Un dintel en el viento
El País, Madrid
Un voto de aplauso para el secretario de Estado John Kerry, que,
luego de seis visitas al Medio Oriente, consiguió que el Gobierno de
Israel y la Autoridad Palestina anunciaran que retomarían las
conversaciones, interrumpidas desde hace cerca de tres años. Sólo la
presión de Estados Unidos hace posible esta reanudación del diálogo,
ante el cual los dos participantes parecían desganados y aprensivos. No
sin razón: la última vez que lo intentaron, en 2010, la negociación duró
apenas 16 horas y terminó en el fracaso más completo.
¿Habrá más suerte esta vez con esa llamita que empieza a titilar una
vez más en medio del ventarrón? Hay que desearlo ardientemente, por
Israel, por Palestina, por el Medio Oriente y por el mundo entero, pues
si palestinos e israelíes llegan por fin a un acuerdo sensato y justo
para coexistir en la paz y la colaboración, se habrá resuelto uno de los
conflictos más graves y potencialmente más capaces de sepultar a buena
parte del planeta en una guerra de proporciones cataclísmicas.
Pero, no hay que engañarse, los obstáculos para este acuerdo son
enormes y han frustrado hasta ahora todos los intentos de lograrlo, pese
a que ambas partes aceptan, en principio, la idea de que dos Estados
independientes compartan la región y se establezca un sistema que
garantice de manera inequívoca la seguridad de Israel. Los problemas
comienzan cuando se trata de establecer la naturaleza y los límites de
estos Estados soberanos. La Autoridad Palestina reclama para el Estado
palestino los territorios que la división de la región por las Naciones
Unidas le otorgaba antes de la Guerra de los Seis Días de 1967, cuando
Israel ocupó Jerusalén Oriental y buena parte de Cisjordania, una zona
que hoy día está literalmente sembrada de asentamientos donde viven
—armados hasta los dientes— más de medio millón de colonos israelíes,
convencidos de que aquellas tierras les corresponden por derecho divino y
prefiguran lo que será su designio final: Eretz Yisrael, La Tierra de
Israel bíblico, que abarque desde el Mediterráneo hasta el Jordán. Los
colonos no sólo no quieren un Estado palestino; harán todo lo que sea
necesario para impedir que nazca.
Al movimiento ultra e intransigente de los colonos equivale, en el
ámbito palestino, Hamás, una organización que practica el terrorismo, no
reconoce el derecho a la existencia de Israel, quiere echar a los
judíos al mar y tiene en la actualidad el control absoluto de la Franja
de Gaza y un incierto pero abundante número de partidarios entre los
palestinos que viven bajo la Autoridad del Gobierno de Mahmud Abbas,
controlado por Al Fatah, adversario acérrimo de Hamás. Así como los
colonos, cada vez que han querido frenar o impedir las negociaciones
instalan un nuevo asentamiento ilegal que el Gobierno israelí se siente
obligado a proteger enviando al Ejército, Hamás, que ha visto siempre
con hostilidad la posibilidad de una solución pacífica y negociada con
Israel, dispara cohetes desde la Franja de Gaza que causan destrozos y
víctimas en granjas, comunas y ciudades de Israel, lo que, naturalmente,
provoca represalias y encrespa el ambiente hasta hacerlo irrespirable
para cualquier negociación.
Sin embargo, nada de esto debería bastar para impedir que, por encima
o por debajo del fanatismo, los chantajes y sabotajes recíprocos, se
impongan la sensatez y la razón. Ocurrió ya una vez, cuando los Acuerdos
de Oslo pusieron en marcha una dinámica de paz que levantó enormes
esperanzas tanto entre los hombres y mujeres comunes y corrientes de
Israel como en las ciudades palestinas. Yo estuve allí en esos días de
1993 y la atmósfera que se vivía era exaltante. Y es probable que, sin
el asesinato de Rabin, el proceso hubiera continuado hasta forjar una
paz definitiva.
Resucitó siete años después, en 2000 y 2001, por insistencia del
presidente Clinton, y probablemente en aquellas conversaciones, primero
en Camp David, Washington, y luego en Taba, Egipto, es cuando estuvo más
cerca de forjarse un acuerdo serio y sostenido entre ambos adversarios.
