El futuro ya llegó
No hay nada que esperar. El futuro ya llegó. La tecnología está cambiando nuestra vida todos los días. Nada es igual que ayer.
En
mi casa y oficina los cables están desapareciendo poco a poco. La
agenda, calendario y fotografías de mi celular se acoplan
automáticamente con la nueva información que tengo en la computadora sin
que yo apriete un solo botón. Y si perdiera o me robaran el teléfono,
hay una “nube” en algún lugar que guarda todos mis datos.
Esa
“nube” es, en realidad, una supercomputadora escondida en algún lugar de
Estados Unidos que acumula hasta mis datos más íntimos. Nada es
secreto. No le creo a ninguna compañía, ni al gobierno, de que nuestra
información es confidencial. Ya ven, ante una supuesta amenaza
terrorista en Yemen el Departamento de Justicia tuvo acceso a todos los
records telefónicos, personales y profesionales, de varios reporteros de
la agencia AP. Y ni siquiera se disculpó.
Vivimos en un mundo
transparente. Las paredes y los muros han caído. Eso, ciertamente,
promueve el contacto y la libre transmisión de la información. Pero, al
mismo tiempo, nos expone y nos deja vulnerables ante todos los demás.
Mi
nueva regla cibernética es muy sencilla: si no quieres que se sepa, no
lo digas por celular, no lo textees, no lo pongas en un correo
electrónico. Cuando hablo por teléfono o me escribo digitalmente con un
amigo o con una fuente siempre supongo que alguien, en algún lugar,
también nos puede oír o leer. Wikileaks demostró que hasta los secretos
de estado más escondidos son, en realidad, del dominio público. Todo lo
que escribimos es como si estuviéramos en Twitter o Facebook con siete
mil millones de seguidores y amigos.
Los medios ahora son
instantáneos. Ya no es noticia que los periódicos de papel están
desapareciendo y que los libros digitales empiezan a robarle una parte
importante del mercado a los de portada dura. Las cadenas de televisión y
las universidades, que parecían instituciones inamovibles, tampoco
están a salvo.
Los ratings de las principales cadenas de
televisión en inglés en Estados Unidos siguen cayendo en un mercado
canibalizado por canales de cable y opciones más atractivas y atrevidas
en la internet. Es un concepto casi dinosáurico el esperar que un
televidente haga una cita–digamos, miércoles a las 9 de la
noche– para ver su programa favorito. El nuevo consumidor de noticias y
entretenimiento escoge cuándo, cómo y dónde las ve.
Las
universidades también tienen un desafío monumental. ¿Por qué un
estudiante va a querer escuchar a un profesor en persona durante hora y
media –y pagar 50 mil dólares al año por repetir ese privilegio– cuando
por internet puede ver y leer –sin moverse de su cama, gratis o a un
costo bajísimo– conferencias magistrales de los principales
especialistas en ciencia y literatura de Harvard, Oxford, Yale y
Stanford? El contacto interpersonal y el debate académico es
irremplazable, lo sé. Pero la calidad de las ponencias universitarias y
de posgrado por internet compiten con los mejores profesores del mundo.
¿Qué
vale más en la época dominada por los inventos de Steve Jobs y Bill
Gates (quienes, por cierto, nunca terminaron la universidad)? ¿Un título
universitario o una auto-educación cibernética con los mejores
exponentes del planeta?
La ropa que usamos también está
cambiando. Así como hay fast food o comida chatarra, también hay fast
fashion o ropa chatarra. El reciente accidente en un edificio de
fábricas textiles en Bangladesh, que cobró la vida de más de mil
personas, refleja la feroz competencia entre corporaciones
internacionales para producir ropa modernísima y cada vez más barata.
Con trabajadores en China, Bangladesh, India, Birmania y Vietnam, que en
muchos casos apenas ganan un dólar diario, se está produciendo ropa muy
accesible y de mediana calidad pero con estilos y diseños de la última
moda dictada en París y Milán.
Así, trajes y vestidos que antes
solo podían usar los más ricos y famosos están hoy disponibles para esa
creciente clase media mundial. Es ropa prácticamente desechable, por su
precio. Y eso ha generado un nuevo apetito consumista por usar mañana lo
que estuvo ayer en las pasarelas de Londres y Nueva York. Se acabaron
las colecciones para cuatro temporadas; ahora se produce para un
consumidor que devora ropa mes con mes.
¿Y quién usa relojes
caros en la época de los celulares? Solo los que quieren hacer creer que
tienen más de lo que tienen y los ricos que no saben qué hacer con su
dinero.
Mi abuelo Miguel, que nació exactamente en el 1900, tuvo
que pasar décadas para ver cambios fundamentales en su vida: la
electricidad, el auto, el avión. Hoy me tengo que adaptar a los cambios
de ayer. Abro y prendo mi auto sin llave, recibo las noticias
literalmente en una pantalla en la mano y el código genético de mis
hijos podrá ser modificado para no sufrir las mismas enfermedades que el
abuelo Miguel (a quien ya no conocieron).
El futuro ya llegó y nuestro único temor debe ser el no adaptarnos lo suficientemente rápido y que nos deje atrás.
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