Entre caballeros andantes y juglares
El País, Madrid
Traté apenas en persona a Martín de Riquer —que acaba de morir, poco
antes de cumplir cien años—, pero lo leí mucho, sobre todo en mi
juventud, cuando, entusiasmado por la lectura del Tirant lo Blanc,
me volví devoto de los libros de caballerías. Descubrí la gran novela
catalana en la maravillosa edición que hizo de ella Riquer en 1947 y en
1971, cuando vivía en Barcelona, le propuse hacer una edición de las
cartas y carteles de desafío de Joanot Martorell (El combate imaginario),
lo que me permitió visitarle. Recuerdo con gratitud esas dos tardes en
su casa repleta de libros, su amabilidad, su sabiduría, su prodigiosa
memoria y la desenvoltura con que se movía por una Europa de caballeros
andantes, ermitaños, trovadores, magos y cruzados, mientras acariciaba
su eterna pipa y le brillaban los ojitos de alegría con aquello que
contaba. En el otoño de su vida dijo a un periodista que “nunca había
trabajado, que no había hecho otra cosa que disfrutar”. No era una pose:
su inmensa obra de historiador, de filólogo y de crítico por la que
desfilan media docena de literaturas —la catalana, la castellana, la
provenzal, la francesa, la portuguesa y la italiana— rezuman amor y
entusiasmo contagiosos.
La erudición no es siempre garantía de cultura; a veces es una
máscara del vacío o de la mera vanidad. Pero en Martín de Riquer, la
prodigiosa información que sustenta sus estudios manifiesta su pasión
por el conocimiento, no es nunca gratuita, alarde pretencioso; por el
contrario, enriquece con detalles y precisiones la gestación y el
contexto histórico y social de los textos, su genealogía, sus
influencias, lo que es tópico y lo que es invención, la trama profunda
que acerca, por ejemplo, las fantasías eróticas de un trovero ambulante y
las heladas discusiones teologales en los concilios papales. Se movía
por la vasta Edad Media como por su casa y opinaba con la misma
versación sobre las novelas de Chrétien de Troyes, La Chanson de Roland, las leyendas artúricas, el Amadís de Gaula, los juglares y el Poema del Cid,
que sobre heráldica, las armas, las armaduras, la gastronomía, las
reglas del combate singular en los torneos y las distancias siderales
que había a menudo entre lo que se creía, se decía, se escribía y se
hacía en esa sociedad medieval que él tanto amaba.
Había en Martín de Riquer algo de esos caballeros andantes que se
lanzaban a los caminos en pos de aventuras, sobre los que escribió
páginas tan hechiceras, aquellos que por ejemplo recorrieron media
Europa para responder al desafío del bravucón leonés del Paso Honroso, o
los —medio héroes, medio bandidos— que acompañaron a Roger de Flor a
batirse en Grecia y liberar a Bulgaria de los turcos. Nadie que yo haya
leído, ni siquiera el gran Huizinga de El otoño de la Edad Media,
me ha hecho vivir tan de cerca y con tanta verdad como los ensayos de
Martín de Riquer lo que debió ser la vida en Occidente hace ochocientos o
mil años, esa sociedad donde la espiritualidad más refinada y la
brutalidad más feroz se confundían y se pasaba del cielo al infierno o
viceversa sin darse cuenta: de los salones cortesanos donde se inventaba
el amor, a los helados monasterios donde se resucitaba a Platón y
Aristóteles y se traducía a Homero, a los bosques plagados de forajidos,
de santos, de peregrinos, de locos y leprosos, o a las plazas de las
aldeas donde masas de analfabetos escuchaban, alucinados, las venturas y
desventuras de las canciones de gestas. Para poder transmitir todo
aquello con la elocuencia y el vigor con que lo hizo, Martín de Riquer
debió al mismo tiempo vivirlo: dar y recibir los mandobles, ponerse y
quitarse las pesadas armaduras, tocar la vihuela y componer endechas,
enamorarse de doncellas imposibles como la princesa Carmesina, decapitar
y ser decapitado innumerables veces.
