Inmigrantes: La ruta de la muerte
Nogales, Arizona – Hoy, en esta frontera, va a
morir un inmigrante. O quizás dos. Mañana se repetirá la historia. Y
pasado mañana también. Son muertes terribles e innecesarias. Los
inmigrantes se pierden en el desierto, sin agua y usualmente mueren de
insolación en dos o tres días a solo unas millas de la ciudad más
cercana.
En los últimos años se han construido 350 millas de muros
entre México y Estados Unidos. Es increíble que en el 2013 sigamos
hablando de muros. El muro de Berlín, que solo tenía 87 millas, empezó a
demolerse en 1989. Me tocó verlo. Fue emocionante presenciar como los
jóvenes alemanes de ambos lados destruían con cincel y martillo lo que
los separaba. Por eso es tan aberrante ver cómo ahora quieren construir
350 millas más de muro en la frontera entre México y Estados Unidos.
Pero
la verdad los muros no sirven para nada. A solo 15 minutos en auto de
Nogales, Arizona, se acaba el muro grande, el que tiene unos 15 pies de
altura. (Pueden ver la foto donde se acaba el muro en
www.jorgeramos.com/fotografias/) Se nota claramente dónde el gobierno se
quedó sin dinero. Y es ahí precisamente a donde se van los inmigrantes
para cruzar ilegalmente a Estados Unidos, sin ningún problema, como
Pedro por su casa.
El problema viene después. Los coyotes les
cobran al menos dos mil dólares por persona por cruzarlos y, para no ser
detectados por los agentes de la patrulla fronteriza de Estados Unidos,
se alejan lo más posible de los puntos de vigilancia. Esto los deja,
generalmente, a uno o dos días caminando del pueblo más cercano. Muchos
nunca llegan. Ahí se acaba el juego del gato y el ratón. Es la ruta de
la muerte.
El año pasado murieron 463 personas tratando de cruzar
hacia Estados Unidos, según cifras oficiales de la Patrulla Fronteriza.
Pero aquí hablan solo de cadáveres recuperados. Muchos ni siquiera son
encontrados. Esta cifra es la más alta desde el 2005.
Aunque ha
bajado considerablemente el número de personas que intentan cruzar
–364,768 fueron detenidas en el 2012, mucho menos que las 1,676,438 en
el 2000– sigue subiendo la cifra de muertos en la frontera. Es uno o dos
muertos por día, en promedio. Frente al incremento de muros y
vigilancia del lado norteamericano, los indocumentados se arriesgan a
cruzar por los lugares más alejados y peligrosos. El resultado es
mortal.
Nada va a evitar este peligroso viaje. Es una simple
cuestión económica. Si un inmigrante desempleado o subempleado en México
y Centroamérica puede encontrar un trabajo en Estados Unidos que le
pague 10 o 20 veces más que en su país de origen, seguirá existiendo
inmigración ilegal.
La única solución está muy lejos de aquí, en
el Congreso de Estados Unidos. Ahí tienen que hacer dos cosas: primero,
legalizar a los millones de inmigrantes que ya están aquí y, segundo,
establecer un sistema de visas y residencia para que nadie tenga que
tomar la ruta de los coyotes, el desierto y la muerte.
El Senado
ya hizo lo suyo. Ahora le toca a la Cámara de Representantes. Los
republicanos controlan esa cámara. Su líder John Boehner podría pedir un
voto pero, hasta el momento, por razones incomprensibles, se ha negado a
poner el tema de la reforma a votación. Las excusas se acabaron.
Siempre
pasa lo mismo. Cuando está a punto de discutirse y aprobarse una
reforma migratoria, algo se atraviesa. Pasó en el 2001. Cuando los
presidentes George W. Bush y Vicente Fox estaban negociando un acuerdo
migratorio, 19 terroristas usaron cuatro aviones para matar a casi tres
mil norteamericanos en Nueva York y Washington. Todo se paró. Y ha
vuelto a ocurrir. Cuando le tocaba a la Cámara de Representantes debatir
la legalización de 11 millones de indocumentados, se atravesó el cierre
del gobierno y el Congreso se pasó 16 días buscando cómo reabrirlo.
Pero
ahora sí se acabaron las excusas. La pregunta a los congresistas es
¿qué tienen que hacer de aquí al fin de año? La respuesta es solo una:
debatir y aprobar la reforma migratoria.
La falta de acción no es
una opción. Cada día que estos congresistas se quedan sentados sin
hacer nada mueren uno o dos mexicanos en la frontera, uno o dos
centroamericanos, uno o dos padres de familia.
En la estación de
autobuses de Nogales, México, me encontré a varias inmigrantes que
acababan de ser deportadas. A las mujeres las dejan aquí; a los hombres
más lejos, para que les cueste más trabajo regresar. Pero igual
regresan.
Han pagado tanto, han arriesgado tanto, que no se
plantean el regresar derrotados a sus pueblos. Se quedan unos días
rondando en la ciudad, alimentándose en los comedores que establecen
organizaciones caritativas y vuelven a dar el salto al norte.
Todos
saben que se la juegan y que pueden morir en el intento, pero cruzan de
todas maneras. Uno tiene la impresión que, para estos inmigrantes,
quedarse en México es morirse también: morirse de hambre, de enfermedad,
de frustración.
La ruta de la muerte está abierta. Que venga el que quiera.
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