El derecho a decidir
El País, Madrid
El mejor artículo que he leído sobre el tema del independentismo
catalán, que, aunque parezca mentira, está hoy en el centro de la
actualidad española, lo ha escrito Javier Cercas, que es tan buen
novelista como comentarista político. Apareció en El País Semanal el 15
de septiembre y en él se desmonta, con impecable claridad, la argucia de
los partidarios de la independencia de Cataluña para atraer a su bando a
quienes, sin ser independentistas, parezcan serlo, pues defienden un
principio aparentemente democrático: el derecho a decidir.
Allí se explica que, en una democracia, la libertad no supone que un
ciudadano pueda ejercerla sin tener en cuenta las leyes que la enmarcan y
decidir, por ejemplo, que tiene derecho a transgredir todos los
semáforos rojos. La libertad no puede significar libertinaje ni caos. La
ley que en España garantiza y enmarca el ejercicio de la libertad es
una Constitución aprobada por la inmensa mayoría de los españoles (y,
entre ellos, un enorme porcentaje de catalanes) que establece, de manera
inequívoca, que una parte de la nación no puede decidir segregarse de
ésta con prescindencia o en contra del resto de los españoles. Es decir,
el derecho a decidir si Cataluña se separa de España sólo puede
ejercerlo quien es depositaria de la soberanía nacional: la totalidad de
la ciudadanía española.
Ahora bien, Cercas dice, con mucha razón, que si hubiera una mayoría
clara de catalanes que quiere la independencia, sería más sensato (y
menos peligroso) concedérsela que negársela, porque a la larga es
“imposible obligar a alguien estar donde no quiere estar”. ¿Cómo saber
si existe esa mayoría sin violar el texto constitucional? Muy sencillo: a
través de las elecciones. Que los partidos políticos en Cataluña
declaren su postura sobre la independencia en la próxima consulta
electoral. Según aquel, si Convergencia y Unión lo hiciera, perdería
esas elecciones, y por eso ha mantenido sobre ese punto, en todas las
consultas electorales, una escurridiza ambigüedad. Al igual que él, yo
también creo que, a la hora de decidir, el famoso seny catalán prevalecería y sólo una minoría votaría por la secesión.
¿Por cuánto tiempo más? Cara al futuro, tal vez Javier Cercas sea más
optimista que yo. Viví casi cinco años en Barcelona, a principios de
los setenta –acaso, los años más felices de mi vida- y en todo ese
tiempo creo que no conocí a un solo nacionalista catalán. Los había,
desde luego, pero eran una minoría burguesa y conservadora sobre la que
mis amigos catalanes –todos ellos progres y antifranquistas- gastaban
bromas feroces. De entonces a hoy esa minoría ha crecido sin tregua y,
al paso que van las cosas, me temo que siga creciendo hasta convertirse
–los dioses no lo quieran- en una mayoría. “Al paso que van las cosas”
quiere decir, claro está, sin que la mayoría de españoles y de catalanes
que son conscientes de la catástrofe que la secesión sería para España y
sobre todo para la propia Cataluña, se movilicen intelectual y
políticamente para hacer frente a las inexactitudes, fantasías, mitos,
mentiras y demagogias que sostienen las tesis independentistas.
El nacionalismo no es una doctrina política sino una ideología y está
más cerca del acto de fe en que se fundan las religiones que de la
racionalidad que es la esencia de los debates de la cultura democrática.
Eso explica que el President Artur Mas pueda comparar su
campaña soberanista con la lucha por los derechos civiles de Martin
Luther King en los Estados Unidos sin que sus partidarios se le rían en
la cara. O que la televisión catalana exhiba en sus pantallas a unos
niños adoctrinados proclamando, en estado de trance, que a la larga
“España será derrotada”, sin que una opinión pública se indigne ante
semejante manipulación.
