La quinta columna
El País, Madrid
Caminar por el paseo marítimo entre Marbella y Puerto Banús en una
mañana clara y transparente como la de hoy es una experiencia
fascinante; se oyen todos los idiomas del mundo y, al otro lado del mar,
se divisa la costa africana: unas manchas verde grisáceas que a ratos
se eclipsan y poco después reaparecen en formas que deben ser colinas o
montañas. Un poco más al sur debe estar Ceuta, bella y activa ciudad
donde hace un mes pasé tres días intensos, impresionado por sus parques,
el museo que da cuenta de su milenaria historia en la que todas las
civilizaciones mediterráneas dejaron una huella y que los ceutíes
preservan con orgullo, la soberbia vista del encuentro, a sus pies, del
Mediterráneo y el Atlántico.
Pero lo que más me conmovió en Ceuta fue la civilizada convivencia
entre sus religiones; cristianos, musulmanes, judíos, hindúes, viven en
armonía y amistad, algo ejemplar en estos tiempos enconados de guerras
religiosas. Era una impresión superficial y apresurada, por lo demás,
como lo demuestran estos días las noticias. En la sombra de aquel
pacífico lugar, una pequeña quinta columna de fanáticos islamistas se
aprestaba a romper aquella paz con atentados terroristas. Descubiertos a
tiempo, ahora una veintena de ellos están presos. Pero la amenaza sigue
allí.
Cada mañana que recorro este paseo marítimo no puedo dejar de pensar
en esa África que percibo allá a lo lejos, en el entusiasmo con que,
como tantos millones de personas en el mundo, seguí ese movimiento de
rebeldía y libertad, la “primavera árabe”, que sacudió de raíz las
satrapías de Túnez, Libia, Egipto y que ahora sigue luchando en Siria.
Era exaltante ver cómo, por fin, aquellos pueblos decían ¡basta! al
anacronismo en que vivían, al despotismo, la corrupción, la miseria, el
pisoteo de los derechos humanos, y reclamaban justicia, democracia,
modernidad. ¿Iban a entronizarse por fin en el África y en el Medio
Oriente sistemas democráticos y liberales a la manera occidental?
Estoy convencido de que muchos de los millones de jóvenes que se
volcaron a las calles a reclamar libertad en aquellos países, la querían
de veras, aunque no todos tuvieran una idea muy precisa de como
materializarla en el ámbito social y político. Pero carecían de líderes,
organizaciones, de la experiencia indispensable, y, apenas llegaron al
poder, comenzaron los problemas. Y la quinta columna, minoritaria pero
animada por la fe ciega de estar en la verdad y convencida de que todos
los medios son válidos para imponerla, aun los crímenes más horrendos,
comenzó a hacer de las suyas, a ganar terreno, a reinar en la confusión y
a imponerse mediante la prepotencia y la violencia. No se puede decir
que los islamistas extremistas hayan ganado la partida todavía,
felizmente. Pero lo que sí es ya seguro es que la idea de que la gran
movilización popular contra las dictaduras de Gadafi, Mubarak, Ben Alí y
El Asad iba a desembocar en la instalación de democracias más o menos
funcionales, era una ilusión. La quinta columna islamista no ha
triunfado en ninguna parte pero sí ha puesto en claro que mientras ella
exista ningún régimen de legalidad y libertad será estable y duradero en
los países árabes.
El caso de Egipto es particularmente trágico. Las masas que se
volcaron a condenar la dictadura castrense de Mubarak triunfaron,
después de que centenares de jóvenes ofrendaran su vida en las protestas
y otros miles fueran a la cárcel. El país celebró, por primera vez en
su historia milenaria, unas elecciones libres. Y la voluntad popular
llevó al poder a un movimiento religioso que había sufrido duras
persecuciones a lo largo de varias décadas: los Hermanos Musulmanes,
bajo la presidencia de Mohamed Morsi. En lugar de construir la
democracia, el nuevo mandatario y sus colaboradores se dedicaron a
impedirla, siguiendo, de hecho, las consignas de la quinta columna, es
decir, del islamismo más intolerante y radical. Los cristianos coptos,
el 10 por ciento de la población, fueron acosados, perseguidos y algunos
asesinados, se dieron leyes y reglamentos que, en lugar de respetar los
derechos humanos, los violentaban abiertamente, encaminando el país,
inequívocamente, al reinado de la sharía, la imposición del
velo, la discriminación de la mujer, la desaparición de la enseñanza
laica y mixta, la deformación de la justicia y de la información para
acomodarlas a la voluntad de los clérigos. En su año de gobierno, Morsi
no sólo acabó de arruinar la economía y sembrar el caos en la
administración y el orden público; sobre todo, pese a las protestas en
contra del Presidente, sirvió de Caballo de Troya a los islamistas
fanáticos.
