Escondiendo a Mao
El próximo 26 de diciembre se cumplen 120 años del nacimiento de Mao Zedong, el líder chino al que Henry Kissinger calificara, sin retaceos, de verdadero "coloso". Mao unificó a su país cuando -asediado por las potencias extranjeras- estaba en un proceso que pudo bien haberlo llevado a la disolución.
Por ello, hasta hace sólo días las autoridades chinas planeaban transformar las tradicionales fiestas de fin de año en un inmenso homenaje a Mao, a quien aún se tiene como el padre de la China moderna. El evento central se había previsto en el edificio de la Gran Asamblea del Pueblo, en el centro mismo de Beijing.
Pero, de pronto, los planes cambiaron. Ese día habrá, en cambio, un concierto musical para celebrar el Año Nuevo. Sin homenajes particulares. Esto debe interpretarse como una expresión más de cautela, por parte del liderazgo chino, cuando el país se aleja, cada vez más, de las concepciones económicas de Mao, al haber decidido el Partido Comunista Chino priorizar en adelante los mecanismos de la economía de mercado.
Lo que sucede no es entonces sorpresivo. En el Libro Rojo de Mao se lee: "El sistema socialista terminará por reemplazar al sistema capitalista; ésta es una ley objetiva, independiente de la voluntad del hombre. Por mucho que los reaccionarios traten de frenar la rueda de la historia, tarde o temprano se producirá la revolución y, sin duda, triunfará". Ese párrafo pertenece a un discurso de Mao ante el Soviet Supremo de la entonces Unión Soviética, cuando celebrara el vigésimo cuarto aniversario de su fundación.
Pero la historia, en esto al menos, ha desmentido a Mao. Es indudable que en materia económica, el colectivismo ha fracasado. Y sigue fracasando, como sucede, salvando las distancias, en Cuba y en Venezuela. Rotundamente. La propia evolución de China es, quizás, el mejor ejemplo de ello. En rigor, el gigantesco país oriental comenzó a crecer vertiginosamente sólo cuando, bajo el liderazgo de Deng Xiaoping (otro coloso chino) decidiera -en 1977- impulsar la economía de mercado en reemplazo del perimido colectivismo en el que China se había empantanado.
No obstante, en la conmemoración de su natalicio se exhibirá una publicitada estatua del líder esculpida en jade blanco, piedras preciosas y oro. Hablamos de una pieza de unos cincuenta kilos de peso y ochenta centímetros de altura, que ha costado algo más de 16 millones de dólares. Difícilmente su encargo habría sido aprobado por el austero Mao. Representa a un Mao sentado, con sus piernas cruzadas, y está siendo exhibida en Shenzhen, una ciudad pujante que alguna vez fuera un pequeño pueblo de pescadores. Más adelante, la estatua irá a Shaoshan, la ciudad natal de Mao, donde permanecerá.
En consonancia con lo antedicho, se ha dispuesto que cualquier homenaje a Mao que se pretenda hacer este fin de año requiere obtener, previamente, la autorización expresa del propio Partido Comunista.
Una serie televisiva -de cien episodios- sobre la vida de Mao que había comenzado a mostrarse ha sido reemplazada por una serie de similar duración, pero sin Mao y dedicada, en cambio, a las fuerzas armadas chinas.
El esfuerzo por comenzar a diluir la centralidad de la figura de Mao parece evidente. Quizás esto suceda porque China advierte que, en la enorme profundidad de su historia, hay ciertamente más que Mao. Como por ejemplo, la Emperatriz Dowager Cixi, cuyas ideas y visión de gobierno fueran -en alguna medida- responsables de la pujanza de la China moderna, desde que -a fines del siglo XIX- sacaron al país del aislamiento en que estaba, abriéndolo al resto del mundo.
Cabe recordar que Mao, en su radicalismo ideológico, hizo lo imposible por tratar de separar a China de sus tradiciones. Por romper con su pasado. Por alejarla de su historia. Como buen autoritario, creía -equivocadamente- que el país que gobernaba había comenzado con él. Lo que obviamente no es así, pese al indudable peso relativo de la epopeya que China viviera, de la mano de Mao.
Mao procuró especialmente romper con el confucionismo y con su prédica de la moderación. Pero antes de morir comprendió que ese sueño era imposible, al reconocer -en una conversación con Richard Nixon- que no había sido capaz de borrar el impacto de una civilización antigua sobre los suyos, desde que, en sus palabras "sólo pude cambiar a algunos lugares cercanos a Beijing".
China, paso a paso, ha vuelto a abrazar los principios y enseñanzas de Confucio. Que son parte de su ser, de su identidad. A punto tal que, desde 2011, en la propia Plaza Tiananmen, frente al mausoleo de Mao está instalada una estatua de Confucio, a quien Mao, queda visto, no pudo alejar del corazón de su pueblo.
Alguna vez Deng Xiaoping recurrió a una fórmula que en su momento había sido utilizada por Mao, respecto de juzgar a Lenin, cuando afirmó que la prédica del ruso debía tenerse por "en un 70% correcta y en un 30% equivocada", para describir así la manera en que el propio Deng calificaba a la herencia de Mao. Muchos hoy seguramente preferirían hablar de otro porcentaje, más desfavorable a Mao. Ocurre que la historia va lentamente moderando las pasiones y con frecuencia termina ubicando a los próceres en el lugar que merecen, en el que finalmente permanecen. También en China.
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