La muerte del caudillo
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El País, Madrid
El comandante Hugo Chávez Frías pertenecía a la robusta tradición de
los caudillos, que, aunque más presente en América Latina que en otras
partes, no deja de asomar por doquier, aun en democracias avanzadas,
como Francia. Ella revela ese miedo a la libertad que es una herencia
del mundo primitivo, anterior a la democracia y al individuo, cuando el
hombre era masa todavía y prefería que un semidiós, al que cedía su
capacidad de iniciativa y su libre albedrío, tomara todas las decisiones
importantes sobre su vida. Cruce de superhombre y bufón, el caudillo
hace y deshace a su antojo, inspirado por Dios o por una ideología en la
que casi siempre se confunden el socialismo y el fascismo —dos formas
de estatismo y colectivismo— y se comunica directamente con su pueblo, a
través de la demagogia, la retórica y espectáculos multitudinarios y
pasionales de entraña mágico-religiosa.
Su popularidad suele ser enorme, irracional, pero también efímera, y
el balance de su gestión infaliblemente catastrófica. No hay que dejarse
impresionar demasiado por las muchedumbres llorosas que velan los
restos de Hugo Chávez; son las mismas que se estremecían de dolor y
desamparo por la muerte de Perón, de Franco, de Stalin, de Trujillo, y
las que mañana acompañarán al sepulcro a Fidel Castro. Los caudillos no
dejan herederos y lo que ocurrirá a partir de ahora en Venezuela es
totalmente incierto. Nadie, entre la gente de su entorno, y desde luego
en ningún caso Nicolás Maduro, el discreto apparatchik al que
designó su sucesor, está en condiciones de aglutinar y mantener unida a
esa coalición de facciones, individuos e intereses encontrados que
representan el chavismo, ni de mantener el entusiasmo y la fe que el
difunto comandante despertaba con su torrencial energía entre las masas
de Venezuela.
Pero una cosa sí es segura: ese híbrido ideológico que Hugo Chávez
maquinó, llamado la revolución bolivariana o el socialismo del siglo XXI
comenzó ya a descomponerse y desaparecerá más pronto o más tarde,
derrotado por la realidad concreta, la de una Venezuela, el país
potencialmente más rico del mundo, al que las políticas del caudillo
dejan empobrecido, fracturado y enconado, con la inflación, la
criminalidad y la corrupción más altas del continente, un déficit fiscal
que araña el 18% del PIB y las instituciones —las empresas públicas, la
justicia, la prensa, el poder electoral, las fuerzas armadas—
semidestruidas por el autoritarismo, la intimidación y la obsecuencia.
La muerte de Chávez, además, pone un signo de interrogación sobre esa
política de intervencionismo en el resto del continente latinoamericano
al que, en un sueño megalómano característico de los caudillos, el
comandante difunto se proponía volver socialista y bolivariano a golpes
de chequera. ¿Seguirá ese fantástico dispendio de los petrodólares
venezolanos que han hecho sobrevivir a Cuba con los cien mil barriles
diarios que Chávez poco menos que regalaba a su mentor e ídolo Fidel
Castro? ¿Y los subsidios y/o compras de deuda a 19 países, incluidos sus
vasallos ideológicos como el boliviano Evo Morales, el nicaragüense
Daniel Ortega, a las FARC colombianas y a los innumerables partidos,
grupos y grupúsculos que a lo largo y ancho de América Latina pugnan por
imponer la revolución marxista? El pueblo venezolano parecía aceptar
este fantástico despilfarro contagiado por el optimismo de su caudillo;
pero dudo que ni el más fanático de los chavistas crea ahora que Nicolás
Maduro pueda llegar a ser el próximo Simón Bolívar. Ese sueño y sus
subproductos, como la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra
América (ALBA), que integran Bolivia, Cuba, Ecuador, Dominica,
Nicaragua, San Vicente y las Granadinas y Antigua y Barbuda, bajo la
dirección de Venezuela, son ya cadáveres insepultos.
