Por qué la universidad debería ser totalmente privada

La práctica totalidad de la población coincide en que la enseñanza es
uno de los pilares del Estado de Bienestar. Hablar de una privatización
de la educación que vaya más allá del cheque escolar parece ser un tema
tabú, incluso para los liberales. Sin embargo, la teoría económica
permite comprender por qué no sólo es recomendable sino imprescindible
para el desarrollo que la enseñanza, especialmente la
superior/universitaria, sea completamente privada.
Lo esencial es tener claro qué debe ser y qué no debe ser la
enseñanza universitaria. Por resumirlo, la universidad debe convertirse
en una empresa cuyo propósito sea el de fabricar o proveer un bien de
capital harto concreto y específico: el llamado capital humano muy
especializado. La universidad no debe ser un foro público para adquirir
una formación general un tanto más profunda que la proporcionada por la
enseñanza secundaria y que nos convierta en buenos ciudadanos. O, al
menos, no debe ser eso si luego pretendemos que esos años de carrera
lectiva nos sirvan para lograr un sobresueldo en el mercado laboral.
Por consiguiente, la universidad produce capital humano,
esto es, inocula a sus clientes/estudiantes una serie de conocimientos
teórico-prácticos que, con posterioridad, deberían permitirles producir
en el mercado una mayor cantidad de bienes y servicios que otros agentes
sin esa formación: el capital humano debe servir para incrementar la productividad de los trabajadores y, por tanto, lograr sueldos más elevados.
El capital humano, pues, es un bien de capital más, con todo lo que
ello entraña: su valor depende de su capacidad para generar bienes
económicos valiosos dentro de un plan empresarial en el que deberá
coordinarse y complementarse con otros bienes de capital. Los
sobresueldos (o los beneficios extraordinarios, si el estudiante se
vuelve autónomo) son precisamente la remuneración de ese bien de
capital, como los dividendos lo son de las acciones o los intereses de
la renta fija. Y el sobresueldo podrá pagarse si un trabajador que
dispone de un cierto capital humano es más productivo dentro de un
determinado plan empresarial que otro trabajador que carece de ese
capital humano.
La tarea de las universidades no es nada sencilla. En cierto modo,
cabe reputarlos como centros productivos de una enorme complejidad: su
materia prima es un conocimiento tremendamente especializado –pensemos
en la cantidad de licenciaturas y de maestrías que existen dentro de
éstas– que año a año queda desfasado por el avance de la ciencia, por el
eventual cambio de gustos de los consumidores y por las nuevas
metodologías docentes. Sus clientes, los estudiantes, tienen que recibir
una formación puntera (pues, en caso contrario, saldrán al mercado
laboral y serán desplazados por otros trabajadores mejor adiestrados),
que esté adaptada a las necesidades del consumidor (pues, en caso
contrario, no habrá empresarios que quieran incorporarlos a sus planes
de negocio abonándoles un sobresueldo) y que les sea lo más inteligible
posible (pues, si no, todos los esfuerzos docentes serán en vano).
No se trata sólo, por tanto, de formar a los mejores arquitectos –o
ingenieros, o economistas o juristas– posibles desde un punto de vista
técnico, sino también a aquellos que sepan diseñar las construcciones
que vayan más en consonancia con los gustos de los consumidores (o
quizá, si hay exceso de construcciones y arquitectos, lo acertado sea no
formar a ningún arquitecto). Los conocimientos que adquieren, en
definitiva, no han de ser útiles para la formación personal y humana del
alumno o para el avance en abstracto de la ciencia –para lo cual puede
haber otros centros adscritos a la universidad que realimenten la labor
de la docencia–, sino para el consumidor, que al final es quien le
pagará el sobresueldo al estudiante.
Así las cosas, un capital humano que no cumpla con estos tres
requisitos –excelencia técnica y adaptación a las necesidades del
consumidor que permita lograr un sobresueldo en el mercado– puede
considerarse una mala inversión, equiparable a la de un promotor
inmobiliario que en el auge de una burbuja del ladrillo siguiera
construyendo más y más viviendas que luego no ha podido colocar a buen
precio.
La cuestión es si la universidad pública puede proveer un capital
humano que no sea en general un cúmulo de malas inversiones o si, por el
contrario, el buen capital humano sólo podrá gestarse en centros
universitarios privados sometidos a la competencia del mercado y a la
ausencia de regulación del sector público.
