Enhorabuena
Con mezcla
de piedad cristiana y civilizado pudor muchos críticos y opositores de Hugo
Chávez –particularmente venezolanos y cubanos– han reprimido la alegría y el
alivio que les produce la desaparición del caudillo populista. Si alguien
descorchó una botella de champaña la noche del martes para celebrar el haberse
librado de la voz y los grotescos ademanes de este agitador, lo ha hecho
discretamente. Se tiene como expresión de mal gusto alegrarse de la muerte de
alguien. Los buenos modales y los hábitos de la fe imponen decir –a media voz y
en actitud devota– que ya sólo corresponde a Dios juzgarlo, o a la Historia
–que es una acepción secular de lo mismo.
Estas
expresiones untuosas –tan al uso en el mundo de la diplomacia– siempre me han
parecido el fruto de una intolerable hipocresía. Si usted lleva varios años
considerando que este hombre público ha sido una plaga para su país y un
insufrible incordio para el mundo, si el tal es enemigo del orden y los valores
en que usted cree, si ha hecho causa común con los tipos que encarnan la
ideología y las políticas que usted detesta y de las cuales ha sido víctima, si
por todo eso usted le ha deseado una y mil veces la muerte, ¿cómo es posible
que ahora cuando su deseo se ve cumplido venga a decir, con rostro serio y voz
casi de penitente, que en verdad no se alegra y que “el pobrecito ya está en
manos de Dios” y otra sarta de muletillas parroquiales de igual índole?
“La muerte
no mejora”, oí decir muchas veces de niño y es un principio que asumí desde
temprano como un credo. El término del ciclo vital de alguien no viene a
agregarle virtudes inmerecidas, de la misma manera que no sirve, o no debe
servir, para magnificarle los defectos. Más bien, congela a la persona en el
tiempo; y sus dichos y hechos, buenos y malos, se tornan súbitamente
irrevocables. Desde luego, como toda obra humana, esas palabras y esas acciones
no son inmunes a la interpretación de los demás, sobre todo si se trata de
personajes de gran relieve como el que acaba de dejarnos; pero eso es más tarea
de historiadores que de contemporáneos. El juicio final de Chávez podrá, pues,
demorarse; pero la pena capital, que en opinión de muchos merecía su conducta,
la naturaleza acaba de imponérsela con ensañamiento. No hay razón para
disimular el regocijo, o al menos la satisfacción.
Algunos
noticieros y comentaristas han sacado a relucir las políticas de Chávez a favor
de las clases más pobres como la justificación de la popularidad que le ha
mantenido en el poder. Teniendo en cuenta los enormes réditos del petróleo en
estos catorce años de su mandato, habría que resaltar, más bien, lo poco que
hizo por los más desfavorecidos y la monstruosa manipulación a que los sometió
a cambio de migajas. Cierto que Venezuela era un país corrupto al que Chávez
prometió reformar, pero su gestión sólo consiguió acrecentar el despilfarro de
los recursos del Estado como nunca antes, porque nunca antes el Estado
venezolano había sido dueño de tantos bienes. Con el dinero que Chávez manejó
podría haber erradicado la pobreza de Venezuela de manera eficaz y sin afectar
a las clases generadoras de riqueza; podría haber garantizado la seguridad de
la ciudadanía y haber cerrado los corredores del narcotráfico, en buenos
términos, de mutua conveniencia, con Estados Unidos y sin aliarse con regímenes
fallidos promotores del terrorismo ni financiar la decrépita tiranía castrista.
Ahora que se ha ido, podemos pasar balance y, objetivamente, no hay ni una sola
decisión suya que pueda redimirlo o que lleve a los que lo odiamos a
arrepentirnos de nuestra animadversión. Todo lo hizo mal, envileciendo a un
pueblo entero y denigrando a sus mejores hijos, en lugar de poner los recursos
de la nación a la tarea de rescatar a los envilecidos.
No sabemos
lo que sobrevendrá ni cuánto ha de durar este desgraciado experimento del
“socialismo del siglo XXI” –que, socialismo al fin, nunca será viable–, ni el
tiempo que los chavistas seguirán chapoteando en el chiquero que han hecho de
los poderes públicos en Venezuela. Pero, de momento, Chávez se ha muerto y uno
sólo puede decir: enhorabuena.
© Echerri 2013
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