Benedicto XVI: El hombre que estorbaba
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El País, Madrid
No sé por qué ha sorprendido tanto la abdicación de Benedicto XVI;
aunque excepcional, no era imprevisible. Bastaba verlo, frágil y como
extraviado en medio de esas multitudes en las que su función lo obligaba
a sumergirse, haciendo esfuerzos sobrehumanos para parecer el
protagonista de esos espectáculos obviamente írritos a su temperamento y
vocación. A diferencia de su predecesor, Juan Pablo II, que se movía
como pez en el agua entre esas masas de creyentes y curiosos que
congrega el Papa en todas sus apariciones, Benedicto XVI parecía
totalmente ajeno a esos fastos gregarios que constituyen tareas
imprescindibles del Pontífice en la actualidad. Así se comprende mejor
su resistencia a aceptar la silla de San Pedro que le fue impuesta por
el cónclave hace ocho años y a la que, como se sabe ahora, nunca aspiró.
Sólo abandonan el poder absoluto, con la facilidad con que él acaba de
hacerlo, aquellas rarezas que, en vez de codiciarlo, desprecian el
poder.
No era un hombre carismático ni de tribuna, como Karol Wojtyla, el
Papa polaco. Era un hombre de biblioteca y de cátedra, de reflexión y de
estudio, seguramente uno de los Pontífices más inteligentes y cultos
que ha tenido en toda su historia la Iglesia católica. En una época en
que las ideas y las razones importan mucho menos que las imágenes y los
gestos, Joseph Ratzinger era ya un anacronismo, pues pertenecía a lo más
conspicuo de una especie en extinción: el intelectual. Reflexionaba con
hondura y originalidad, apoyado en una enorme información teológica,
filosófica, histórica y literaria, adquirida en la decena de lenguas
clásicas y modernas que dominaba, entre ellas el latín, el griego y el
hebreo.
Aunque concebidos siempre dentro de la ortodoxia cristiana pero con
un criterio muy amplio, sus libros y encíclicas desbordaban a menudo lo
estrictamente dogmático y contenían novedosas y audaces reflexiones
sobre los problemas morales, culturales y existenciales de nuestro
tiempo que lectores no creyentes podían leer con provecho y a menudo —a
mí me ha ocurrido— turbación. Sus tres volúmenes dedicados a Jesús de
Nazaret, su pequeña autobiografía y sus tres encíclicas —sobre todo la
segunda, Spe Salvi, de 2007, dedicada a analizar la naturaleza bifronte
de la ciencia que puede enriquecer de manera extraordinaria la vida
humana pero también destruirla y degradarla—, tienen un vigor dialéctico
y una elegancia expositiva que destacan nítidamente entre los textos
convencionales y redundantes, escritos para convencidos, que suele
producir el Vaticano desde hace mucho tiempo.
A Benedicto XVI le ha tocado uno de los períodos más difíciles que ha
enfrentado el cristianismo en sus más de dos mil años de historia. La
secularización de la sociedad avanza a gran velocidad, sobre todo en
Occidente, ciudadela de la Iglesia hasta hace relativamente pocos
decenios. Este proceso se ha agravado con los grandes escándalos de
pedofilia en que están comprometidos centenares de sacerdotes católicos y
a los que parte de la jerarquía protegió o trató de ocultar y que
siguen revelándose por doquier, así como con las acusaciones de blanqueo
de capitales y de corrupción que afectan al banco del Vaticano.
El robo de documentos perpetrado por Paolo Gabriele, el propio
mayordomo y hombre de confianza del Papa, sacó a la luz las luchas
despiadadas, las intrigas y turbios enredos de facciones y dignatarios
en el seno de la curia de Roma enemistados por razón del poder. Nadie
puede negar que Benedicto XVI trató de responder a estos descomunales
desafíos con valentía y decisión, aunque sin éxito. En todos sus
intentos fracasó, porque la cultura y la inteligencia no son suficientes
para orientarse en el dédalo de la política terrenal, y enfrentar el
maquiavelismo de los intereses creados y los poderes fácticos en el seno
de la Iglesia, otra de las enseñanzas que han sacado a la luz esos ocho
años de pontificado de Benedicto XVI, al que, con justicia, L’Osservatore Romano describió como “un pastor rodeado por lobos”.
Pero hay que reconocer que gracias a él por fin recibió un castigo
oficial en el seno de la Iglesia el reverendo Marcial Maciel Degollado,
el mejicano de prontuario satánico, y fue declarada en reorganización la
congregación fundada por él, la Legión de Cristo, que hasta entonces
había merecido apoyos vergonzosos en la más alta jerarquía vaticana.
