Esencia utópica del socialismo científico
El abogado, escritor
y político inglés Thomas More combinó la palabra griega “ou”, que significa
“no” o “sin”, y la palabra “topos”, que significa “lugar”, para crear la
palabra “outopos”, que significa “sin lugar”, de la cual deriva “utopía”. Esta
palabra denota una sociedad que, por su supuesta perfección, no puede existir
en algún lugar del misérrimo mundo terrestre.
Algunas de las
primeras concepciones de una sociedad utópica fueron expuestas en “La
República”, de Platón (427-347 antes de la Era Cristiana); en “Utopía”, del
mismo Thomas More (1480-1535); en “La Nueva Atlántida”, de Francis Bacon
(1561-1626); y en “La Ciudad del Sol”, de Tommaso Campanella (1568-1639).
Posteriormente
surgieron nuevas concepciones de una sociedad utópica, que prometían auroras
insospechadas de esperanza, maravillosas épocas de prosperidad, y emocionantes
paraísos de felicidad. Aludo, por ejemplo, a las concepciones utópicas de Henri
de Saint-Simon (1760-1825); Charles Fourier (1772-1837) y Louis Blanc
(1811-1882). Saint-Simon concibió una sociedad que le adjudicaba el derecho de
propiedad privada a quien tuviera el mérito de ejercerlo. Fourier concibió una
sociedad en la cual comunidades agrícolas distribuían la riqueza que producían
sus miembros. Y Blanc concibió una sociedad en la cual “cada quien… produce
conforme a sus facultades y consume conforme a sus deseos.”
Karl Marx
(1818-1883) concibió una sociedad que pretendía ser un socialismo científico.
Era socialismo porque suprimía la propiedad privada del capital para
obtener de cada quien según su capacidad, y darle a cada quien según su
necesidad. Era científico porque no se inspiraba en licenciosas fantasías
utopistas, sino se fundamentaba en la ciencia y en el materialismo histórico, o
filosofía materialista dialéctica aplicada a la historia. Ese socialismo era
inevitable porque era producto de inexorables leyes la historia. Marx pretendió
ser, pues, un científico de la sociedad y de la historia, y quizá hasta
pretendió que su obra principal, “El Capital”, fuera comparable con “Principios
Matemáticos de Filosofia Natural”, de Isaac Newton (1642-1727); o con “Una
Investigación sobre la Naturaleza y las Causas de la Riqueza de las Naciones”,
de Adam Smith (1723-1790); o con “El Origen de las Especies”, de Charles Darwin
(1809-1882).
El socialismo
científico de Marx demostró ser socialismo; pero también demostró ser un
fracaso. Y ese fracaso demostró, a su vez, que tal socialismo no era científico
sino esencialmente utópico. Entonces, por ejemplo, la Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas se disolvió; y Alemania oriental huyó del socialismo
como si hubiera sido una pavorosa peste mortal. Actualmente, China y Cuba
abandonan el socialismo, no necesariamente porque sus gobernantes están
convencidos de que la libertad económica es mejor, sino porque comprueban la
catástrofe que provoca la coercitiva rectoría económica propia del socialismo.
El socialismo de
Marx no era científico, y fracasó; pero subsisten pertinaces residuos
socialistas, que no pueden extinguirse, no por algún designio determinista de
la historia, sino porque siempre es posible que la ilusión aliada con la pasión
triunfe sobre la razón aliada con los hechos. Parte de esos residuos son
aquellos que, con tedioso clamor, se consumen en una patológica nostalgia por
el fracasado socialismo, y se consuelan con inventar sepulcros del capitalismo,
y se complacen en sepultarlo mil veces, como si mil veces resucitara. Algunos
han reconocido el fracaso del socialismo; pero argumentan que solo fracasó el
socialismo real, y no el ideal, como si solo el socialismo ideal, es decir, el
irreal, podría tener éxito.
Post scriptum. Un socialista empleaba
un martillo para cortar madera. Cuando se percató de que el martillo era
ineficaz para cortarla, díjose que la causa de la ineficacia era que empleaba
un martillo real, y no uno ideal.
- 23 de julio, 2015
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