La psicopatología de los censores
(Conferencia pronunciada ante la Sociedad Interamericana de Prensa Miami, FL)
En memoria de Agustín Alles, buen periodista y buen amigo
En foros como éste, generalmente, y es una labor
muy útil, se suele hacer una descripción detallada de cuáles son los
peligros que acechan a la libertad de prensa, quiénes son sus más
encarnizados enemigos y cuáles son las deplorables acciones que
realizan.
No obstante, voy a acercarme al fenómeno desde una
perspectiva diferente: ¿por qué sucede? Es decir ¿por qué hay
gobernantes que requieren del aplauso absoluto de la sociedad? ¿Por qué
hay personas que necesitan silenciar a sus opositores y construir un
mundo irreal de apoyos, como aquellas “Aldeas Potemkin” que se
construían en Crimea para persuadir a la implacable zarina y a quienes
visitaban a Rusia de que en el enorme país se vivía una realidad
espléndida y próspera?
¿Por qué estos gobernantes dedican enormes recursos a
la innoble tarea de edificar sociedades corales que repitan
mecánicamente el discurso oficial, y con el objeto de lograr esa extraña
conducta de los asustados ciudadanos, convertidos en súbditos
obedientes, están dispuestos a crear estados policíacos dedicados a
vigilar y confirmar que todos suscriban las mismas ideas y a castigar a
los que se desvíen del guión obligatorio?
¿Por qué el gobierno de Cuba, y en menor escala
(todavía) los de Venezuela y Nicaragua, impiden las manifestaciones de
los opositores y las enfrentan con actos de repudio orquestadas por la
policía política para acallar las voces de protesta, como si la
unanimidad fuera un comportamiento normal, cuando sucede exactamente lo
contrario?
¿Por qué se presentan los actos de repudio, esos
pogromos modernos, como si fueran expresiones espontáneas de la sociedad
ofendida por los disidentes, cuando todo el mundo sabe que se trata de
manifestaciones de odio organizadas y dirigidas por el grupo dominante
para aplastar o silenciar la inconformidad de ciertas personas y, de
alguna manera, para ratificar el supuesto apoyo mayoritario que tienen
el líder supremo y su gobierno?
¿Por qué hay gobernantes que necesitan tener razón
siempre, y, cuando no la tienen, ocultan la realidad, deforman los
hechos y convierten la divulgación de la información que los contradice
en un delito de lesa patria?
¿Quién puede creer en la neurótica uniformidad de
Corea del Norte? ¿No se ha visto, tras la caída de todas las dictaduras,
las de derecha e izquierda, que esos regímenes monolíticos, empeñados
en mostrar panoramas sociales y políticos uniformes, son pura
coreografía dirigida por los comisarios políticos?
En definitiva: ¿por qué ocurre este comportamiento anómalo?
La primera observación, bastante obvia, es que,
generalmente, detrás de cada dictadura suele haber un caudillo. Es
cierto que, en algunas oportunidades, más bien raras, son dictaduras
institucionales que renuevan cada cierto tiempo la cabeza dominante,
como sucede en la China postmaoísta, que hoy es algo así como un
despotismo capitalista salvaje, pero lo usual es que al frente de ese
tipo de Estado exista una figura descollante, un mono alfa que determina la mayor parte de las acciones que se toman.
La segunda observación es que esa criatura que
encabeza al Estado y se confunde con él y con el partido de gobierno,
incluso con la historia, donde presume que arraiga su legitimidad, suele
ser un tipo intolerante con la crítica. Persigue a quiénes tienen
opiniones diferentes, trata de aplastar a quienes lo juzgan
negativamente, y da por sentado que cualquier desviación de la línea
oficial, o incluso cualquier omisión de los aplausos y halagos
habituales que cree merecer, son obra de una oscura conspiración pagada
por extranjeros malvados y ejecutada por canallas incalificables que
traicionan los intereses sagrados de la patria.
¿Por qué sucede esto? ¿Por qué, por sólo citar
algunos dictadores, Fidel Castro, Evo Morales, Rafael Correa, Rafael
Leónidas Trujillo, Adolfo Hitler, Benito Mussolini, Francisco Franco,
José Stalin y tantos otros caudillos dictatoriales, carecen de
tolerancia a la crítica?