Benedicto XVI fue el primer Papa en pedir perdón por los abusos sexuales
en colegios y seminarios católicos, en reunirse con asociaciones de
víctimas y en convocar la primera conferencia eclesiástica dedicada a
recibir el testimonio de los propios vejados y de establecer normas y
reglamentos que evitaran la repetición en el futuro de semejantes
iniquidades. Pero también es cierto que nada de esto ha sido suficiente
para borrar el desprestigio que ello ha traído a la institución, pues
constantemente siguen apareciendo inquietantes señales de que, pese a
aquellas directivas dadas por él, en muchas partes todavía los esfuerzos
de las autoridades de la Iglesia se orientan más a proteger o disimular
las fechorías de pedofilia que se cometen que a denunciarlas y
castigarlas.
Tampoco parecen haber tenido mucho éxito los esfuerzos de Benedicto
XVI por poner fin a las acusaciones de blanqueo de capitales y tráficos
delictuosos del banco del Vaticano. La expulsión del presidente de la
institución, Ettore Gotti Tedeschi, cercano al Opus Dei y protegido del
cardenal Tarcisio Bertone, por “irregularidades de su gestión”,
promovida por el Papa, así como su reemplazo por el barón Ernst von
Freyberg, ocurren demasiado tarde para atajar los procesos judiciales y
las investigaciones policiales en marcha relacionadas, al parecer, con
operaciones mercantiles ilícitas y tráficos que ascenderían a
astronómicas cantidades de dinero, asunto que sólo puede seguir
erosionando la imagen pública de la Iglesia y confirmando que en su seno
lo terrenal prevalece a veces sobre lo espiritual y en el sentido más
innoble de la palabra.
Joseph Ratzinger había pertenecido al sector más bien progresista de
la Iglesia durante el Concilio Vaticano II, en el que fue asesor del
cardenal Frings y donde defendió la necesidad de un “debate abierto”
sobre todos los temas, pero luego se fue alineando cada vez más con el
ala conservadora, y como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de
la Fe (la antigua Inquisición) fue un adversario resuelto de la
Teología de la Liberación y de toda forma de concesión en temas como la
ordenación de mujeres, el aborto, el matrimonio homosexual e, incluso,
el uso de preservativos que, en algún momento de su pasado, había
llegado a considerar admisible.
Esto, desde luego, hacía de él un anacronismo dentro del anacronismo
en que se ha ido convirtiendo la Iglesia. Pero sus razones no eran
tontas ni superficiales y quienes las rechazamos, tenemos que tratar de
entenderlas por extemporáneas que nos parezcan. Estaba convencido que si
la Iglesia católica comenzaba abriéndose a las reformas de la
modernidad su desintegración sería irreversible y, en vez de abrazar su
época, entraría en un proceso de anarquía y dislocación internas capaz
de transformarla en un archipiélago de sectas enfrentadas unas con
otras, algo semejante a esas iglesias evangélicas, algunas circenses,
con las que el catolicismo compite cada vez más –y no con mucho éxito—
en los sectores más deprimidos y marginales del Tercer Mundo. La única
forma de impedir, a su juicio, que el riquísimo patrimonio intelectual,
teológico y artístico fecundado por el cristianismo se desbaratara en un
aquelarre revisionista y una feria de disputas ideológicas, era
preservando el denominador común de la tradición y del dogma, aun si
ello significaba que la familia católica se fuera reduciendo y
marginando cada vez más en un mundo devastado por el materialismo, la
codicia y el relativismo moral.
Juzgar hasta qué punto Benedicto XVI fue acertado o no en este tema
es algo que, claro está, corresponde sólo a los católicos. Pero los no
creyentes haríamos mal en festejar como una victoria del progreso y la
libertad el fracaso de Joseph Ratzinger en el trono de San Pedro. Él no
sólo representaba la tradición conservadora de la Iglesia, sino,
también, su mejor herencia: la de la alta y revolucionaria cultura
clásica y renacentista que, no lo olvidemos, la Iglesia preservó y
difundió a través de sus conventos, bibliotecas y seminarios, aquella
cultura que impregnó al mundo entero con ideas, formas y costumbres que
acabaron con la esclavitud y, tomando distancia con Roma, hicieron
posibles las nociones de igualdad, solidaridad, derechos humanos,
libertad, democracia, e impulsaron decisivamente el desarrollo del
pensamiento, del arte, de las letras, y contribuyeron a acabar con la
barbarie e impulsar la civilización.
La decadencia y mediocrización intelectual de la Iglesia que ha
puesto en evidencia la soledad de Benedicto XVI y la sensación de
impotencia que parece haberlo rodeado en estos últimos años es sin duda
factor primordial de su renuncia, y un inquietante atisbo de lo reñida
que está nuestra época con todo lo que representa vida espiritual,
preocupación por los valores éticos y vocación por la cultura y las
ideas.
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