Margaret Thatcher y un legado que no se extingue
Cuando me reuní por primera vez con Margaret Thatcher, juro que
llevaba guantes. Estábamos en su oficina en el Departamento de Educación
en Curzon Street. Tal vez la memoria me falla. Quizás ella acababa de
llegar. Pero sin duda, sentada detrás de su escritorio, llevaba un
sombrero. Era 1973. Era la mujer que, dos años después, sería la líder
del Partido Conservador. De acero, ciertamente. La reputación de roba
leche (en alusión a la política implementada en su gobierno en que los
padres debían pagar por la leche que se entregaba en los colegios) la
hizo suya y vivió con ella. Me daba una charla sobre los colegios
integrales, de los que creó más que cualquier otro ministro. Una mujer
que, en ese momento, pensó que ser canciller era lo más alto a que podía
aspirar. Incapaz de pretender algo distinto. Ser mujer es
indudablemente una de las características, posiblemente la más potente,
que hizo memorable su ascenso al poder hace 25 años y distinto al que se
haya visto en algún hombre.
Thatcher es recordada por sus
logros, pero más por una presencia en envoltura de mujer. Varias mujeres
fuertes en el continente han llegado a la cima, pero esta británica se
volvió un fenómeno, primero por su género. Sin embargo, la mujer cambió.
El género se mantuvo, sus artimañas se desplegaron en forma
planificada. Pero se revistieron de virtudes supuestamente masculinas,
algunas veces más masculinas de lo que cualquier hombre podría reunir.
Se volvió más dura que los duros. Envió a Bobby Sands (integrante del
Ejército Republicano Irlandés que estuvo en huelga de hambre en 1981) a
la tumba de héroe irlandés sin pestañear. Enfrentó a los líderes
sindicales en sus primeros años de gobierno, cuando el temor era que la
pequeña dama no fuera capaz de sentarse a negociar con ellos.
Thatcher
se volvió una líder sumamente segura de sí misma. Sin guantes ni
sombreros, excepto para la realeza o los funerales, pero con los pies
sobre la mesa, un vaso de whisky en la mano en las breves horas de
soledad, a falta de compañeros en el mundo masculino en que dominó
durante 11 años en el poder.
En retrospectiva, creo que de lejos
su mayor virtud es lo poco que le importaba si la gente la quería.
Quería ganar, pero no ponía mucha fe en la sonrisa rápida. Necesitaba
seguidores, siempre que fueran en su dirección, a menudo impopular. Este
es un estilo político, incluso una estética, que se ha desvanecido. La
maquinaria de la gestión política moderna -encuestas, consultoras- se
despliega principalmente para descubrir qué es lo que hace que un
partido o un político gusten más, o lo que es peor, que disgusten.
Aunque en los años de Thatcher no se trataba de hacer que un líder
gustara. Respetado, visto con reverencia, como un político convincente,
si llegaba a gustar o no era un accidente. Este es un estilo que se
extraña. Explica en gran parte la marca que Thatcher dejó en Reino
Unido. Su inolvidable presencia, pero también sus logros en materia de
políticas. Movilizar a la sociedad, por el estado de derecho, contra los
caciques en los sindicatos fue indudablemente un logro. Y en gran parte
no se ha revertido. La venta de viviendas públicas a los arrendatarios
que las ocupaban fue otro, por sobre la desnacionalización de las
industrias y las utilidades que alguna vez se creyeron ineludiblemente y
para siempre en manos del Estado. Ningún cambio de propiedad ni de
poder habría ocurrido sin una líder preparada para arriesgar su vida.
Ahora parece banal.
Estos acontecimientos marcaron un referente.
Unieron personalidad y convicción con la acción. Reino Unido había sido
maltratada por un conservadurismo somnoliento, en un amplio frente de
políticas económicas y prioridades que retrasaron el progreso y, podría
decirse, la prosperidad. Esto es lo que entendemos por la revolución de
Thatcher, que impuso para bien o para mal en el país, parte de la
liberalización que las principales economías del continente saben, 20
años más tarde, que aún necesitan. Creo que en conjunto, fue para mejor,
y así sencillamente, lo hizo el principal sucesor de Thatcher, Tony
Blair. Si el historial de un líder se midiera por la disposición del
otro lado a decidir que no se puede volver atrás, entonces Thatcher pesa
fuerte en la historia. Pero esto tiene un precio. Todavía indagando en
la esencia, tenemos que examinar otros residuos. Mucho del historial de
un líder es basura, y Thatcher no fue la excepción. Thatcher dejó un
oscuro legado, que como sus logros, aún no se desvanece del horizonte
histórico. Tres aspectos de él nunca me dejan de dar vueltas.
El
primero es que cambió en el temperamento de Reino Unido y en los
británicos. Qué ocurrió en manos de esta mujer indiferente a los
sentimientos y al buen juicio que a comienzos de los 80 trajo
calamidades innecesarias a las vidas de varios millones de personas que
perdieron sus empleos. Llevó a disturbios que nadie necesitaba. De
manera más insidiosa, engendró un ánimo de tolerancia al rigor. El
individualismo materialista fue bendecido como una virtud, la clave del
éxito nacional. Todo se justificaba mientras se hiciera dinero y esto
todavía está presente. El thatcherismo fracasó en destruir el bienestar
social. La dama fue perspicaz en intentarlo, y apenas logró reducir la
participación del ingreso nacional que se le otorga al sector público.
