El humor y los tiranos
(A la memoria de Guillermo Álvarez Guedes y Armando Roblán)
No hay nada que los tiranos teman más que al humor.
Suele olvidarse que la primera publicación que resultó clausurada en
Cuba fue Zig-Zag. Se trataba de un gracioso semanario, ilustrado con
excelentes caricaturas, que en 1959, entre risas y bromas, a los pocos
meses de inaugurado el manicomio, hacía las críticas más severas a la
dictadura que comenzaba a arraigar.
Leopoldo Fernández, Tres Patines, debió exiliarse al
poco tiempo, porque en una obra de teatro bufo aparecía en escena junto a
diversos cuadros de personajes importantes, y entre ellos estaba uno
con la foto de Fidel Castro. Leopoldo lo tomó entre las manos y, riendo,
exclamó: “déjenmelo, que éste lo cuelgo yo”. Tuvo que escapar a galope.
En la España de Franco no se podía caricaturizar al
Caudillo, ni hacer la broma más inocente en torno al personaje. La
Codorniz, que era un semanario humorístico de derecha, pero inteligente,
pícaro y punzante, como corresponde al género, fue multado por publicar
un parte del tiempo que decía: “en España reina un fresco general
proveniente de Galicia”. Con Franco no se podía jugar.
La clave de esa actitud está en la forma en que se
ejerce el poder en las tiranías. El jefe se impone por el miedo. Como
explica Maquiavelo en El Príncipe, la obediencia no se debe al amor,
sino al terror, y éste siempre es solemne. No es una cuestión del
corazón, sino de la vejiga.
Además, ésta es la forma de ejercer la autoridad que
disfruta el simio Alfa instalado en la cúspide. Le gusta intimidar a sus
subordinados y siente un enorme placer cuando tiene pruebas de que sus
enemigos le temen. Para eso manda. Ahí radica su goce.
Para este tipo de psicópata, que dedica la vida a
ascender hasta la cima, la recompensa emocional se encuentra en percibir
los efluvios de una muchedumbre que se le entrega en medio de una
mezcla de sentimientos encontrados en la que prevalece el miedo. Es como
el padre o el cónyuge abusador: su placer está en ver el pavor en los
ojos del otro.
En Cuba, la dictadura fusiló al general Arnaldo Ochoa
y al coronel Tony la Guardia por diversas razones, pero la más grave, a
juicio de Fidel Castro, fue la grabación que le entregó la inteligencia
en la que se escuchaba a estos personajes burlándose y haciendo chistes
sobre “el Viejo”. Habían perdido el temor reverencial que Castro exige y
esa actitud era imperdonable. Por eso los mató. Ya no lo “respetaban”
y, dentro de la lógica del poder dictatorial, esa actitud es la antesala
de la conspiración.
Hace pocos días murió Guillermo Álvarez Guedes. Fue
un excelente comediante que sembró de chistes a Cuba, como quien coloca
minas en un campo enemigo. Su humor irreverente era explosivo y el
régimen lo temía, pero no podía evitar que los casetes circularan de
mano en mano. Incluso, ellos los escuchaban y reían, pero a escondidas,
porque un buen revolucionario no podía rendirse ante un adversario
gracioso y entregarle algunas carcajadas. Los buenos revolucionarios
sólo pueden reírse del imperialismo yanqui. Pobre gente.
Termino con una anécdota que nos contó Armando
Roblán, otro gran comediante y humorista cubano muerto en enero pasado.
Como es casi increíble, doy fe de que me hizo el relato en presencia de
la escritora Olga Connor, en su acogedora casa de Coral Gables.
Roblán tenía, entre otros talentos, el de la
imitación. En 1959 imitaba a Fidel estupendamente. En los teatros y la
televisión, se ponía barbas y un uniforme verde oliva, e imitaba al
entonces joven Comandante, incluida su voz gangosa de adolescente
afónico, cargada con una ligera entonación del oriente de la Isla.
Algunos despistados hasta lo aplaudían porque daban por sentado que era
el mismísimo Máximo Líder, como ya se le decía adulonamente.
Una tarde, Roblán recibió una misteriosa llamada
telefónica. Era una dama apasionada que quería tener una cita íntima con
él. Roblán era joven y soltero, así que la citó en un sitio público
para saber si la mujer se parecía a su voz bella y seductora, o si era
una broma, o acaso una señora con bigote y 500 libras de peso.
Era una muchacha preciosa. Quería, en efecto,
acostarse con él, pero le puso una curiosa condición. Tenía que
colocarse la barba postiza y hablarle en la cama como si fuera Fidel.
-¿Qué hiciste? –le pregunté.
-Cedí en todo. Me pasé la tarde haciéndole el amor
mientras ella se excitaba cuando yo gritaba: ¡Fidel, seguro, a los
yanquis dales duro!
El humor a veces tiene unas inesperadas consecuencias.
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