A Fidel Castro lo llaman Máximo Líder, y se sabe que
una de las “causas” que le llevó a fusilar al general Arnaldo Ochoa, o a
sacar del poder sin contemplaciones a Carlos Lage y a Felipe Pérez
Roque, fue descubrir, por medio de su servicio de inteligencia, que se
burlaban de él.
Adolfo Hitler era el Führer, el Líder. Benito Mussolini era Il Duce, palabra derivada de dux,
una especie de general. Mao era “el Gran Timonel”. El dominicano Rafael
L. Trujillo, uno de los más feroces y temidos, se hizo llamar
Generalísimo, como Francisco Franco, y le puso su nombre a la capital
del país para equipararse con George Washington. En las casas se
colocaban retratos del dictador con una leyenda: Dios y Trujillo.
Contradecirlo era como contradecir a Dios.
Por supuesto, esta veneración, generalmente inducida,
se escuda en la necesidad de defender a la revolución, a la dignidad
del país o a la majestad del cargo que se ocupa, pero la realidad es que
se trata de una conducta relacionada con la psicología del caudillo
autoritario. Todos ellos coinciden, en mayor o menor grado, en lo que
hoy se llama “liderazgo narcisista”.
El narcisista necesita que lo adoren. Vive para eso.
Su autoestima se alimenta insaciablemente de la pleitesía que le rinden.
La función de los demás mortales es confirmarle constantemente el
inmenso talento que posee, la infalibilidad de sus juicios y la
generosidad sin límite de sus intenciones.
El líder narcisista no puede aceptar las opiniones
contrarias. Le provocan estados de rabia. Freud, hace casi un siglo,
percibió el fenómeno de la intensidad con que los narcisistas sufren las
críticas y le llamó la “herida narcisista”. El juicio negativo había
dejado de ser sólo eso, una opinión adversa, y se consideraba una ofensa
terrible que había que lavar con sangre o con un castigo ejemplar.
Frente a la “herida narcisista”, surgía lo que Heinz Kohut, el gran
renovador del psicoanálisis y el mayor experto en las personalidades
narcisistas, mucho más tarde, en 1972, llamó la “rabia narcisista”.
Esa rabia, cuando el que la padece y expresa (sobre todo expresa)
es el líder narcisista autoritario, tiene dos funciones clave en el
ejercicio del poder: opera como un gran elemento de intimidación dentro
de la cúpula gobernante y se convierte en la antesala del castigo a
quien se ha atrevido a retar la autoridad suprema del caudillo. El
miedo, pues, se torna en el gran cohesivo de ese tipo de sociedad
tiranizada. El caudillo autoritario, además, siente placer cuando
advierte que las personas de su entorno lo temen tan pronto les enseña
los colmillos. Ahí radica una de sus más preciadas gratificaciones
emocionales. Se “sacrifica” en el ejercicio del poder para gozar del
temor de sus subordinados, paradójicamente expresado por medio de
aplausos y vítores.
Un perfecto ejemplo de cómo gobierna el caudillo
narcisista autoritario y el papel que desempeña la rabia en el control
de la clase dirigente, puede verse en la extraordinaria película La caída,
sobre los últimos días de Hitler en el búnker donde encontrará la
muerte por su propia mano, film fue concebido sobre el testimonio de una
persona que vio y relató lo acontecido (https://www.youtube.com/watch?v=E-d0EBVKSMo).
Aquellos aguerridos generales con mando de tropa se
morían de miedo ante los ataque de rabia de Hitler. Todos coincidían en
que la guerra estaba perdida. Casi todos estaban dispuestos a rendirse,
pero Hitler, pese a los síntomas de que era un tipo desquiciado,
aquejado por temblores inducidos por los medicamentos que tomaba, o por
un precoz mal de Parkinson, los intimidada con sus gritos y ellos
callaban, pero apenas lo contradecían. No se atrevían.
Hitler, además, trataba de controlar personalmente
los detalles de la guerra. Era y es otro rasgo frecuente en los
narcisistas autoritarios. Son lo que los psicólogos llaman control freaks,
una expresión que acaso puede traducirse como “maniáticos del control
tiránico”. Son gentes que sienten un íntimo desprecio por los otros y
sospechan de sus habilidades para llevar a cabo las tareas. Sólo ellos
tienen el talento que se requiere para dirigir. Por eso, entre otras
razones, tienden a querer perpetuarse en el poder. Nadie puede
sustituirlos.
