Disciplina partidaria
Está sentada frente a la ventana abierta que da a la calle lateral. Es ahí donde cada tarde toma un té y lo enfría revolviéndolo con la cuchara. Le gusta mirar hacia afuera por este lado de su departamento. Aquí el movimiento de la gente y los autos es más pausado, contrastando con la vorágine de la avenida y de la boca del Metro, que por la mañana vomita a las masas que ha aspirado la tarde anterior.
La sala de estar mira hacia el poniente, y en verano es la parte más calurosa de la casa. Ella lo prefiere, aunque el comedor sea más fresco. El tono verde que tiñe la atmósfera y los troncos manchados de los plátanos orientales le resultan agradables, amortiguando los rayos de sol que a esa hora son asfixiantes. Su frondosidad le impide apreciar en plenitud los acontecimientos de la vereda de enfrente. Los espacios del follaje son como sub-ventanas, agujeros de movimiento que se incorporan como parte de su distracción. En esta época del año todos corren en cuanto salen del trabajo, inhibiéndola de salir a la calle en esas horas. Esta tarde un nuevo elemento concentra su atención y despierta sus recuerdos. Se trata de un piano instalado a la intemperie, cuyo propósito no alcanza a comprender.
Más que mirar, espera que alguien se siente en el taburete y arranque melodías de ese piano vagabundo, para así dotar de sentido a ese trozo de calle que aspira a volverse tertulia. Un piano pertenece, en su vida y recuerdos, a tantas personas interesantes que entraban y salían de su casa. También a su madre recibiendo, atendiendo visitas, envuelta en conversaciones diversas. En algún momento de la velada disfrutaba con la improvisación de alguna pieza clásica en ritmo de jazz. Su madre era una persona de avanzada, una buena exponente de la corriente liberal de la familia.
El departamento es antiguo, el cielo raso es alto y los frisos gruesos. Las puertas tienen picaportes de bronce, y recuerda que en su adolescencia ayudaba a bruñirlos. No es grande y siempre estuvo atiborrado de muebles, libros y cuadros. Las paredes eran verde versalles, pero desde que ella lo heredó y se mudó aquí ―hace unos treinta y cinco años, saca la cuenta calculando las décadas con los dedos― está pintado de blanco. Sus nietos le hacen bromas y se refieren a su casa como “el museo”. Le cuesta deshacerse de todos los cachivaches, también de su madre y su marido, que se han ido acumulando a lo largo de los años. Le resulta imposible desprenderse de ellos, incluso de las baratijas compradas en los viajes, cuando los dolores de huesos aún no le habían restado independencia. De lo único que está despojado es de plantas, porque siempre le molestó hacerse cargo del riego. Es bueno echarle llave a la puerta y poder partir. Ella mantiene un espíritu joven, siempre buscando alguna razón para salir, disponible para viajar o disfrutar de una invitación a un restaurante u obra de teatro. Pero no por la idea de pasear, ya que es una excelente anfitriona. Lo que en realidad la motiva es rodearse de juventud, y a su edad prácticamente todo el mundo le resulta joven.
Se prepara una segunda taza de té, a pesar de que su médico le ha advertido sobre la presión, y la deja enfriar en el alfeizar de la ventana. Retoma el petit point de trama más gruesa que le regaló Hernán. La falta de visión es un problema, ya que los agujeros de la tela ―aunque sean más amplios― le siguen resultando minúsculos. Ella hace esfuerzos por seguir adelante con su labor, más que nada porque sabe que a su hijo le preocupa y le duele verla disminuida. Pende así sobre este pasatiempo, aparentemente lúdico, la antigua amenaza de mandarla a una casa de ancianos donde esté mejor cuidada. Un hogar donde tendría que compartir permanentemente con gente mayor, piensa, y donde perdería su independencia. Su hijo no entiende demasiado cómo se las arregla, pero ella no imagina una mejor red de protección que todas las personas que le facilitan la vida en su barrio. Conoce por su nombre a prácticamente todos los que atienden la verdulería, la farmacia, el café y la librería, todo en un radio de no más de tres cuadras. Hasta en el supermercado, que resulta más impersonal, la reconocen y la llaman por su nombre. Nunca tiene que pedir ayuda para volver con las bolsas de las compras, ya que los dependientes se disputan la oportunidad de acompañarla. Es una inyección de optimismo compartir un rato de conversación con la Señora Eva, que conserva en su memoria los nombres e historias que cada uno le confía en el camino a casa.
