El hartazgo como necesidad vital
La
alabanza y la censura, la aprobación y la desaprobación, ya sean
científicamente justificadas o no, son tan esenciales a la vida normal de la
sociedad como a la del individuo. Arthur
Koestler
Cuando
pasan inadvertidas las exageraciones, sin importar el ámbito donde aparezcan,
es válido afirmar que no se tiene una facultad de gran valor. Un hombre que
pretenda tomar decisiones serias, las cuales no estén en disputa con la
racionalidad y el buen gusto, debe notar los excesos. Los mortales que aspiran
a ser prudentes, por ejemplo, tienen la obligación de trabajar ese atributo.
Según su óptica, se nos aconseja evitar los extremos porque, supuestamente, no
habría sitio allí sino para el peligro. Respecto a esta posición, es oportuno
acentuar que la radicalidad no merece sólo cuestionamientos; por el contrario,
actitudes como ésa pueden mejorar nuestra existencia. En general, las tibiezas
han servido para reconfortar a los mediocres, cobardes e ineptos. Ello implica
la necesidad, tal vez imperiosa, de no contemplar el mundo con desdén. Las
opciones que se nos presentan son diversas; por tanto, debemos reconocer cuáles
pueden beneficiarnos, pero también saber cuándo son perjudiciales. Las personas
que son incapaces de hacer esto tienen al despropósito como brújula.
Nadie
tiene por qué soportar las torpezas del prójimo. Es meritorio que, mediante
acciones de naturaleza diplomática, se procure su corrección; creer en los
cambios más extraordinarios será siempre humano. No obstante, confirmándose
reiteradamente que la situación es irremediable, corresponde terminar con las
delicadezas. Si cada individuo es una obra de sí mismo, no cabe sentirse
responsable por sus falencias. La mayor contribución que se puede hacer es
señalar, con vehemencia, todas las equivocaciones del semejante. No interesa
que, como sostienen algunas personas, el crítico tenga colosales vicios, pues
los cuestionamientos en torno a nuestra conducta nunca dejarán de ser
provechosos. Recordemos que el progreso es posible a partir del reconocimiento
de un error, por lo cual las colaboraciones para encontrarlo deben agradecerse.
Siguiendo este razonamiento, la gente que nos tolera menos puede ayudarnos
mucho en el afán de evolucionar. La conmiseración y las posturas que denotan
indulgencia nos ofrecen un silencio estéril.
Aguantar
diariamente las tonterías de los demás sujetos no puede ser considerado
virtuoso. Lo normal es que tengamos límites, porque la convivencia vuelve
necesario su establecimiento. Cuando alguien rebasa esas fronteras del mundo
civilizado, perturbando la paz que precisamos para desarrollar nuestras
actividades, sentirse molesto es razonable. En particular, exceptuando a
quienes ejercen el profesorado, las personas no deben consentir los absurdos
defendidos con apasionamiento ni, peor todavía, la ignorancia que se produce
por pereza. Nada parece tan entendible como cansarse pronto de la incultura que
deambula sin vergüenza. Yo no encuentro fraternidad en el hecho de callar
frente a la grosería del interlocutor; esas complicidades amargan ambas vidas.
Debe haber un momento en el que juzguemos inaceptable una sistemática oposición
al saber. Además, exteriorizar el fastidio provocado por esas estupideces es
saludable, ya que puede librarnos de disgustos en lo venidero. Raros son los
que insisten en buscar a quienes les expresan su aborrecimiento.
Cuando
los ciudadanos no se hartan de los abusos del gobernante, lo único que puede
aguardarse es una realidad cada vez más sombría. Debe haber hasta repugnancia
por las medidas que, contraviniendo libertades civiles y políticas, sean
consumadas en pos de satisfacer sus ansias. Tiene que llegarse a un punto en el
cual nuestra reacción sea ineludible. No se trata únicamente de indignarse; es
fundamental que lo manifestemos con ímpetu. Al ser ese hastío un fenómeno que
trasciende lo cerebral, puede fundar grandes compromisos. Gracias a esa clase
de estallidos, está permitido soñar con las transformaciones que son
indispensables para revocar los embrutecimientos del presente. Mientras las
democracias tengan individuos que posean esta cualidad, la cesación de los proyectos
autoritarios jamás será imposible.
El autor es escritor, filósofo y abogado.
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