Existen razones que afectan tanto a la oferta –a la manera que tienen
las universidades de funcionar y enseñar– como a la demanda –a la
cantidad y calidad de estudios que desean contratar los estudiantes–
para concluir que, como en cualquier otro centro productivo
especializado, es imprescindible que la universidad esté sometida por
entero a la competencia propia del libre mercado.
Entre las de oferta, la universidad debe ser suficientemente flexible
como para adaptar su conocimiento técnico y sus métodos docentes a las
muy cambiantes necesidades del mercado (de las empresas y de los
consumidores). El profesorado –y la organización de éste dentro de la
universidad– ha de estar sometida a una reelaboración continuo; una
flexibilidad que sólo puede lograrse no a golpe de planificación central
y de planes quinquenales, sino merced a la presión competitiva de otras
universidades más eficientes que pueden terminar desplazando a las
menos eficientes. Es necesario que los modelos educativos que queden
desfasados puedan desaparecer y no se eternicen gracias a la teta del
presupuesto público; para lo cual resulta a su vez necesario que los
empresas y la administración puedan discriminar entre los títulos de
distintas universidades según su calidad: una licenciatura en una
universidad puntera no puede ser equiparable a una licenciatura de una
universidad deficiente.
Asimismo, la competencia entre universidades no sólo afectaría a la
calidad de sus servicios, sino también a su coste. Internet, los Ebooks y
demás nuevas tecnologías ofrecen un sinfín de posibilidades para
desarrollar nuevos modelos educativos que vayan más allá de la
universidad tradicional. La participación de un centro de enseñanza
superior en la formación del capital humano puede ser muy variable:
desde la tutela directa y presencial de un equipo docente durante 20
horas semanales a lo largo de cinco años a la provisión del material
docente y posterior certificación de que un determinado alumno ha
adquirido por su cuenta los conocimientos reconocidos en su título,
pasando por la enseñanza online presencial o no presencial. Cada
universidad podría configurar su propia oferta de servicios académicos,
cuyo precio sería creciente con su coste (con el grado de implicación en
la formación) y permitiría a una variedad muy amplia de alumnos, con
niveles de renta muy diversos, acceder a un mismo título. A día de hoy
ya existen numerosos centros que cobran sólo por examinar y certificar
la adquisición de unos determinados conocimientos, sin perjuicio de que,
abonando un sobreprecio, los estudiantes puedan comprar directamente
los materiales o asistir a clases presenciales.
Igualmente, tampoco tiene demasiado sentido que la carrera
universitaria sólo pueda ser un corpus inseparable de conocimientos que
proporcionen una visión presuntamente completa al alumno sobre una
materia a lo largo de cuatro o cinco años. Lo lógico sería que cada
universidad pudiese ofrecer ‘packs’ de duración y precio mucho más
reducido y con un contenido mucho más específico; el objetivo es formar
especialistas que sepan desarrollar servicios extraordinarios en una
materia. El mejor contable del mundo no tiene por qué tener un
conocimiento demasiado profundo sobre macroeconomía, por lo que ambas
materias no tienen por qué estudiarse a la vez: la posibilidad de
estudiar por módulos que puedan adquirir los alumnos, sin perjuicio de
la obtención de un título que acredite exactamente los conocimientos
adquiridos, proporciona una flexibilidad enorme a la hora de formar el
capital humano y a la hora de reorganizar internamente las materias
impartidas y los métodos empleados. Más que observar los estudios
universitarios como una variable discreta (0 ó 1: o se tiene un título,
aunque falte una asignatura, o no se tiene), habría que entenderla como
una variable continua (se poseen distintos grados de conocimiento
reflejados en un currículum dinámico).
Por lo que respecta a la demanda, nunca olvidemos que la enseñanza universitaria es una inversión
en un activo llamado capital humano y cuya rentabilidad es el
sobresueldo que cosecha el trabajador. Si reputaríamos absurdo que el
Estado nos concediera a todos (o, más bien, a unos cuantos adolescentes)
un cheque de, por ejemplo, 20.000 euros para que todos pudiésemos
poseer una cartera de acciones bursátiles (¡y no sólo los ricos
ahorradores!), deberíamos considerar igualmente absurdo que el Estado
subvencionara la demanda de lo que es, repito, una inversión en un
activo muy específico y especializado como es el capital humano.