Pero la vista es una dificultad menor en comparación con la artrosis, que le impide agarrar con comodidad la aguja, y cuyos dolores la obligan a desistir cada cierto rato de su ímpetu creativo. Durante esas pausas observa con curiosidad el piano que está abajo y a los transeúntes que se detienen a mirarlo. Se ha pasado la hora del calor y la calle ha retomado su ritmo cansino. Cuando nuevamente levanta la vista, observa con interés como alguien se sienta en el taburete y enderezándose se acomoda. Mira los pedales y comienza a tocar, pero ella no puede escuchar bien por más que trata de aguzar el oído. Le molesta perderse el espectáculo, y se dice mentalmente que con los problemas de visión y huesos ya tiene suficiente. No quiere quedarse al margen de lo que sucede en la vereda, deja el petit-point a un lado, va al cuarto de baño, se pasa un poco de rouge por sus labios, se peina y baja a la calle.
Estar con gente la energiza, comunicándole una vitalidad que dista mucho de poseer. Al caminar no pasa desapercibida. Bien vestida en tonos claros, oscila peligrosamente, provocando una mezcla de solidaridad y de divertida atención en las personas con las que se cruza. Ella resulta una figura femenina, pero parece que en cualquier momento perderá el equilibrio y tropezará.
Cruza la calle arreglándose el cuello de la blusa blanca y mirando expectante al pianista, esperando la melodía que gradualmente llega a sus oídos. Sonríe. Le produce la misma sensación que al resto de los transeúntes que se han detenido a escuchar el minueto del aficionado ―la alegría de la música que se instala en la cara de todos. Una vez que termina, una madre anima a su hijo adolescente a ejecutar para este público las tres piezas que sabe de memoria. Lo sigue un niño que está comenzando a hilar algunos pasajes musicales, y después un lego que solo quiere sentir el placer de desprender un par de sonidos por sus propios méritos. El ríe de su travesura y lo aplauden.
Ella no puede resistir la tentación. Son tantos los años que no lo hago ―piensa. Además no aguanta estar de pie demasiado tiempo, y esto se ha alargado más de la cuenta. Envalentonándose, puede más su cansancio que el pudor. Se sienta en el taburete, acomoda los pies en los pedales, se mira las manos esperando que no la traicione la artrosis, y comienza a interpretar la melodía que tantas veces escuchó. De a poco deja de estar pendiente de la técnica y se va dejando llevar por la música. Le parece increíble recordarla con total nitidez mientras goza el tacto de las teclas. Evoca cada momento en que Albinoni estuvo presente con su Adagio en G menor. Las tertulias a las siete de la tarde con poetas y políticos, hombres de ciencia y oficio de tendencias diversas que se reunían a disfrutar del intercambio de opiniones. Eso fue lo que ella llama el mundo de antes, porque en el exilio nunca tocó el piano.
Las articulaciones le duelen. Mira las teclas y no puede seguir. Levanta la vista, se sabe rodeada de un número creciente de personas y piensa en que tiene que hacer un último esfuerzo. Siente como alguien la empuja suavemente para que le deje espacio en el reducido asiento. Se trata de un joven de unos treinta y cinco años, con un traje de buena calidad sin corbata, de corte italiano como acostumbran vestir los ejecutivos de ahora. Se acomoda los anteojos con moldura de carey de color oscuro, y se pasa las dos manos por la cabeza, echándose el pelo castaño y ondulado hacia atrás. Ya preparado para ejecutar, deja los dedos suspendidos en el aire y la mira buscando su aprobación. Con su asentimiento comienza a tocar. Ella lo observa un momento y cierra los ojos. ¡Qué bien tocas! ―le dice por lo bajo.
Sentados a la mesa en que acostumbra a instalarse en la heladería que abrió justo enfrente de su casa, se saluda con Paolo, quien es hijo del dueño. Le pide una carta para el joven concertista, y le dice que por haberla salvado del dolor de sus articulaciones puede escoger el tamaño que prefiera. Ella pide el de siempre: frambuesas y chocolate amargo.
En un comienzo él se mostró renuente a aceptar la invitación de esta señora desconocida, ya que este arreglo para piano le produce emociones encontradas. Su mamá, por un motivo que nunca fue del todo claro, le pidió que dejase Albinoni para la casa del abuelo, en la suya no lo quería escuchar.
Su abuelo fue quien, recién de vuelta en el país, le pagó largos años de clases de piano, transmitiéndole así su afición por el jazz. Se trataba del mismo instrumento que alguien le regaló a inicios de los setenta. Este lo esperó acumulando polvo durante todo el exilio en la casa que recuperó en Bellavista, la que ahora funciona como sede del partido. A inicios de los noventa este fue el barrio de la bohemia, símbolo de la democracia recién recuperada, y aunque sus convicciones socialistas no son precisamente ortodoxas, sospecha que su abuelo no aprobaría que hiciera amistad con esta señora tan evidentemente burguesa.
