La fauna de los escritores sin compromiso
¡Cuántas veces he deseado trabajar una novela, que
como las de Flaubert, se compusiera de panorámicos lienzos…! Mas hoy, entre los
ruidos de un edificio social que se desmorona inevitablemente, no es posible
pensar en bordados. – Roberto Arlt
El silencio frente a la inmoralidad tiene que ser
duramente censurado. Si se permite hablar, sea de manera verbal o escrita,
callar es una opción que no puede justificarse cuando las desdichas nos golpean
en la cara. Todo aquél que haya logrado tomar consciencia del bien, cuya
defensa resulta indispensable, debe condenar las expresiones de la malicia.
Hubo épocas en que, por la bestialidad del régimen, las críticas se respondían
con guillotinas, proyectiles o apresamientos. No podemos desconocer que, por
desgracia, existen todavía predicadores de una situación tan ominosa como ésa.
Sin embargo, entretanto haya un resquicio de libertad, se nos impone una obligación
que no corresponde incumplir. Huelga decir que la carga es mayor para quienes,
por diferentes motivos, accedieron a un nivel intelectual en el cual las ideas
pueden ser expuestas sin demasiadas dificultades. El ejercicio de la reflexión
autónoma trae consigo ese deber.
Si bien gran parte del siglo XX, principalmente,
estuvo signada por el compromiso intelectual, muchos escritores quieren que
nuestro tiempo no deje lugar para las preocupaciones de naturaleza política.
Una insensatez de tal envergadura tiene que rebatirse sin conmiseración. Yo no
exijo la presencia de autores que, como André Malraux, recurran al plomo para
defender ideales; esa beligerancia es excepcional. Además, la figura del
combatiente con alma literaria fue mancillada por guerrilleros que, sedientos
de inmortalidad, redactaban diarios mientras oprimían el gatillo y ejecutaban
al correligionario. Empero, es inobjetable que, debido a la gravedad de las
circunstancias, podría irrumpir esa urgencia, volviéndose necesario intervenir
en el conflicto. Desde luego, ésta es una labor que, por las habilidades
requeridas, no podría asumir cualquiera. Lo que no admite ninguna excepción es
el deber de respaldar a quien batalle por nuestros principios.
Aunque la gestión de los negocios públicos esté
protagonizada, en general, por hombres mediocres, bufones y corruptos, evitar
su consideración es un despropósito que no se disculpa. Enorgullecerse de no
tener ningún interés en la conducción del Estado, más aún cuando éste se dirige
a triturar al individuo, desnuda una convicción que será siempre dañina para
nuestra convivencia. No hay guarida que nos salve de la devastación
totalitaria; las gracias del ruiseñor alivian los días en el calabozo, pero
jamás frenan esa reclusión. Nadie discute que, por la cíclica repetición de
sandeces, pueda dominarnos el pesimismo, fundando desconfianzas en torno a
cualquier mejoramiento. Es menos frustrante ocuparse de los problemas
personales, incluso emotivos, que aventurarse a enfrentar las miserias
colectivas. Con todo, dado que ni siquiera la condición literaria puede liberar
de una necesidad como coexistir, no parece inteligente conceder
irrestrictamente a otros esas potestades. Los ciudadanos están en la obligación
de asediar al gobernante, fiscalizando decisiones que, a menudo, implican
abusos.
El desdén
por lo político puede impedir la tranquilidad que se precisa para disfrutar de
la ficción, las conmociones líricas y los dramas del vivir, entre otras
invenciones. Las extravagancias del genial Oscar Wilde fueron posibles en un
ambiente de libertad. El momento en que las convenciones lo perturbaron,
evidenciando la urgencia de cambios normativos, quedó claro cuán vulnerable
podía ser su purismo. En algún instante, la realidad estremecerá esa torre
donde creímos estar seguros. Aun Borges, mortal que encontraba tediosas las
actividades conectadas con el uso del poder, atacó al peronismo, soportando
después la venganza de un régimen contrario a sus valores. Porque la misma
lucidez que aleja de las apreciaciones corrientes, en distintos campos, debe
acabar con el indiferentismo. Dar la espalda equivale a facilitar el
sometimiento. Por consiguiente, no basta con citarse para leer fogosamente a
Rimbaud; es también imprescindible que las reuniones tengan al espíritu subversivo
como musa.
El
autor es escritor, filósofo y abogado.
https://caidodeltiempo.blogspot.com.ar
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