Israel, a través del Gobierno de Ehud Barak, hizo en aquella ocasión
una oferta que Arafat (bueno, la OLP) cometió una verdadera locura en
rechazar, pues proponía devolver cerca del 95% de los territorios
ocupados en la orilla occidental del Jordán y por primera vez aceptaba
que Jerusalén oriental fuera la capital del futuro Estado palestino. El
rechazo de esta oferta, que implicaba muy importantes concesiones de lo
que hasta entonces había sido la postura de todos los gobiernos
israelíes, tuvo efectos trágicos. El peor: la opinión pública israelí,
profundamente frustrada por lo ocurrido, concluyó que un acuerdo era
simplemente imposible y que Israel no tenía otro camino que imponer la
paz a su manera. Eso explica la subida al poder de Sharon, con la tesis
de que la solución la buscaría Israel por la fuerza, y luego de
Netanyahu y el desplome monumental del movimiento pacifista de Paz Ahora
y la izquierda más conciliadora israelí. Aquel fracaso, además de las
acusaciones de corrupción y mal gobierno, contribuyó también
decisivamente a debilitar a Al Fatah y permitir el crecimiento de Hamás y
a popularizar su prédica extremista contraria a todo acuerdo.
Ese es el impasse del que pretenden sacar a la región los esfuerzos
del Gobierno del presidente Obama. Israel ha anunciado, en señal de
buena voluntad, que excarcelará a cerca de un centenar de presos
palestinos, algunos detenidos desde antes de los Acuerdos de Oslo de
1993. El ministro Yuval Steinitz ha precisado que entre los liberados
“habrá algunos pesos pesados”. También ha hecho saber que las
conversaciones tendrán lugar en Washington, a partir de la próxima
semana, y que presidirá la delegación de Israel la ministra de Justicia,
Tzipi Livni, y la de la Autoridad Palestina, el antiguo negociador Saeb
Erekat.
Otro de los grandes obstáculos para el acuerdo es la exigencia
palestina del “derecho al regreso” de los varios millones de refugiados
que, desde la guerra de 1948, debieron exilarse y viven dispersos por el
mundo, a veces en campos y en condiciones misérrimas como en el Líbano.
Su número es incierto, pero oscilaría entre tres o cuatro millones de
personas. Israel sostiene que, si reconociera ese derecho, el país
dejaría de ser un Estado judío y se convertiría en un Estado palestino,
porque la población de este origen superaría largamente a la hebrea.
Alega, además, no sin razón, que, al igual que los palestinos, cientos
de miles de judíos han sido expulsados desde 1948 de Egipto, Irán, Irak,
Yemen, Libia y demás países musulmanes.
Se podría seguir enumerando durante mucho rato todos los peligros que
convierten en un campo minado la negociación entre palestinos a
israelíes. Y, sin embargo, sería absurdo adoptar al respecto una actitud
pesimista. Vivimos en una época en la que hemos visto convertirse en
posibles cosas que parecían imposibles, como la transformación pacífica
de África del Sur en un país multirracial y democrático, o la conversión
de China Popular —el más radical de los Estados colectivistas y
estatistas del socialismo marxista— en el valedor más exaltado del
capitalismo (autoritario). A Myanmar (Birmania), una típica satrapía
militar tercermundista, mudada en un régimen que motu proprio decidió
reformarse y orientarse hacia la legalidad y la libertad. Ya no es
imposible pensar que Cuba o Corea del Norte puedan mañana o pasado
mañana abandonar el anacronismo ideológico que los está deshaciendo y
resignarse a la mediocre democracia.
Si este nuevo intento fracasa, acaso no haya una nueva oportunidad, y
sigan reinando la incertidumbre y la inseguridad que los fanáticos de
ambos bandos creen favorecen a sus tesis respectivas. No es así. Si la
idea de los dos Estados —uno palestino y otro israelí— no llega a
concretarse, probablemente, en algún momento del futuro, volverá a
incendiarse la región en un conflicto armado con miles de víctimas y
enormes estragos materiales. Se equivocan quienes piensan que Israel,
gracias a su potencia económica y su gran poderío militar, es ya
invulnerable y que la fuerza le garantiza el futuro. Un país no puede
vivir rodeado de enemigos que ansían su destrucción y esperan sólo la
ocasión de hacerle daño. Y los fanáticos que creen que echarán a los
judíos al mar están ciegos: a lo más que pueden aspirar es a provocar un
nuevo holocausto del que serán las primeras víctimas.
En un excelente artículo en el que pasa revista a todos los desafíos
que deben enfrentar israelíes y palestinos en la negociación que se va a
reanudar y confiesa su propio pesimismo, Roger Cohen, en The New York Times
del 23 de julio, escribía: “Mi corazón sangra. Y, sin embargo, no puedo
dejar de oír lo que debe estar murmurando Mandela en su cama del
hospital: ‘Pruébenme que estoy equivocado, cobardes, decidan de una vez
si ganar una discusión es más importante que salvar la vida de un niño”.
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