Millones de egipcios salieron de nuevo a protestar y a enfrentarse a
los matones y policías y de nuevo corrió la sangre por la plaza Tahrir,
las ciudades y los campos. ¿A quién recurrían en pos de ayuda esta vez
los rebeldes frustrados y coléricos? ¡Al Ejército! Es decir, a la misma
institución que, sin haber ganado una sola de las guerras egipcias, las
ha ganado todas contra su pueblo, pues ha sido el sostén más firme de
las dictaduras que ha soportado el país desde su independencia. Ahora,
Egipto corre de prisa a convertirse de nuevo en una satrapía castrense.
El régimen ha prometido llamar a elecciones pero todos los golpistas de
Estado prometen siempre lo mismo y nunca cumplen. ¿Hay alguna esperanza
de que no sea así? Espero que la haya, pero yo confieso, tristemente,
que no la veo por ninguna parte. ¿Y si, en la dudosa posibilidad de unas
nuevas elecciones libres, ganaran de nuevo los Hermanos Musulmanes?
¿Habría valido la pena ese gigantesco sacrificio para que el país se
convierta en una dictadura religiosa?
La situación de Siria no es menos trágica ni paradójica. El
levantamiento contra el tiranuelo El Asad, que ha demostrado ser todavía
más sanguinario que su padre, fue celebrado por todo el mundo
democrático. En Occidente hubo una presión creciente de la opinión
pública para que los Gobiernos ayudaran a los desarmados rebeldes por lo
menos de la misma manera que lo habían hecho con los libios enfrentados
a Gadafi. Pero la imagen de ese comandante rebelde abriendo en tajo al
soldado que acababa de matar y comiéndose su corazón ante las cámaras,
así como la participación activa, junto a la oposición democrática
siria, de organizaciones terroristas como los comandos de Al Qaeda, han
enfriado considerablemente esa simpatía por la causa. ¿Y si la caída de
El Asad significa para los sirios saltar de la sartén al fuego? ¿Y si a
la satrapía corrupta y tiránica de ahora la reemplaza un régimen
islamista fanático que desaparezca hasta el más mínimo asomo de
tolerancia y retroceda a las mujeres sirias a una condición tan bárbara
como la que vivieron las afganas cuando la dictadura talibán?
Tengo algunos amigos musulmanes y todos ellos, personas cultas,
modernas, tolerantes, genuinamente democráticas, me aseguran que no hay
nada en su religión que no sea compatible con un sistema político de
corte democrático y liberal, de coexistencia en la diversidad,
respetuoso de la igualdad de sexos y de los derechos humanos. Y, por
supuesto, yo quiero creerles. Pero, ¿por qué no hay todavía un solo
ejemplo que lo demuestre?, me pregunto, ya de regreso hacia Marbella y
la clínica donde estoy ayunando, como todos los años en esta época.
Turquía parecía serlo, pero, después de los últimos acontecimientos,
resulta aventurado creerlo. Con mucha discreción y sabiduría y, lo que
es peor, con apoyo de un amplio sector de la población, el Gobierno de
Erdogan ha ido socavando poquito a poquito la institucionalidad y
reemplazándola con medidas inspiradas en la religión, lo que ha
movilizado a un vasto sector de la sociedad que de ninguna manera quiere
que Turquía regrese a los tiempos anteriores a Kemal Atatürk, que éste
con mano muy dura creyó finiquitar para siempre. No ha sido así. La
radicalización islamista del Gobierno de Erdogan, cuyo partido se jacta
de ser de un islamismo moderado y moderno, tiene algo que ver sin duda
con la reticencia o el abierto rechazo en Europa que ha encontrado
Turquía a su empeño en incorporarse a la Unión Europea. Yo siempre pensé
que esas reticencias eran injustas y que hubiera sido bueno para Europa
y para todo el Medio Oriente que una democracia musulmana formara parte
de la Unión. Pero ahora dudo mucho de que se pueda llamar democracia a
aquello en lo que Erdogan y su partido han convertido a Turquía.
Nadie desea tanto como yo que los países musulmanes rompan el círculo
vicioso entre dictadura militar o dictadura clerical del que, hace
tantos siglos, no consiguen salir. Pero cada vez me convenzo más que ese
salto no pasa por la política sino por la religión, por la retracción
del islam a un mundo privado, familiar e individual, de manera que la
vida social y política puedan ser primordialmente laicas. Mientras ello
no ocurra, será sin duda la sinuosa y eficiente quinta columna la que
seguirá dirigiendo la función en los desdichados países musulmanes.
© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2013.
© Mario Vargas Llosa, 2013.
- 28 de diciembre, 2009
- 8 de junio, 2012
- 21 de noviembre, 2024
- 21 de noviembre, 2024
Artículo de blog relacionados
La Tercera Las elecciones de hoy en Chile suscitan en la región latinoamericana...
18 de diciembre, 2017Por Elides J Rojas L El Universal Micomandantepresidente ha dicho en varias oportunidades...
11 de enero, 2012BBC Mundo WASHINGTON, DC.- Se espera que el aumento de los precios del...
29 de mayo, 2011La Nación CARACAS. – El vicepresidente de Venezuela, Jorge Arreaza, anunció ayer la...
22 de septiembre, 2013