El empresariado como problema para la libertad
Pero aún peor que
ese tipo de pasivo inversionista en bienes inmuebles es el empresario
«mercantilista», ese que busca su beneficio en la relación con el poder
político y no en la competencia y el mercado. Carlos
Alberto Montaner
La defensa del
liberalismo se vuelve difícil cuando uno de sus beneficiarios, el empresariado,
tiene al servilismo como amo. Según observo, las prédicas en favor de un orden
contrario a los abusos, gracias al cual nuestro desenvolvimiento puede ser
positivo, no logra conmoverlos. Su derrotero está por otro lado. Toda
transacción, incluso si conlleva la entrega del semejante, se halla bendecida
por una inescrupulosa persecución de lucro. Mientras produzca satisfacciones,
besar la mano izquierda del gobernante, sea éste dictador o apenas aprendiz de
tirano, se convierte en uno de los hábitos que adoptan sin vacilar mucho.
Aclaro que es una estupidez censurar la búsqueda de mayores ganancias; sin
importar su clase, el estancamiento debe considerarse perjudicial. El problema
radica en suponer que, a cambio de poquedades, es posible sacrificar la
vigencia del régimen democrático. Conforme a su proceder, el negocio está en
asociarse con los oficialistas para que, cuando no estén fastidiando al
prójimo, les permitan aumentar su caudal. No les inquieta que, a fin de obtener
algunas dichas, sea impuesto el silencio en lo concerniente al ámbito público. La
posibilidad de medrar es más grande que su soberanía.
Yo
no descarto que, por incultura, varios empresarios apoyen un proyecto de
orientación socialista. Como es sabido, la ignorancia de temas que se
relacionan con el pensamiento político resulta estremecedora. Las
intervenciones públicas de sus dirigentes revelan un desprecio a las
reflexiones que, por supuesto, impide soñar pronto con otra realidad. No es
exagerado sostener que, salvo escasas excepciones, los representantes del
gremio desconocen el vínculo entre libertad y propiedad, por citar un asunto
elemental para quien valore ambos conceptos. Ellos no encuentran sentido, peor
aún utilidad, en teorizar acerca del mercado, pues creen que éste se sitúa más
allá de las ideas. Tampoco se enteraron de cuán reiterativas y desastrosas son
las medidas del grupo al que patrocinan. Apologistas de un mundo práctico, las
elucubraciones en torno al Estado les parecen infértiles, aun
contraproducentes, puesto que pueden generar convicciones capaces de arruinar el
acuerdo. Es probable que, para despertar la tentación de acabar con el
oscurantismo, sea imperioso condenarlos a la lectura. Lamentablemente, la regla
continúa siendo que las meditaciones sean vencidas por los instintos menos
elevados. Así, reacios al trabajo intelectual, fabrican alianzas que son
letales.
A
veces, el pacto con las tiranías se origina en esa cándida creencia de resguardar
la propiedad del expolio. Aunque no haya ningún antecedente que funde un mínimo
de verosimilitud, se confía en las promesas realizadas por un demagogo. Destaco
esto último porque la mentira se constituye en una parte vital del populismo;
por consiguiente, su palabra no vale un céntimo. Lo impactante es que sus
patrañas cuenten todavía con adeptos. Esto hace necesario recordar que, desde
la óptica del Gobierno, ellos son un simple medio para tener poder. En esa
manera de concebir la política, somos piezas que, cuando haya molestias, pueden
cambiarse sin pesar. La misma vulnerabilidad tiene el conjunto de bienes que
componen un patrimonio. El Estado, creación humana que suele mortificarnos, no
tendría inconvenientes en privarnos de todo; los castigos revolucionarios
poseen esa rigurosidad. La situación es distinta en un sistema que se levanta
para salvaguardar al individuo de los abusos del semejante y las autoridades.
En este caso, la credibilidad surge por el respeto a las leyes vigentes; consecuentemente,
no necesitamos vivir angustiados, rogando para que ese compromiso de proteger
nuestras riquezas sea cierto.
El
empresario que menosprecia la política facilita su conducción al infierno.
Antes que productor, es un ciudadano que, como todos nosotros, puede ser
víctima de la barbarie. No hay una sola comodidad del presente que valga un
futuro signado por las arbitrariedades. Nadie está seguro cuando la marcha de
un país depende del humor que tienen sus gobernantes. Lo sensato es luchar con
el objetivo de alejarlos del poder; obviamente, hasta cuando rija la
democracia, esto implica intervenir en el terreno político. No existe persona
que pueda evitar el deber de participar en esa contienda. La indiferencia es
útil sólo para quienes anhelan ejercer siempre esas funciones. No se los
derrotará con las apatías corporativas o el mutismo; la victoria exige un
compromiso militante. Añado que, siendo universal su provecho, no excluyendo
sino a los partidarios del desastre, las razones para contribuir al triunfo son
indiscutibles. La posteridad agradecerá que rehusemos las dádivas del opresor,
evidenciando el rechazo a sus imbecilidades y perversiones.
El autor es escritor, filósofo y abogado.
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