Morir por Cuba
Guillermo Fariñas cree que si él muere en un acto
de protesta, Cuba podría dejar de ser una dictadura. O, al menos,
moverse en esa dirección. Eso es tener una enorme fe en lo que una sola
persona puede hacer para terminar con el régimen de 54 años de los
hermanos Castro en la isla.
Desde 1983, cuando estuvo en Moscú,
Fariñas no salía de Cuba. Ahora lo pudo hacer debido a una nueva ley que
permite la salida a aquellos que consiguen una visa de visita. “Lo que
más me ha impactado es la brecha tecnológica entre mi país” y el resto
del mundo, me dijo durante una entrevista en Miami. “Cuba está en el
siglo XVII”.
Eso mismo escribió la bloguera Yoani Sánchez al
regresar a Cuba luego de un largo viaje de tres meses. Volver a Cuba,
dijo en su cuenta de Twitter, es como estar en “una máquina del tiempo,
hacia el pasado”.
Ese viaje al pasado es, a la vez, literal y
político. “Carretones de caballo en el interior y todas las estructuras
destruidas”, es como Fariñas me describió la Cuba actual. Y más de medio
siglo con una férrea y represiva dictadura.
¿Por qué en este
2013, cuando muchas naciones han dejado de tener dictaduras, Cuba sigue
teniendo una brutal? Por tres razones, me explicó Fariñas: “La falta de
unidad dentro de la oposición, el aferramiento de los gobernantes, y la
indiferencia y complicidad de muchos gobiernos del mundo”.
Fariñas
es muy incómodo para el régimen de La Habana porque conoce al monstruo
desde dentro. Fariñas es el “Coco” de los Castro. Fue miembro de la
Unión de Jóvenes Comunistas, recibió entrenamiento en la antigua Unión
Soviética y hasta peleó (y resultó herido) en la guerra de Angola. Pero
en 1989 se separa del gobierno como protesta por el fusilamiento del
general Arnoldo Ochoa, acusado por el régimen de narcotráfico.
Trabajó
como sicólogo en un hospital de La Habana hasta que denuncia en 1995 a
su directora por corrupción. En un desenlace kafkiano, en lugar de que
ella termine en la cárcel a quien arrestan es a él. Esa fue su primera
de muchas detenciones. Ha pasado más de una década encarcelado.
Pero
Fariñas es más conocido por sus 23 huelgas de hambre, según mi cuenta. Y
se nota. Su salud está “bastante deteriorada”, de acuerdo con su propia
descripción. Una huelga de hambre en el 2010, protestando por la muerte
del disidente Orlando Zapata, le provocó una trombosis del lado
izquierdo del cuello. Ha perdido todo el cuero cabelludo hasta las
cejas. Abre sus ojos como un niño asombrado y me pareció altísimo; me
saca toda una cabeza. Dice que ha ganado peso pero su piel morena se
pega penosamente a los huesos de su pecho. La camisa parece quedarle una
o dos tallas más grande y sus sandalias, sin calcetines, entran y salen
con facilidad.
“Todas mis huelgas son al extremo”, me dijo y su
cuerpo lo corrobora. Se mueve poco, como ahorrando energía. “Conmigo no
hay puntos medios. Yo asumo la huelga cuando el gobierno hace actos
inhumanos. Es ahí cuando yo tomo medidas autodestructivas que pongan al
gobierno contra la pared”.
Fariñas –quien es portavoz de la Unión
Patriótica de Cuba, que agrupa a unos seis mil opositores en la isla–
tiene planeado regresar a Cuba a mediados de este mes de julio. Ni
siquiera considera quedarse en Miami. “Yo respeto a los hermanos que
están aquí (en Miami)”, me explicó sin resentimientos. “Pero en este
momento histórico un grupo de hermanos y de hermanas tienen que estar
dando la batalla en Cuba”.
Hace tres años Fariñas escribió lo
siguiente: “Ya es hora de que el mundo se percate que éste es un
gobierno cruel y hay momentos en la historia de los países en que tiene
que haber mártires”. Y él está dispuesto a ser uno de esos mártires, me
confirmó el ganador del premio Sajarov, otorgado a defensores de los
derechos humanos, y que por fin pudo recibir en Francia tres años
después. “Si es necesario, sí”.
Fariñas cree que hay que causar
una conmoción a nivel internacional para que el gobierno castrista se
resquebraje. “Hubo momentos en que el mundo no escuchaba”, reflexionó.
“Hoy escuchan. Pero lo que tiene que haber es una conmoción”.
“¿Y
esa conmoción la podrías lograr tú con otra huelga de hambre?” pregunto.
“Yo pienso que si el gobierno cubano deja morir a un premio Sajarov, le
causaría un daño al gobierno y tendría que hacer concesiones”, me
responde.
Y de pronto, como si me entrara un escalofrío, me doy
cuenta que estoy frente a un hombre que ha tomado la decisión de morir
por la democracia en Cuba. Esta, pienso, puede ser la última vez que vea
a Fariñas. Nunca dejan de sorprenderme los hombres y las mujeres que
están dispuestos a morir por defender sus ideas. Son pocos y miran
distinto al resto de los mortales, como si vieran dentro del alma.
El
sabe que criticar al régimen cubano en el extranjero puede tener
terribles consecuencias para él y para sus hijas, Haisa, de 18 años, y
Diosángeles, de 11. “Nos pueden asesinar en cualquier momento”, me dijo
sin subir la voz y sin emoción, como si hubiera repetido esa frase un
millón de veces.
Pero Fariñas no quiere que su vida (ni su
muerte) sea en vano. Antes de despedirme le digo que me parece
extraordinario que esté dispuesto a dar su vida por su país. “Esa es su
opinión”, me dijo respetuoso. “Pero nosotros consideramos que defender a
la patria no es nada extraordinario”. Este –concluyo mientras lo veo
irse lentamente– es un hombre que ya decidió morir por Cuba.
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