible de llevarse
adelante.
En el mejor de los escenarios (si es que hay un
escenario al que pueda considerarse "el mejor" en esta historia), los
iraníes declaran, el juez considera que hay elementos para procesarlos y
detenerlos. ¿Y entonces? ¿Qué harán nuestras autoridades y los
encumbrados juristas internacionales? Irán no contempla la extradición y
sería de una ingenuidad pensar que va a detener a sus propios
funcionarios para que cumplan condena en Teherán. ¿Van aceptar
voluntariamente encerrarse en Marcos Paz o en Ezeiza? ¿Entonces? Sí, en
caso de encontrarlos culpables podríamos exponer a Irán ante el mundo y
los organismos internacionales. ¿Alcanza para un Estado que a instancias
de este mismo Gobierno admitió haber fracasado en el cuidado de sus
propios ciudadanos? Para el juez Canicoba Corral y el fiscal Nisman los
interlocutores de este acuerdo son nada más y nada menos que un puñado
de seres que se arrogó lo que se presume privativo del destino o de
Dios: decidir en qué momento terminan 85 vidas. El solo hecho de
saberlos culpables o inocentes sin verlos en prisión, ¿alcanza? De ser
encontrados culpables, ¿no tiene gusto a poco saber que seguirán
transitando sus vidas por las calles de Teherán y ejerciendo cargos
públicos? El memorándum no llega hasta ahí. No habla del después. Ni de
las consecuencias. El propio canciller dice: " Por ahora es esto". Y
"esto" para el oficialismo es un enorme avance comparado a la nada que
primó en los últimos diecinueve años. Esto, enfatizan, es mejor que
nada. Pero por ahora sigue sin ser justicia.
Los familiares de las víctimas ocuparon todo el abanico
de emociones y argumentos: desde el apoyo contundente al Gobierno por
parte de Olga Degtiar -pidiéndonos que nos pongamos en su lugar y en el
lugar de ese hijo que cumpliría cuarenta años, cuya imagen quedó
congelada en los 21- hasta la indignación sostenida en el tiempo de
Laura Ginsberg comparando el acuerdo con la ley de punto final. El
canciller eligió para abrir su presentación en el Senado la misma frase
con la que Memoria Activa cerró cada uno de sus discursos a lo largo de
estos años: "Justicia, justicia perseguirás". Se la nombra dos veces:
una por el objetivo y otra por la forma en que se la consigue. Todos
piden justicia. Nadie, ni siquiera los fanáticos del memorándum oficial,
arriesgan que a través de este acuerdo esa Justicia con mayúsculas, ese
derecho de los ciudadanos y esa obligación del Estado, se consiga.
© LA NACION
- 23 de enero, 2009
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