¿Y por qué es absurdo? Para empezar, porque los costes se socializan
(todos los contribuyentes sostienen la universidad pública) pero los
beneficios se privatizan (los sobresueldos percibidos por cada
trabajador). Se puede pensar que un sistema fiscal progresivo
contrarresta este hecho (paga más quien más gana), pero no olvidemos que
no todos quienes obtienen un sobresueldo tienen que obtenerlo por gozar
de estudios universitarios… ni todos los que gocen de estudios
universitarios tienen por qué obtener un sobresueldo ni tampoco
obtenerlo en virtud de ese título. Por tanto, el sistema fiscal
progresivo es una manera muy torpe e injusta de contrarrestar la
socialización de los costes y la privatización las ganancias.
Pero el problema de fondo es otro: la lógica y la conveniencia de
toda inversión depende de que la rentabilidad de la misma sea positiva y
superior a la de otros activos de riesgo similar. Es decir, se trata no
sólo de ganar dinero, sino de ganar al menos el mismo que podríamos
obtener en otras inversiones. Si subvencionamos total o parcialmente el
coste de la universidad, lo lógico es que la demanda de estudios
universitarios se dispare muy por encima de lo que es realmente rentable
y conveniente. Por ejemplo, si el coste de estudiar cinco años en la
universidad es de 40.000 euros pero el Estado la ofrece gratuitamente,
un estudiante decidirá invertir en capital humano aun cuando los
sobresueldos que consiga a lo largo de su vida laboral no superen los
30.000 euros. Es decir, la inversión será ruinosa (el coste de obtener
el capital humano será mayor que la utilidad que proporciona) pero el
incentivo será a acometerla.
Obviamente, si el coste privado de ir a la universidad es cero, lo
que cabe esperar es, primero, que su demanda se masifique aun cuando los
sobresueldos logrados sean nulos; y, segundo, si existen otros
beneficios no monetarios de acudir a la universidad (por ejemplo, cinco
años sabáticos en los que no se estudia demasiado y se disfruta de una
juventud dorada), los alumnos tenderán a desatender por completo qué
disciplinas deben dominar para percibir los sobresueldos que
presuntamente justifican la enseñanza universitaria (elección casi
aleatoria o por interés personal de la materia). En definitiva, si el
Estado subvenciona el coste de la universidad, su demanda será siempre
excesiva y generalmente despreocupada por la calidad de la oferta.
La titulitis es una enfermedad propia de sociedades donde la
universidad carece de precio, donde los alumnos no están en absoluto
interesados en comparar los costes y los beneficios de la inversión en
capital humano y donde los centros encargados de expedir el título no se
juegan su supervivencia en su calidad diferencial. Una sociedad no
necesita universitarios en general, sino personas especializadas en muy
diversas áreas; cuando lo que proporciona es una imprenta de
licenciaturas y de jóvenes incolocables –que además deben recurrir a
posgrados privados para especializarse mínimamente–, es que su sistema
universitario es completamente fallido.
Por último, que el precio de la enseñanza superior refleje todo su
coste no significa ni mucho menos que las diferencias sociales vayan a
ahondarse. Primero, porque un rico que sea tonto no obtendrá durante
mucho tiempo un sobresueldo gracias a un título de calidad comprado a
tocateja (otra cosa son los contactos familiares, pero eso es
independiente de la titulación); y si eso es así, la compra de
licenciaturas por parte de los ricos tenderá más bien a
descapitalizarlos (habría sido mejor que metieran el dinero en una
acción que proporciona una renta del 7% anual que en un título que renta
un 0% al año).
Y segundo, porque los pobres inteligentes no sólo pueden ser becados
por las universidades privadas (cosa que ya sucede en la actualidad),
pues el prestigio de éstas procede de tener alumnos excelentes y bien
colocados en el establishment, sino porque la versatilidad de
una industria universitaria privada y desregulada permitiría una
variedad de precios tan grande que daría paso a una formación realmente continua. En ninguna parte está escrito que una persona debe adquirir todo su
capital humano de los 18 a los 23 años. Perfectamente puede estudiarse
un módulo de finanzas, percibir un sobresueldo durante cuatro años,
ahorrar parte del mismo y costearse el estudio de otro módulo, etc. Lo
único que de facto cambiaría es que la gente analizaría mucho más cada
paso que da: a saber, si conviene (si es rentable) ampliar un poco más
su formación en cada una de las etapas de su vida. De hecho, así habrán
de hacerse las cosas: el capital humano debería estar en continuo
reciclaje (no quedarse estancado en los conocimientos adquiridos durante
la adolescencia) y orientarse siempre a la creación de un mayor valor para el consumidor que aquel que ha costado formarlo.
La enseñanza pública no garantiza una democratización del capital humano; más bien asegura su generalizada malinversión.
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