En los catorce años que Chávez gobernó Venezuela, el barril de
petróleo multiplicó unas siete veces su valor, lo que hizo de ese país,
potencialmente, uno de los más prósperos del globo. Sin embargo, la
reducción de la pobreza en ese período ha sido menor en él que, digamos,
las de Chile y Perú en el mismo periodo. En tanto que la expropiación y
nacionalización de más de un millar de empresas privadas, entre ellas
de tres millones y medio de hectáreas de haciendas agrícolas y
ganaderas, no desapareció a los odiados ricos sino creó, mediante el
privilegio y los tráficos, una verdadera legión de nuevos ricos
improductivos que, en vez de hacer progresar al país, han contribuido a
hundirlo en el mercantilismo, el rentismo y todas las demás formas
degradadas del capitalismo de Estado.
Chávez no estatizó toda la economía, a la manera de Cuba, y nunca
acabó de cerrar todos los espacios para la disidencia y la crítica,
aunque su política represiva contra la prensa independiente y los
opositores los redujo a su mínima expresión. Su prontuario en lo que
respecta a los atropellos contra los derechos humanos es enorme, como lo
ha recordado con motivo de su fallecimiento una organización tan
objetiva y respetable como Human Rights Watch. Es verdad que celebró
varias consultas electorales y que, por lo menos algunas de ellas, como
la última, las ganó limpiamente, si la limpieza de una consulta se mide
sólo por el respeto a los votos emitidos, y no se tiene en cuenta el
contexto político y social en que aquella se celebra, y en la que la
desproporción de medios con que el gobierno y la oposición cuentan es
tal que ésta corre de entrada con una desventaja descomunal.
Pero, en última instancia, que haya en Venezuela una oposición al
chavismo que en la elección del año pasado casi obtuvo los seis millones
y medio de votos es algo que se debe, más que a la tolerancia de
Chávez, a la gallardía y la convicción de tantos venezolanos, que nunca
se dejaron intimidar por la coerción y las presiones del régimen, y que,
en estos catorce años, mantuvieron viva la lucidez y la vocación
democrática, sin dejarse arrollar por la pasión gregaria y la abdicación
del espíritu crítico que fomenta el caudillismo.
No sin tropiezos, esa oposición, en la que se hallan representadas
todas las variantes ideológicas de la derecha a la izquierda democrática
de Venezuela, está unida. Y tiene ahora una oportunidad extraordinaria
para convencer al pueblo venezolano de que la verdadera salida para los
enormes problemas que enfrenta no es perseverar en el error populista y
revolucionario que encarnaba Chávez, sino en la opción democrática, es
decir, en el único sistema que ha sido capaz de conciliar la libertad,
la legalidad y el progreso, creando oportunidades para todos en un
régimen de coexistencia y de paz.
Ni Chávez ni caudillo alguno son posibles sin un clima de
escepticismo y de disgusto con la democracia como el que llegó a vivir
Venezuela cuando, el 4 de febrero de 1992, el comandante Chávez intentó
el golpe de Estado contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez, golpe que
fue derrotado por un Ejército constitucionalista y que envió a Chávez a
la cárcel de donde, dos años después, en un gesto irresponsable que
costaría carísimo a su pueblo, el presidente Rafael Caldera lo sacó
amnistiándolo. Esa democracia imperfecta, derrochadora y bastante
corrompida había frustrado profundamente a los venezolanos, que, por
eso, abrieron su corazón a los cantos de sirena del militar golpista,
algo que ha ocurrido, por desgracia, muchas veces en América Latina.
Cuando el impacto emocional de su muerte se atenúe, la gran tarea de
la alianza opositora que preside Henrique Capriles está en persuadir a
ese pueblo de que la democracia futura de Venezuela se habrá sacudido de
esas taras que la hundieron, y habrá aprovechado la lección para
depurarse de los tráficos mercantilistas, el rentismo, los privilegios y
los derroches que la debilitaron y volvieron tan impopular. Y que la
democracia del futuro acabará con los abusos del poder, restableciendo
la legalidad, restaurando la independencia del Poder Judicial que el
chavismo aniquiló, acabando con esa burocracia política elefantiásica
que ha llevado a la ruina a las empresas públicas, creando un clima
estimulante para la creación de la riqueza en el que los empresarios y
las empresas puedan trabajar y los inversores invertir, de modo que
regresen a Venezuela los capitales que huyeron y la libertad vuelva a
ser el santo y seña de la vida política, social y cultural del país del
que hace dos siglos salieron tantos miles de hombres a derramar su
sangre por la independencia de América Latina.
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