Pero el sentido de comunidad se evaporó. Resultó que ya no había
sociedad, al menos en el sentido en que solíamos entenderlo. Ya sea
haciéndonos zancadillas el uno al otro, empujando a rivales sociales del
pasado, golpeando a los fanáticos del equipo rival de fútbol o
idolatrando la riqueza como única medida de la virtud, los británicos se
volvieron más antipáticos. Esta transformación deplorable fue bendecida
por una líder que no supo lo que estaba ocurriendo porque no le
importaba si ocurría o no. Pero ocurrió y parece imposible revertir sus
consecuencias. Segundo, ahora es más fácil ver el alcance del revés que
infligió en la idea de Reino Unido respecto a su propio futuro. Las
naciones necesitan conocer el panorama global del que forman parte y,
coincidiendo con la llegada de Thatcher a la cima, la claridad
aparentemente se había abierto paso a través de las nubes de la
ambivalencia histórica. (El ex primer ministro conservador) Edward Heath
nos hizo ingresar a Europa, y un referéndum en 1975 confirmó la
aprobación nacional para la medida. La premier Thatcher heredó un
asentado estado de europeísmo británico, en el cual Bruselas y la
Comunidad (Europea) comenzaron a influir, y a menudo determinar, la
manera británica de hacer las cosas. Ella añadió sus propios
revestimientos a esta intimidad, dirigiendo la creación de un mercado
europeo único que subordinara las potencias nacionales al colectivo.
Pero respecto al tema de Europa, Thatcher se volvió una figura
contradictoria. Condujo a Reino Unido a ser aún más parte de Europa,
mientras nos hablaba de estar más afuera. Su empeño en persuadir a los
británicos de tener una actitud de hostilidad hacia el grupo con el que
pasó 11 años profundizando relaciones, debe ocupar un alto lugar en
cualquier catálogo de antiestadismo. Aún vivimos con eso también.
Tampoco
podemos olvidar lo que pasó con la agencia que hizo a Thatcher
mundialmente famosa: el Partido Conservador, del que ella parecía una
improbable líder. Sin él, no habría sido nada. El partido la escogió en
un ataque de desesperación. Tenía una profunda e instintiva hostilidad
hacia las mujeres encabezando lo que fuera y la puso ahí. Aún así, su
efecto a largo plazo parece haber sido destruirlo. El partido que la
llevó tres veces al triunfo electoral se volvió incandidateable por una
generación.
Hay muchas razones para esto. Thatcher era una figura
natural y, quizás incurablemente, divisoria. Parte de sus evidentes
virtudes era su indiferencia a las convenciones políticas informales.
Llegó a un punto crítico respecto a su política fallida más evidente,
Europa. Perdió siete ministros de gabinete por la cuestión de Europa, un
récord que permeó al partido en los años que siguieron, y que todavía
lo afecta. Por lo que la mujer que conocí en Curzon Street,
elegantemente abultada, ahora puede ser vista en la historia con un
inesperado logro a su cuenta. Arruinó a su propio partido, mientras
promovía, mediante un giro muchas veces tortuoso, la resurrección del
laborismo. La última vez que nos reunimos fue después que todo esto
había terminado. Habíamos mantenido una extraña relación. Por alguna
razón ella continuaba considerándome alguien con quien valía la pena
hablar. Aunque escribí columnas de hostilidad bastante implacables hacia
la mayor parte de lo que ella había hecho. Era obvio que, a la vez que
admitiendo que yo tenía “convicciones”, nunca leyó una palabra de mi
trabajo. De hecho, por años menospreció a los escritores, con excepción
de los que escribían sus discursos. Por qué no te consigues un trabajo
mejor, se burló una vez. Pero en ese último encuentro su tono era
distinto. Recién había terminado el primer volumen de sus memorias, las
que insistía eran su propio trabajo. Había sido un trabajo terrible,
dijo. Para mí estaba muy bien escribir libros. Yo era un escritor
profesional. Ella no. Había sido muy difícil poner las palabras y
párrafos en el orden correcto, una tarea para la cual, finalmente
reconoció, había contratado a alguien.
Pero ahora era la historia
lo que importaba. Poner las cosas en claro. Asegurarse que el veredicto
no fuera usurpado por otros. Todo tiene su época. Las promesas. La
acción. La palabras. Los sombreros. Los guantes. Las carteras. Ahora era
el momento de las palabras, y nadie, a pesar de todo, las habría dicho
mejor que la dama que en 1979 pensó que el cielo estaba más allá de su
alcance.
Hugo Young fue un columnista político para The
Guardian y biógrafo de Margaret Thatcher. Escribió este artículo en
2003, dos semanas antes de morir.
(C) Guardian News & Media Ltd.
2013.
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