De Chechenia a Estados Unidos
Ni bien se supo que los
autores de los atentados contra el Maratón de Boston eran de origen
checheno, la embajada de la República Checa emitió un comunicado
explicando al público norteamericano que ese país nada tiene que ver con
la república del Cáucaso Norte. Era una aclaración sorprendente pero
lógica, porque el desconocimiento acerca de Chechenia es casi unánime:
no hay más de unos pocos cientos de chechenos en Estados Unidos.
En el imaginario colectivo, es irrelevante que los hermanos Tsarnaev
hayan actuado en solitario o coordinado sus acciones con algún grupo
terrorista caucásico, porque inevitablemente será a partir de ahora el
origen, y no sólo la filiación, lo que haga de un checheno un
sospechoso. Una situación ideal para Rusia, que combate el terrorismo
checheno indiscriminadamente desde hace muchos años, pero que hasta
ahora no había logrado una activa solidaridad internacional, dadas las
atroces denuncias de violación de los derechos humanos en ese conjunto
de repúblicas. El propio FBI había interrogado al hermano mayor,
Tamerlan, a pedido del gobierno ruso y lo había dejado ir rápidamente.
Lo ocurrido con estos hermanos resume de forma casi perfecta lo
sucedido con Chechenia desde la caída del imperio soviético: la
migración del sentimiento nacionalista entre un sector grande de
ciudadanos hacia el islamismo radicalizado a medida que Moscú ha
sometido, con métodos drásticos, a esa república. Aunque las
investigaciones podrían arrojar nuevos hechos que desmientan esta
versión inicial, la policía cree por ahora que los hermanos actuaron por
su cuenta, inspirados en el fanatismo islámico más que por militancia
en una organización. ¿De dónde vino la inspiración? Muy probablemente de
esa frustración del sentimiento nacionalista que se ha ido
transmitiendo de generación en generación y que, en el contexto actual,
ha ido emigrando hacia el refugio islámico. Algo, por lo demás, nada
difícil de entender, si se tiene en cuenta que Chechenia es una
república abrumadoramente musulmana.
El nacionalismo checheno viene de antiguo. Colonizada por Pedro el
Grande en el siglo XVIII, Chechenia nunca dejó de pelear por su
independencia. La guerra ha sido su destino, la mayor parte de las veces
contra Rusia. Ese espíritu indómito le costó grandes masacres y
desplazamientos de población, por ejemplo, cuando Stalin deportó a 40
por ciento de su gente a Siberia para tratar de rusificar a la
república. El islam es una presencia desde hace siglos, pero su versión
radical, y en particular la influencia del wahabismo de origen saudita,
es muy reciente.
De hecho, la primera guerra de Chechenia tras la caída del imperio
soviético, ocurrida entre 1994 y 1996, todavía no registraba una
presencia islamista significativa. Los chechenos eran esencialmente
nacionalistas. La pírrica victoria de los chechenos, que expulsaron a
Rusia de Grozni pero se quedaron con una república en la que
prácticamente nada quedaba en pie, fue un clima perfecto para que el
islamismo, que rondaba pero no había penetrado con fuerza, encontrara en
el sentimiento de frustración y odio de muchos ciudadanos,
especialmente varones jóvenes, temperamentos receptivos a un discurso
totalizador que justificara con elementos espirituales la violencia.
Chechenia salió de esa guerra con una independencia de facto que
Boris Yeltsin le concedió para asegurarse la reelección, pero con un
liderazgo muy débil, el encarnado por Aslan Maskhadov, el gobernante
nacionalista, que no fue capaz de prevenir el crecimiento del fanatismo.
Su visión del islam era secular y moderada, en la tradición chechena
antigua, pero en ese ambiente el wahabismo ya empezaba a hacer estragos
entre mucha gente. De allí que Shamil Basayev e Ibn Khattab pudieran
crear una organización terrorista como la Brigada Internacional
Islámica, que utilizó el nacionalismo para ganar adeptos en el nuevo
enfrentamiento con Rusia, que ellos en parte provocaron. La respuesta de
Moscú, donde Yeltsin nombró primer ministro a Vladimir Putin, fue de
una gran ferocidad. De ese conflicto, iniciado en 1999 y que para
algunos todavía continúa, aunque ahora no en Chechenia sino en
Daguestán, salió el islamismo debilitado sólo en apariencia, es decir
militarmente, porque su capacidad para conquistar adeptos aumentó. El
sentimiento ultrajado de los sobrevivientes de la guerra fue un caldo de
cultivo para el islam fanatizado, que usó el nacionalismo para proponer
una yihad permanente.
La expresión de ese yihadismo son hoy una serie de grupos, pero
especialmente uno, “Emirato del Cáucaso”, en el que el FBI y la CIA han
puesto la puntería tras los atentados de Boston para averiguar si hay
alguna conexión entre los autores y el terrorismo caucásico. La
organización liderada por Doku Umarov figura en listas de grupos
terroristas, pero es la menos conocida en la clase política, los medios
de comunicación y el público en general. La gran cuestión es si la yihad
del “Emirato del Cáucaso” es sólo local y tiene como único enemigo a
Rusia, como se creía, o posee ya alcances globales, como Al Qaeda, con
la que tiene coincidencias ideológicas. Porque, de ser así, la lucha
contra el terrorismo tendría, a partir de ahora, que poner un énfasis
bastante mayor en tratar de detectar sus actividades fuera de la zona,
especialmente Daguestán, donde opera en el sur de la Federación Rusa.
