El aventurado sueño de la perfección
La concepción utópica es la que se crea desde
«ningún sitio» y que, sin embargo, pretende valer para todos. José Ortega y Gasset
Desde la Edad Antigua, grandes hombres concibieron
sociedades que, conforme a sus criterios, pueden ser calificadas de perfectas.
Ellos han pretendido forjar un modelo de organización, tan completo como
mínimamente coherente, que termine con los problemas. Gracias al cumplimiento
de sus distintas reglas, la convivencia entre las personas no admitiría el
menor desentono. Bastaría con seguir al que nos anuncia el nuevo orden para
dejar de lado las impurezas, los conflictos, la miseria y sinrazones actuales. Tal
convicción es incentivada por el presente, ya que éste nos tienta a eludirlo. Habiendo
muchas dificultades que parecen invencibles, no es extraño elegir la evasión
del mundo. Es interesante el número de individuos que ansían una tranquilidad
absoluta, lo cual debería ser consentido sólo en la muerte. Vivir será siempre
una permanente búsqueda de soluciones a los inconvenientes que impiden la
felicidad. No aceptar esto revela el intento de contrariar nuestra esencia.
Si bien Platón empezó el linaje de quienes pensaron
en un sistema social que irradie perfección, Thomas More inmortalizó su afán con
una sola palabra: utopía. El término ha sido empleado para conmover a
cuantiosos sujetos, pues, en principio, nunca se lo conecta con las ruindades
del ser humano. Subrayo que, como pasó con las propuestas de Francis Bacon y
Karl Marx, entre otros intelectuales fantasiosos, ellos hayan sido venerados
por hombres del más variado tipo. Naturalmente, cuando el delirio les resultó
favorable, los políticos patrocinaron la concreción de todo lo referente a ese
anhelo. Es preciso apuntar que, sin excepción, los gobernantes han fracasado en
acomodar su realidad a lo marcado por el utopista. La práctica les hizo saber
que sus semejantes tenían demasiadas falencias como para formar parte de
aquella maquinaria. Esa diversidad humana es incompatible con el proyecto del que,
persiguiendo lo sublime, imagina una comunidad en la cual nadie contradice sus
dictados. Siguiendo esos principios, la diferencia se castiga indefectiblemente
con el destierro del sitio donde operarían los milagros.
Desgraciadamente, existen mortales que confían en
la inevitable materialización de una utopía, resistiéndose a revisar sus
postulados. Estos individuos buscan verificaciones de las premisas que su guía
les fija. La realidad podría estar pulverizando cada una de las creencias que
sustentan; sin embargo, su actitud no les permitiría verlo. Hace tiempo, Karl
R. Popper enseñó que éste no es el camino hacia la verdad; conduce a planteos
dogmáticos, cuya peligrosidad ninguna persona debe ignorar. La ceguera voluntaria
de los comunistas trajo consigo las peores pesadillas que se hayan figurado. Lo
patológico es que, aun en medio de la podredumbre causada por esos desvaríos
ideológicos, sus propagandistas aseguraban que la razón los cobijaba. Queda
claro que los fanáticos no están hechos de la materia que posibilita dudar. Lo
menos tolerable es que sus certidumbres hubiesen procurado subsistir merced al
sacrifico del prójimo.
Con todo, hay otro modo de considerar la utopía.
Además de entenderla como un proyecto colectivo, en el que lo singular provoca
rechazo, es plausible defenderla bajo la figura del ideal. Desde esta
perspectiva, se pueden encontrar virtudes que merecen nuestro entusiasmo. Lo único
innegociable es rendirse ante a quienes gustan de la mediocridad y el ocaso.
Para estos seres, cambiar los valores que regulan la coexistencia es imposible.
Se sugiere que abandonemos la intención de asociarnos con gente íntegra, veraz
e ilustrada. Esto es lo que les parece pretencioso, irrealizable; obviamente,
su opinión debe ser impugnada sin retraso. Aspirar a desenvolvernos en un
ambiente donde la inhonestidad sea censurada, al igual que cualquier expresión
de idiotez, es una postura rescatable. Jamás serán innecesarios los hombres
que, con razonable orgullo, decidan renovar la línea del quijotismo. Dejemos a
los demás que, mansamente, disfruten de su vulgar actualidad.
El
autor es escritor, filósofo y abogado.
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