El hombre sin cualidades
El País, Madrid
Estuve una semana en París y el fantasma de Hannah Arendt me salió al
encuentro por todas partes. En tres cines del Barrio Latino exhibían la
película que Margarethe von Trotta le ha dedicado y me gustó mucho
verla. No es una gran película pero sí un buen testimonio sobre la recia
personalidad de la autora de Los orígenes del totalitarismo, su lucidez y su insobornable independencia intelectual y política.
El film está casi totalmente centrado en el reportaje que Hannah Arendt escribió, a pedido suyo, para The New Yorker
sobre el juicio al criminal nazi Adolf Eichmann que se celebró en
Jerusalén en 1961, y el escándalo y la controversia que provocó, sobre
todo al aparecer ese texto ampliado en un libro en 1963, donde la
pensadora alemana desarrolla su teoría sobre “la banalidad del mal”. La
actriz Barbara Sukowa hace una sutil interpretación de Arendt; la mayor
flaqueza de la película es la fugaz y caricatural descripción que
presenta del vínculo que unió a Hannah Arendt con Martin Heidegger, de
quien fue primero discípula, luego amante eventual y al que, pese a la
cercanía que aquel tuvo con el nazismo, profesó siempre una admiración
sin reservas (al cumplir Heidegger 80 años le dedicó un largo y generoso
ensayo).
Y, justamente, nada más salir del cine de ver esa película, descubrí
que en el pequeño teatro de La Huchette, donde se siguen dando las dos
primeras obras de Ionesco (La cantante calva y La lección) que vi en 1958, se representaba también la obra de un autor argentino, Mario Diament, Un informe sobre la banalidad del amor, subtitulada Historia de una pasión, y dedicada a las relaciones de Hannah Arendt y Heidegger.
¿Existió realmente una pasión entre la brillante muchacha judía que
padeció persecuciones, pasó por un campo de concentración y debió
exilarse en Estados Unidos para escapar a la muerte y el gran filósofo
del ser, que aceptó ser rector de la Universidad de Friburgo bajo las
leyes nazis y murió sin haber renunciado nunca a su carnet de militante
del Partido Nacional Socialista? En la obra de Diament, sí, tuvieron una
pasión compartida, duradera y traumática, que ni las atrocidades del
Holocausto pudieron abolir del todo. La obra está bien hecha y los dos
actores que encarnan a los protagonistas son magníficos —Maïa Guéritte y
André Nerman—, pero en la realidad, al parecer, la pasión fue bastante
asimétrica, más profunda y constante de parte de la discípula que del
filósofo, en quien aparentemente tuvo un sesgo más superfluo y
transitorio (la verdad es que sobre este asunto hay todavía más
conjeturas y chismografías que verdades comprobadas).
En todo caso, estos episodios me llevaron a leer Eichmann en Jerusalén,
que había dejado sin terminar la primera vez que lo tuve en las manos.
Leído ahora, medio siglo después de su publicación, sorprende que ese
denso, intenso y admirable ensayo pudiera provocar al aparecer ataques
tan grotescos como los que recibió su autora (llegó a ser acusada de
“pro nazi” y “anti judía” por algunos exaltados fanáticos que firmaron
manifiestos para que fuera expulsada de la universidad norteamericana
donde enseñaba). Pero no debería llamarnos demasiado la atención pues el
siglo XX no fue sólo el de las grandes carnicerías humanas sino también
el del fanatismo y la estupidez ideológica que las incitaron.
La rigurosa autopsia a que somete Hannah Arendt al teniente coronel
SS Adolf Eichmann, hombre de confianza de Himmler y uno de los más
destacados especialistas del régimen hitleriano en “el problema judío”
—mejor dicho, en la exterminación de unos seis millones de judíos
europeos—, a raíz de los documentos y testimonios que se exhibieron en
el juicio, arroja unas conclusiones escalofriantes y válidas no sólo
para el nazismo sino para todas las sociedades envilecidas por el
servilismo y la cobardía que genera en la población un régimen
totalitario. El espíritu romántico, congénito a Occidente, nunca se ha
liberado del prejuicio de ver la fuente de la crueldad humana en
personajes diabólicos y de grandeza terrorífica, movidos por el ideal
degenerado de hacer sufrir a los demás y sembrar su entorno de
devastación y de lágrimas. Nada de esto asoma siquiera en la
personalidad de ese mediocre pobre diablo, fracasado en todo lo que
emprende, inculto y tonto, que encuentra de pronto, dentro de la
burocracia del nazismo, la oportunidad de ascender y disfrutar del
poder. Es disciplinado más por negligencia que convicciones, un instinto
de supervivencia abole en él la capacidad de pensar si hay en ello
algún riesgo, y sabe obedecer y servir a su jefe con docilidad perruna
cuando hace falta, poniéndose una venda moral que le permite ignorar las
consecuencias de los actos que perpetra cada día (como despachar trenes
cargados de hombres, mujeres, niños y ancianos de todas las ciudades
europeas a los campos de trabajos forzados y las cámaras de gas). Con
énfasis aseguró Eichmann en el juicio que nunca había matado a un judío
con sus manos y seguramente no mintió.
Cualquiera que haya padecido una dictadura, incluso la más blanda, ha
comprobado que el sostén más sólido de esos regímenes que anulan la
libertad, la crítica, la información sin orejeras y hacen escarnio de
los derechos humanos y la soberanía individual, son esos individuos sin
cualidades, burócratas de oficio y de alma, que hacen mover las palancas
de la corrupción y la violencia, de las torturas y los atropellos, de
los robos y las desapariciones, mirando sin mirar, oyendo sin oír,
actuando sin pensar, convertidos en autómatas vivientes que, de este
modo, como le ocurrió a Adolf Eichmann, llegan a escalar las más altas
posiciones. Invisibles, eficaces, desde esos escondites que son sus
oficinas, esas mediocridades sin cara y sin nombre que pululan en todos
los rodajes de una dictadura, son los responsables siempre de los peores
sufrimientos y horrores que aquella produce, los agentes de ese mal
que, a menudo, en vez de adornarse de la satánica munificencia de un
Belcebú se oculta bajo la nimiedad de un oscuro funcionario.
Kafka ya lo identificó en esos invisibles personajes que juzgan y
ejecutan a inocentes como K. por crímenes fantásticos e inexistentes,
pero el gran mérito de Hannah Arendt es haber sacado de la literatura a
ese hipócrita y darle el protagonismo que merece como secuaz
indispensable de los verdugos y haberlo tipificado como el agente
predilecto del mal en el universo totalitario.
Eichmann “no era ni un Yago ni un Macbeth”, dice Hannah Arendt, ni
tampoco un estúpido. “Fue la pura ausencia de pensar —lo que no es poca
cosa— lo que le permitió convertirse en uno de los más grandes
criminales de su época. Esto es ‘banal’ y hasta cómico, pues, ni con la
mejor voluntad del mundo se consiguió descubrir en Eichmann la menor
hondura diabólica o demoníaca”. Lo terrible de Eichmann es que no era un
hombre excepcional, sino uno común y corriente. Lo que significa que
todo hombre común y corriente, en ciertas circunstancias (una dictadura
hitleriana, por ejemplo), puede convertirse en un Eichmann.
Algo de esto había dicho años antes Georges Bataille, comentando el
prontuario criminal del valeroso compañero de batalla de Juana de Arco
al que se le descubrió más tarde que asesinaba niños en serie porque era
un pervertido sexual: que, nos guste o no, en el fondo de todos
nosotros, no sólo los “malos”, también los “buenos”, se esconde un
pequeño Gilles de Rais.
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