El nacionalismo es una construcción artificial que, sobre todo en
tiempos difíciles, como los que vive España, puede prender rápidamente,
incluso en las sociedades más cultas –y tal vez Cataluña sea la
comunidad más culta de España- por obra de demagogos o fanáticos en
cuyas manos “el país opresor” es el chivo expiatorio de todo aquello que
anda mal, de la falta de trabajo, de los altos impuestos, de la
corrupción, de la discriminación, etcétera, etcétera. Y la panacea para
salir de ese infierno es, claro está, la independencia.
¿Por qué semejante maraña de tonterías, lugares comunes, flagrantes
mentiras puede llegar a constituir una verdad política y a persuadir a
millones de personas? Porque casi nadie se ha tomado el trabajo de
refutarla y mostrar su endeblez y falsedad. Porque los gobiernos
españoles, de derecha o de izquierda, han mantenido ante el nacionalismo
un extraño complejo de inferioridad. Los de derechas, para no ser
acusados de franquistas y fascistas, y los de izquierda porque, en una
de las retractaciones ideológicas más lastimosas de la vida moderna, han
legitimado el nacionalismo como una fuerza progresista y democrática,
con el que no han tenido el menor reparo en aliarse para compartir el
poder aun a costa de concesiones irreparables.
Así hemos llegado a la sorprendente situación actual. En la que el
nacionalismo catalán crece y es dueño de la agenda política, en tanto
que sus adversarios brillan por su ausencia, aunque representen una
mayoría inequívoca del electorado nacional y seguramente catalán. Lo
peor, desde luego, es que quienes se atreven a salir a enfrentarse a
cara descubierta a los nacionalistas sean grupúsculos fascistas, como
los que asaltaron la librería Blanquerna de Madrid hace unos días, o
viejos paquidermos del antiguo régimen que hablan de “España y sus
esencias”, a la manera falangista. Con enemigos así, claro, quién no es
nacionalista.
Al nacionalismo no hay que combatirlo desde el fascismo porque el
fascismo nació, creció, sojuzgó naciones, provocó guerras mundiales y
matanzas vertiginosas en nombre del nacionalismo, es decir, de un dogma
incivil y retardatario que quiere regresar al individuo soberano de la
cultura democrática a la época antediluviana de la tribu, cuando el
individuo no existía y era solo parte del conjunto, un mero epifenómeno
de la colectividad, sin vida propia. Pertenecer a una nación no es ni
puede ser un valor ni un privilegio, porque creer que sí lo es deriva
siempre en xenofobia y racismo, como ocurre siempre a la corta o a la
larga con todos los movimientos nacionalistas. Y, por eso, el
nacionalismo está reñido con la libertad del individuo, la más
importante conquista de la historia, que dio al ciudadano la
prerrogativa de elegir su propio destino –su cultura, su religión, su
vocación, su lengua, su domicilio, su identidad sexual- y de coexistir
con los demás, siendo distinto a los otros, sin ser discriminado ni
penalizado por ello.
Hay muchas cosas que sin duda andan mal en España y que deberán ser
corregidas, pero hay muchas cosas que asimismo andan bien, y una de
ellas –la más importante- es que ahora España es un país libre, donde la
libertad beneficia por igual a todos sus ciudadanos y a todas sus
regiones. Y no hay mentira más desaforada que decir que las culturas
regionales son objeto de discriminación económica, fiscal, cultural o
política. Seguramente el régimen de autonomías puede ser perfeccionado;
el marco legal vigente abre todas las puertas para que esas enmiendas se
lleven a cabo y sean objeto de debate público. Pero nunca en su
historia las culturas regionales de España –su gran riqueza y
diversidad- han gozado de tanta consideración y respeto, ni han
disfrutado de una libertad tan grande para continuar floreciendo como en
nuestros días. Precisamente, una de las mejores credenciales de España
para salir adelante y prosperar en el mundo globalizado es la variedad
de culturas que hace de ella un pequeño mundo múltiple y versátil dentro
del gran teatro del mundo actual.
El nacionalismo, los nacionalismos, si continúan creciendo en su seno
como lo han hecho en los últimos años, destruirán una vez más en su
historia el porvenir de España y la regresarán al subdesarrollo y al
oscurantismo. Por eso, hay que combatirlos sin complejos y en nombre de
la libertad.
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