Nada ha cambiado en la Cuba de Raúl Castro
El régimen de Raúl Castro quiere cambiar la
percepción general sobre Cuba. Está empeñado en transmitir la imagen de
que en la Isla se están produciendo cambios fundamentales, pero no es
verdad.
Los cubanos tienen más facilidades para hablar por teléfono, o
para entrar en los hoteles, restaurantes y tiendas que antes estaban
reservados para los turistas. Pueden abrir minúsculas empresas
familiares de servicio, o se les permite explotar en régimen de
usufructo pequeñas parcelas de tierra para producir alimentos, pero nada
de esto es esencial.
Esas sólo son minucias encaminadas a
aliviar las nefastas consecuencias económicas de un sistema totalmente
improductivo en lo material y cruelmente desagradable en el terreno
emocional.
¿Cuál es la esencia de ésa y de todas las tiranías
totalitarias? Evidente: el hecho monstruoso de que una persona, un grupo
de mandamases o un partido tomen todas las decisiones básicas, pisoteen
la volunta de los individuos, y construyan una falsa realidad a la
medida de la imagen prefabricada por ellos de acuerdo con los dogmas de
la secta o con el discurso del Jefe.
Lo terrible es la ocultación
de la realidad y la propagación de la mentira, viles tareas a las que
esos regímenes dedican casi toda su energía. A partir de esa burda
prestidigitación se produce el resto de las catástrofes: todos mienten
para poder sobrevivir, para que no los aplasten.
Miente el jefe
cuando promete un futuro que sabe que nunca llegará porque su reino está
hecho de promesas, no de realidades. Miente el funcionario cuando
falsea sus datos para adaptarlos a los planes que le impone la jefatura.
Miente el trabajador que debe ejecutar esos proyectos inalcanzables o
absurdos. Miente el que aplaude una realidad que no ignora que es falsa,
tan falsa como las aldeas Potemkin, puras fachadas de pueblos
inexistentes construidos en Rusia para complacer a la Zarina y engañar a
los viajeros.
He aquí una prueba clarísima de que la dictadura de Raúl Castro es más o menos igual que la de su hermano Fidel.
En
julio del 2012, Oswaldo Payá y Harold Cepero murieron en un supuesto
accidente de automóvil ocurrido en una remota carretera de la región
oriental de Cuba. Payá, demócrata de la oposición, premio Sajarov del
Parlamento Europeo, era una de las figuras más queridas e
internacionalmente respetadas de la disidencia cubana. Cepero era uno de
sus más brillantes lugartenientes. Conducía el auto Ángel Carromero,
dirigente de la juventud del Partido Popular de Madrid. Junto a él se
encontraba Aron Modig, joven sueco vinculado a la Democracia Cristiana
de su país. Carromero y Modig habían ido a la Isla a darle su
solidaridad a los luchadores cubanos por la libertad.
En rigor, no
había sido un accidente, sino un incidente. Un coche de la policía
política que los venía siguiendo, los embistió por detrás, sacó de la
carretera al pequeño vehículo en que viajaban Payá y sus amigos, los
lanzó contra un árbol, y los dos cubanos resultaron heridos de muerte, o
acaso fueron rematados en el hospital para que nunca contaran lo
sucedido, algo que sospechan los familiares de Payá, pero que
difícilmente se podrá probar.
A partir de ese punto se inició la
vil tarea, propia del totalitarismo, de ocultar la realidad. A Modig y a
Carromero les dijeron que si contaban la verdad les aplicarían el
código penal cubano y serían condenados a muchos años de cárcel por
auxiliar a contrarrevolucionarios. A Carromero, además, como era quien
conducía el vehículo, lo drogaron durante días para “ablandarlo” hasta
que admitiera que manejaba a exceso de velocidad por un camino mal
asfaltado, imprudencia que culminó en el accidente que le costó la vida a
Payá y a Cepero.
La tragicomedia duró hasta que Carromero llegó a
España y habló con Rosa María Payá, la hija de Oswaldo, a quien no
podía mentirle: no sólo la policía política había generado el incidente
(nada de accidente), sino que el régimen, absolutamente intacto en su
desprecio por la realidad, había puesto toda su maquinaria al servicio
del encubrimiento del delito. Toda: la policía, la justicia, la
escandalosa propaganda interior y exterior. Afortunadamente Carromero se
lo contó también al diario Washington Post.
La
conclusión es obvia: nada fundamental ha cambiado en la Cuba de los
hermanos Castro. Es el mismo perro, dotado de un collar ligeramente
diferente, que sólo sabe un truco y lo repite hasta el infinito: ocultar
la realidad y ladrar y morder a quien intente desmentirlo.
Periodista y escritor. Su último libro es la novela Otra vez adiós.
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