Confesiones de alguien que nunca ha tenido un celular
The Wall Street Journal Americas
Este año se cumple el decimocuarto aniversario de la primera llamada
hecha con un teléfono portátil realizada por Motorola frente a un grupo
de reporteros en las calles de Nueva York.
Por estos días cumplo también mis 40 años y en unas semanas compraré
mi primer celular. No lo hago porque estoy fascinado con la invención
que data de 1973. Lo compro porque mi esposa ha aceptado participar en
un programa académico en California, y necesitaré trabajar de forma
remota desde allá cuando la visite.
Algunos de los que se resisten a la tecnología lo hacen con una
determinación monástica. Otros tratan de esconderlo. Pero para todos
nosotros, esa decisión se convierte en parte de nuestra identidad
pública.
Durante las dos últimas décadas he
pasado 83% de mis horas de actividad disfrutando de la libertad de no
poseer un celular, 5% sintiéndome petulante sobre esa decisión, 2% en
situaciones en las que un teléfono hubiera sido tremendamente
conveniente y 10% respondiendo a preguntas de incrédulos.
La primera siempre es: ¿Cómo hace su trabajo? (no soy un herrero de
una feria medieval, soy el director gerente de un firma de
private-equity). Explico que mis colegas son muy tolerantes, la firma me
suministra las herramientas de comunicación de punta (computadora,
teléfono, Post-its) en mi escritorio y que cumplir con mis tareas
diarias sin un teléfono inteligente no está más allá de las capacidades
humanas. De hecho, la gente vivió así desde el alba de la civilización,
por allá en 1992.
Me comunico principalmente durante mis horas laborales y
ocasionalmente desde una línea fija en mi casa. Trato de no cambiar
planes a último momento. Mis amigos son un grupo considerado. Si me
encuentro en la calle y necesito hacer una llamada, Manhattan aún tiene
5.400 teléfonos públicos, de los cuales al menos 30 funcionan. Tampoco
pretendo que los celulares no existen. Los he pedido prestados en
emergencias (usualmente a mi esposa, pocas veces de extraños a los que
les digo que el mío está siendo reparado).
Sí, me he perdido de conferencias telefónicas porque estaba en el
aeropuerto, he sido el único que ha llegado a reuniones que fueron
canceladas a último minuto y respondo a los emails unas horas más tarde
que otra gente. Pero puedo responder a cualquiera que me manda un email
con una mano desde su iPhone a media noche mientras se cepilla los
dientes: exactamente la misma cantidad de trabajo estará en la mañana, y
todo siempre se hace.
Una vez que explico esos detalles prácticos, siempre recibo una
segunda pregunta: "¿Qué dice su esposa?", lo cual siempre traduce "¿Cuál
es su problema?" Cuando mi respuesta (a ella realmente no le importa)
no logra satisfacer, el interrogador procede a decirme exactamente cuál
es mi problema: que me gusta hacer más difícil la vida de otras personas
(aunque no poseer un celular me obliga a ser más fiable); que no estoy
dispuesto a formar parte del mundo moderno (bueno, aquí estoy); que
necesito que mi mamá me compre un teléfono (una sugerencia que,
reconozco, solo ha sido hecha por mi madre).
Pero ninguna de estas teorías llega al núcleo del asunto: no poseo un
celular porque no quiero decepcionar a Henry David Thoreau, autor
estadounidense de "La desobediencia civil". La mayoría de la gente lee a
Thoreau porque un profesor se lo puso de tarea o porque están bebiendo
te de hierbas en un pequeño hotel de Nueva Inglaterra en una taza con
inscripciones inspiradoras. Hace unos 15 años me topé con Thoreau. Sus
palabras me formaron a una edad en la que estaba listo para ser formado.
Hay héroes más animados para tener cuando uno ronda los 20, pero a
pesar de sus 508 touchdowns, el mariscal de campo Brett Favre no llena
la imaginación con las posibilidades más profundas de la vida,
Especialmente si uno no puede jugar fútbol americano. Pero para mí, las
palabras de Thoreau, leídas lentamente la primera vez, parecían como la
llave para abrir una reserva de fuerza de voluntad, para enfrentar las
abrumadoras distracciones tecnológicas de un mundo que distrae aún más
que el suyo hace 150 años. Entonces la decisión de no poseer un celular
siempre fue fácil para mí. Thoreau no hubiera tenido uno (después de
todo, escribió que las cosas "son más fáciles de adquirir que deshacerse
de ellas"). Por lo tanto, yo tampoco lo tendría. Fin de la historia.
Aunque muchos creen que la tecnología nos ha hecho más amables, más
inteligentes y más conectados, Thoreau no lo hubiera creído. Nuestras
invenciones no son "sino medios mejores para llegar a un fin que no ha
mejorado, un fin que nunca ha dejado de ser un logro demasiado fácil,
como asequibles resultan hoy Boston o Nueva York por vía férrea". Su
camino hacia un fin mejor era directo. Era el famoso grito de Walden:
"simplicidad, simplicidad, simplicidad!".
Sé que los celulares tienen su uso. Pero a duras penas fue una
decisión difícil sacrificar su utilidad en un intento por abrir más
espacio al pensamiento. No camino la mayoría de los días reflexionando
sobre formas de "vivir profundamente y extraer de ello toda la médula".
Cuando doy vueltas es más probable que esté pensando en sándwiches. Pero
no puedo evitar pensar en las famosas palabras de Thoreau como una
esperanza y una advertencia: "Fui a los bosques porque quería vivir con
un propósito; para hacer frente sólo a los hechos esenciales de la vida,
para ver si era capaz de aprender lo que aquella tuviera por enseñar, y
para no descubrir, cuando llegara mi hora, que no había siquiera
vivido.
Espero tener unos pocos años más antes de morir, pero he obtenido un
placer incalculable de no tener un celular, incluso si nunca llegue,
como lo hizo Thoreau, a ir al bosque. Pero en unas pocas semanas
compraré un teléfono. Estoy asustado. Tengo miedo de perder una pequeña
parte de mi identidad: adiós a Gary, quien no tiene teléfono, primo de
Dave, el de la línea fija, donde quiera que esté. Tengo temor de
volverme descortés, de poner mi teléfono en la mesa del restaurante, o
de jugar "Words with Friends" en un funeral porque al difunto, después
de todo, le gustaban las palabras y tenía amigos.
Pero de lo que tengo más miedo es de convertirme en una herramienta
de mi herramienta, de tener un arma menos en la interminable batalla
para proteger el territorio de mi conciencia, parafraseando a otro de
mis héroes, Saul Bellow,. Tengo intenciones de ser un usuario diferente
de un smartphone. Lo usaré solo cuando viaje. En casa lo guardaré lejos
de mí, en un terrario con una serpiente. Nunca enviaré textos.
Sernovitz es director gerente de la firma de
inversión Lime Rock Partners y autor de las novelas 'Great American
Plain' y 'The Contrarians'.
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