Aun si no hay nexos claros y directos entre Boston y Chechenia, el
hecho de que los hermanos Tsarnaev llevaran espontáneamente sus
creencias religiosas e ideológicas al extremo de incurrir en terrorismo
contra una población civil, la estadounidense, que nada tiene que ver
con el drama de su lugar de origen, implica un desafío de seguridad
interna muy serio. Y no sólo para Estados Unidos sino, y acaso en mayor
medida, para Europa, pues el grueso de los refugiados chechenos acaban
en el Viejo Continente. Entre los más de 50 mil refugiados anuales que
admite Estados Unidos, casi nunca figuran chechenos.
El escenario hipotético de dos chechenos volcando su islamismo contra
civiles estadounidenses dentro del territorio norteamericano es un duro
golpe psicológico para Estados Unidos. Porque una cosa es una
organización terrorista extranjera que infiltra militantes en la
sociedad para preparar el atentado contra las Torres Gemelas, y otra
distinta son un par de hermanos que llegaron a Estados Unidos siendo
muchachos y a la distancia desarrollaron una mezcla de sentimientos
nacionalistas e identificación espiritual con el islamismo fanático que
los llevó a atentar contra el Maratón de Boston. ¿Quiere decir que todo
ciudadano originario de un país musulmán que vive en Estados Unidos es
susceptible de alienación al extremo de entregarse, desde el interior de
la propia sociedad estadounidense, a una causa criminal? Las primeras
versiones filtradas por la policía hablan de la posibilidad de que los
hermanos Tsarnaev hayan querido “vengar” con sus atentados las
ocupaciones de Irak y Afganistán. ¿Quiere eso decir que entre los
jóvenes musulmanes que viven en Estados Unidos hay otros potenciales
terroristas?
Estas son las preguntas que nadie se atreve a hacer en público y que
las autoridades, cuidadosas de no estereotipar a ningún grupo, evitan
pronunciar, pero que no pocos se hacen en privado. Se las hacen también
las autoridades, por cierto. ¿Cómo se organiza una ofensiva preventiva
contra la posibilidad de que jóvenes musulmanes de origen caucásico o
cualquier otro origen relacionado con el islam puedan sentirse
espontáneamente llamados a usar la violencia internamente? Y sobre todo,
¿cómo se hace eso en democracia, en una república donde hay límites a
lo que las autoridades pueden hacer para controlar a la población civil?
Las preguntas se las hacen también los ciudadanos musulmanes y esos
pocos chechenos que habitan en los Estados Unidos (y viven, por cierto,
mayormente en Boston). Si a los atentados contra las Torres Gemelas
siguieron muchos años de tensa convivencia con la comunidad musulmana de
origen árabe, a esos atentados previsiblemente seguirán años de
convivencia muy difícil con musulmanes que tengan otro origen, sobre
todo caucásico.
Todo aquel que haya vivido en un país con terrorismo sabe que a la
larga, por atroz que suene, uno aprende a convivir con él. Pero eso
requiere muchos años de constante violencia que vaya adormeciendo la
capacidad de sentir miedo entre una gran parte de la población e
instalando un antídoto en la psiquis que permita ver con algo de
distancia protectora la sucesión de hechos de sangre. Es, en última
instancia, un mecanismo de supervivencia o, al menos, de defensa contra
la desesperación. Pero cuando un país no ha vivido bajo el terrorismo y
un buen día lo descubre, el efecto psicológico es distinto. Es una
mezcla de miedo, desconcierto, ignorancia y pérdida de inocencia. Eso
pasó con los atentados del 11 de septiembre. Y el efecto, con este nuevo
atentado, parece ser el mismo, aunque menos intenso que aquella vez.
Es cierto: Estados Unidos había visto actos terroristas antes,
tuvieran ellos que ver con grupos de extrema derecha con dimensiones
anarquistas enfrentados al gobierno federal o, mucho antes, por ejemplo,
con grupos independentistas puertorriqueños. También habían visto
violencia política, incluyendo a presidentes asesinados. Para no hablar
de guerras. Pero a lo que no estaban acostumbrados los estadounidenses
era al terrorismo interno con raíces foráneas en condición casi
permanente. Y esto es lo que los atentados de Boston, ocurridos tantos
años después del 11 de septiembre de 2001, han venido a recordarle al
ciudadano estadounidense: que el terrorismo islamista sigue teniendo
capacidad de atentar dentro de las fronteras del país más de una década
después de las Torres Gemelas.
A pesar del tiempo transcurrido y todo lo que hoy saben los
norteamericanos sobre el terrorismo islámico, Boston vuelve a sembrar
miedo, provocar desconcierto, evidenciar ignorancia y causar pérdida de
inocencia. Porque, repito, una cosa es que el enemigo te envíe
terroristas con una misión predeterminada, y otra, que ciudadanos
criados en tu país desarrollen una identificación aparentemente
espontánea con una ideología del terror extranjera. Eso hace que el
terrorismo dentro del territorio estadounidense pueda provenir de
múltiples fuentes y durar mucho tiempo. Es un enemigo quizá más difícil
de combatir psicológicamente que Al Qaeda. Porque quiere decir que,
virtualmente, cualquier conflicto extranjero en el que el islamismo
violento logre meter un pie, como lo hizo en el Cáucaso Norte, puede
convertir a muchachos aparentemente normales en agentes del odio
sangriento.
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