Lo que me gusta (y no tanto) de Estados Unidos
Unidos, no deja de sorprenderme cuando este país hace algo atrevido,
promoviendo la igualdad, rompiendo prejuicios de décadas y sale a
defender lo moralmente correcto. Cuando esto ocurre, el mundo (a pesar
de su sano escepticismo, larga memoria y malos recuerdos) no tiene más
remedio que tomar nota y seguir el ejemplo.
Dos de estos momentos
históricos acaban de ocurrir: la Corte Suprema de Justicia prohibió la
discriminación en contra de parejas gay y el Senado aprobó el proyecto
de reforma migratoria para legalizar a millones de indocumentados. Son
dos decisiones para quitarse el sombrero. Jueces y senadores están
diciendo: aquí nadie puede estar por encima de los otros; ser muchos no
les da el derecho de imponerse sobre los que son menos.
Esto es
lo que más me gusta de Estados Unidos; esa idea –expresada
maravillosamente en su acta de independencia– de que todos somos
iguales. Todos. Lo que dijeron los jueces de la Corte Suprema es que los
gays tienen los mismos derechos que los heterosexuales para casarse,
ser padres, adoptar y recibir beneficios del gobierno. Y lo que dijeron
los senadores es que los inmigrantes indocumentados tendrán (en 13 años)
exactamente las mismas ventajas y oportunidades que cualquier ciudadano
estadounidense.
Esta idea de igualdad no es nueva. El viajero
francés Alexis de Tocqueville visitó Estados Unidos en 1831 y escribió
en su libro Democracy in America: “Nada me
llama la atención con más fuerza que esa igualdad de condiciones en que
vive la gente”. Y eso es precisamente lo que hicieron la Corte Suprema y
el Senado: asegurarse que gays e inmigrantes estén en “igualdad de
condiciones” con el resto de sus habitantes. Genial. Esta es una manera
de evitar que las mayorías impongan su voluntad y reglas sobre las
minorías.
Hay, sin duda, un nuevo entusiasmo por el rumbo del
país en materia de derechos civiles. Este movimiento comenzó con la
elección en el 2008 de Barack Obama, el primer presidente afroamericano
en la historia de Estados Unidos, dejando atrás décadas de esclavitud,
discriminación y racismo.
No siempre resulta así, pero el
concepto central de las leyes en Estados Unidos es que nadie te puede
hacer a un lado por tu color, tu religión, tu país de origen o tu
orientación sexual. Y ese es un gran punto de partida.
Estados
Unidos, hacia dentro, es una democracia vital, llena de debates,
balances y fórmulas para enfrentar las desigualdades. Eso me gusta. Pero
no me gusta cuando abusa de su poder hacia fuera. Aquí hay dos graves
ejemplos de ese abuso.
Por más discursos y negativas que dé el
gobierno del presidente Barack Obama, es imposible que no lo acusen de
ser el big brother cuando su Agencia de Seguridad Nacional obtuvo en
marzo pasado 97 mil millones de datos provenientes del espionaje en
celulares y computadoras en todo el mundo, según la información que el
ex empleado de la CIA Edward Snowden dio al diario The Guardian.
Entiendo el temor de Estados Unidos a otro ataque terrorista como el
del 11 de septiembre del 2001. Pero espiar a amigos, aliados y a tus
propios ciudadanos no es, precisamente, lo que esperas de una democracia
y una superpotencia como Estados Unidos.
Tampoco se explica la
guerra en Irak que se inventó George W. Bush. Saddam Hussein era un
tirano pero no tuvo nada que ver con el 9/11 ni tenía armas de
destrucción masiva en el momento de la invasión norteamericana en el
2003. Más de cuatro mil soldados norteamericanos murieron
injustificadamente en Irak, al igual que 113 mil civiles iraquíes. Esas
muertes se pudieron evitar pero Bush no quiso esperar al dictamen final
de los inspectores de Naciones Unidas. Por eso muchos criticaron a
Estados Unidos por ser un bully planetario.
Lo mejor de Estados
Unidos sale cuando busca la igualdad, tanto dentro como fuera de su
país. Pero lo peor surge cuando impone su voluntad y su visión del mundo
a otras naciones menos fuertes.
Hace poco hablaba con el director mexicano Guillermo Del Toro, quien está promoviendo su nueva película Pacific Rim –una impactante guerra planetaria entre Kaijus (monstruos) contra Jaegers (robots
manejados por humanos). Guillermo se fue de México luego que
secuestraran a su padre y no quiere volver a trabajar ahí por temor a
represalias. Pero encontró en Estados Unidos al aliado perfecto.
Las
películas que nunca pudo hacer en México, por problemas económicos y de
seguridad, las hace ahora en Hollywood. Sin caer en cursilerías pero
Estados Unidos le permitió hacer lo mismo que cualquier norteamericano y
le dio las oportunidades que su país de origen no pudo. Hoy su alma de
niño de 12 años, como él dice, queda plasmada en los más alucinantes
filmes en pantallas de todo el mundo. ¿Qué otro país puede ofrecerle lo
mismo a un extranjero?
Sí, hay cosas que no me gustan de Estados
Unidos. Pero no puedo dejar de admirar a este ambicioso y generoso país,
donde vivo con total libertad y donde nacieron mis hijos, cuando nos
promete que todos somos iguales…y luego lo cumple.
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