Ese elemento de control maniático y tiránico presente
en la psicología del narcisista autoritario lo lleva a tratar de aislar
a la sociedad para que no se exponga a los juicios negativos sobre su
persona. De la misma manera que no cree en el talento o la habilidad de
sus subordinados para llevar a cabo su trabajo sin la supervisión
directa del caudillo superdotado, tampoco cree que la sociedad sea capaz
de formular juicios justos independientes sobre su persona. Esa es la
íntima justificación de la censura que tienen los narcisistas
autoritarios. El pueblo, supuestamente, no es capaz de discernir la
verdad de la mentira y hay que protegerlo con una espesa capa de
silencio.
Es obvio que a nadie le gusta que lo ataquen o
insulten, pero en el comportamiento del líder maduro democrático está la
aceptación del rechazo y de la crítica adversa como parte normal del
ejercicio del poder. Esos ataques ni siquiera determinan el nivel de
aceptación general porque el conjunto de la sociedad realmente sí es
capaz de entender que las críticas muchas veces son expresiones
subjetivas de los adversarios políticos que no es necesario compartir. A
Franklin Delano Roosevelt lo atacaron con saña algunos de los
opositores más talentosos, pero esos ataques no consiguieron impedir que
ganara cuatro elecciones presidenciales. Lo mismo puede decirse del
general DeGaulle y de Winston Churchill. Vivieron rodeados de enemigos.
Fueron vivamente criticados por unos y admirados por otros, como
corresponde a la pluralidad natural de todos los conglomerados humanos.
Una de las ceremonias más importantes de exorcismo
político en Estados Unidos es esa fecha anual en la que el presidente
del país se reúne con los periodistas más ácidos y los humoristas más
agudos para oír sus ingeniosas ironías y sarcasmos. Todos se burlan de
él y él acaba por burlarse de sí mismo, terapia de realidad que liquida o
combate cualquier vestigio de narcisismo que pudiera afectarle. Es una
forma de recordarle al presidente que es sólo un americano más,
provisionalmente seleccionada para cumplir una misión dentro de las
leyes del país.
Sin duda, una parte importante del proceso de
maduración de los adultos sanos consiste en entender que no tienen que
ser universalmente amados o admirados, porque la percepción del rechazo
no deben afectar la autoestima. Y parte de la educación de esos adultos
sanos y maduros incluye aprender a tratar con respeto a las personas que
no les gustan, factor clave de la conducta tolerante.
Sencillamente, los narcisistas autoritarios no son
adultos maduros, sino personalidades psicopáticas, fundamentalmente
intolerantes que, por diversas razones difíciles de precisar, no
desarrollaron adecuadamente sus zonas emotivas. Necesitan el aplauso.
Necesitan controlar. Necesitan infundir pavor. Necesitan gobernar para
siempre.
Es absurdo silenciar los medios de comunicación para
evitar que expresen opiniones negativas sobre los gobernantes. Esa
actitud, que es la de todos los narcisistas autoritarios, es la mayor
prueba de que se está frente a mentes enfermas que no debieran ejercer
la autoridad porque carecen de tres de los rasgos psicológicos
esenciales en todo buen gobernante: la prudencia, la humildad y la
tolerancia.
Las personas realmente sabias conocen sus
limitaciones y deben ser capaces de admitir errores, revocar decisiones y
rectificar rumbos. No hay la menor grandeza en la terquedad patológica
que refleja la vieja frase española de los hidalgos del siglo XVI: sostenella y no enmendalla.
Sostener el error antes que enmendarlo, batirse a duelo antes que pedir
disculpas por una actuación incorrecta, es una imbecilidad perfecta,
propia de gentes inmaduras.
Quizás, una de las fórmulas para protegernos de la
censura sea identificar a los narcisistas autoritarios antes de que
lleguen a posiciones en las que pueden hacernos daño. Hay que aceptar,
melancólicamente, que la política tiene mucho de psiquiatría, y parte
del éxito consiste en vacunar moralmente a los electores para que
entiendan el peligro de entregarles el poder a sujetos dominados por el
amor incontrolable a sí mismos.
Hay que crear, además, instituciones que impidan el
triunfo de estos perturbados o, si llegaran al poder, que sean capaces
de sujetarles las manos para que no nos perjudiquen por largos periodos.
Hace más de un siglo el peruano González Prada
afirmaba que la política a veces era una actividad de botica y
manicomio. Creo que acertaba.
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