Como un homenaje a su memoria, acabo de leer un pequeño librito suyo que no conocía, Cervantes en Barcelona
(1989). Es una pura delicia. Comienza y termina con una pequeña
descripción de la casa que lleva el número 2 del Paseo Colón de la
Ciudad Condal en la que, según una persistente leyenda que Riquer
conoció de niño de boca de su madre, habitó el autor de El Quijote
en algún momento de su vida. El libro escudriña con lupa la vida de
Cervantes y descarta o valida las diferentes tesis sobre su estancia en
aquella ciudad, a la vez que describe con minucia todas las alusiones a
Barcelona en las novelas cervantinas. Las páginas más seductoras son
aquellas en las que contrasta el famoso bandolero catalán que aparece
inmortalizado en El Quijote, Roque Guinart, con el personaje de
carne y hueso que le sirvió de modelo. Esta comparación se enriquece
con una animada descripción de las bandas de asaltantes que en el siglo
XVII hacían de las suyas y volvían peligrosos los alrededores de
Barcelona y todas las grandes ciudades españolas. Al final, queda
probado que la única estancia posible de Cervantes en la ciudad fue en
el verano de 1610 y que, si de veras llegó a habitar el tercer piso de
la casa del Paseo Colón, tuvo desde ese balcón una vista inmejorable del
Portal del Mar y la playa, el paisaje que describiría en Las dos doncellas, una de las novelas ejemplares.
El mejor crítico de Martorell fue al mismo tiempo uno de los más eminentes cervantistas; sus ediciones críticas del Tirant lo Blanc
y del Quijote son un modelo de rigor y, al mismo tiempo, de una
accesibilidad que pone ambas obras maestras al alcance de los lectores
comunes y corrientes. También en esto Martín de Riquer fue un ejemplo de
intelectual sin fronteras, un ciudadano del mundo, desprovisto de
fanatismo y de complejos, que volcó su amor por la literatura, la
historia, la lengua y la cultura sin otro interés que la búsqueda de la
verdad, la exaltación de la belleza, la justa valoración de la obra de
arte y de las ideas en función de valores universales y no de menudos
intereses políticos de circunstancias. En los años setenta, cuando yo
vivía en Barcelona, muchos no le habían perdonado que durante la Guerra
Civil optara, espantado “por el asesinato de algunos amigos y por cierta
afinidad con los ideales religiosos y de orden del otro lado”, según
dijo, por los nacionales y combatiera en una formación requeté. Pero,
para entonces, Riquer había abandonado aquellas ideas y optado por una
línea democrática. De otro lado, en toda la vasta obra de él que ha
llegado a mis manos, no recuerdo haber leído un solo texto de
reivindicación del autoritarismo. Y, con motivo de los artículos
necrológicos aparecidos en estos días, me ha alegrado saber que, en los
violentos días que sucedieron a la Guerra Civil, se movilizó para salvar
del fusilamiento a escritores y profesores republicanos.
Es interesante señalar que, al mismo tiempo que investigaba en
archivos y bibliotecas preparando trabajos del más estricto nivel
académico, Martín de Riquer no desdeñó escribir manuales o dirigir
colecciones de clásicos dirigidos al gran público, como la historia
universal de la literatura que emprendió con José María Valverde. Había
detrás de estos empeños una convicción: la cultura no debía quedar
confinada en los recintos universitarios y ser monopolio de clérigos;
tenía que salir a la calle y llegar al mundo profano, como llegaban en
tiempos remotos las hazañas caballerescas al gran público a través de
los cómicos de la legua y los troveros ambulantes. El gran medievalista
no era un hombre del pasado; vivía en el presente, y, cuando no estaba
sumergido en polvorientos infolios, se distraía leyendo novelas
policiales.
La muerte de Martín de Riquer me apena mucho porque personas tan
valiosas deberían ser tan longevas como los patriarcas bíblicos; también
porque, probablemente, él será uno de los últimos de su especie, quiero
decir esa tradición de humanistas de cultura múltiple y de visión
universal, a la que pertenecieron Menéndez Pelayo, Menéndez Pidal,
Ortega y Gasset, Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Octavio Paz y un
Jorge Luis Borges. Ya no los habrá porque el conocimiento futuro estará
sobre todo almacenado en el éter y cualquiera podrá acceder a él
apretando los botones indicados. La memoria, el esfuerzo intelectual,
serán prescindibles; o, mejor dicho, patrimonio exclusivo de las
pantallas y los ordenadores. Gracias a estos artefactos, todos sabremos
todo, lo que equivale a decir: nadie sabrá ya nada.
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