Con el helado en la mesa, ella le pregunta cómo ha llegado a interpretar tan bien esta pieza inusual, una adaptación para jazz de un clásico. Esta señora es tan encantadora y se muestra tan interesada, que revirtiendo su primera impresión comienza a relatarle parte de su historia. Le dice que él nació en Alemania, y que gracias a su madre aprovechó bien las clases de piano. Luego de la muerte de su abuelo lo heredó y trasladó a su departamento, donde a veces hace sesiones de jazz con sus amigos. Para entonces ya se había titulado en geología en una de las mejores universidades privadas que surgieron a partir de los ochenta en este país, tan distinto a la Alemania oriental en que vivió su primera niñez, barrida por los vientos de la historia.
Hacía mucho tiempo que no la interpretaba, y fue sorprendente encontrarse escuchándola en el medio de la calle y de un grupo anónimo que a él se le antojó chato y consumista, como acostumbraba a decir su abuela. Aunque mayor fue el asombro cuando vio que la concertista era una anciana frágil. Cuando terminan los mutuos elogios, ella le dice que no tocaba el piano desde mil novecientos setenta, año en que remató las cosas de su madre que no podría llevarse al extranjero. Agrega que fue incapaz de rematar el piano y prefirió regalarlo. Tal era el afecto que tenía por este instrumento que la acompañó a lo largo de su juventud, y que creaba la atmósfera que envolvía a sus amigos y los de su madre, a los de izquierda y los de derecha. “Pero esto duró hasta un poco antes de los sesenta. Cuando se hicieron públicos los horrores de Stalin ellos no quisieron reconocer nada, siguieron con las mismas opiniones y las divisiones se hicieron inexorables” ―dice la anciana con una mirada que por unos segundos la traslada al pasado. Al joven la última frase le recuerda las interminables discusiones que revisionistas y estalinistas sostenían en su casa en Berlín oriental. “Y yo que creí que estas peleas solo se daban entre los camaradas” ―piensa y sigue oyéndola. “Mi familia fue liberal de las de antes. Aunque uno de mis tíos, el poeta, era la oveja negra. En esa época muchos intelectuales eran comunistas, imagínate, después de la crisis del veintinueve la gente buscaba seguridades. De modo que las discusiones eran habituales. Yo creo que liberales y comunistas, en aquel entonces, compartían muchos objetivos, entre ellos superar prejuicios y levantar el nivel cultural del país. Donde discrepaban era en los medios. Mi mamá desconfiaba de tanta planificación y le parecía que el determinismo histórico era una tontera. Cuando hablaban de la lucha de clases la cosa se ponía aun más álgida. Muchos de esos jóvenes comunistas, incluyendo a mi tío, eran lo que se llamaba socialistas de salón, incapaces de matar una mosca. De hecho provenían de las mismas familias, varias como la nuestra venidas a menos después de la gran crisis. Teníamos mucho en común.”
La conversación se podría haber extendido fácilmente una hora más, pero al mirar el reloj el joven se da cuenta que debe volver a sus actividades. Sin pensarlo dos veces, ella le pide que la ayude a cruzar la calle para llegar a su departamento. Ya en el portal le dice: “Te invito el viernes a tomar el té, ¿puedes? Vivo en el cuarenta y dos”. El hombre un poco desconcertado no es capaz de negarse y le dice que ahí estará. “Me llamo Eva Lastarria, ¿y tú?” “Vladimir Ramírez” –responde escueto. “Nos vemos el viernes a las seis de la tarde, ¿está bien?”. El mira su reloj, se despide y sale raudo en dirección al Metro.
Se sienta nuevamente en su sillón junto a la ventana. A pesar de haber caminado escasos metros, está cansada por la emoción de volver a encontrarse con el teclado y el desafío de la interpretación. Mira como la gente sigue deteniéndose junto al piano y supone que es el tiempo que pueden perder antes de seguir con sus rutinas. Pero en ella gravita el peso de actuar como anfitriona, y de inmediato toma la libreta en donde lleva cuenta de cada uno de sus invitados y del menú de la ocasión. Con su letra cursiva hacia la derecha, con las mayúsculas notablemente altas, comienza una sesuda lista de ingredientes. Esta vez, piensa, quiere rememorar lo mejor de los tés que daba su madre. Estos se asocian en su mente a una época en que las relaciones sociales eran posibles a partir de la confrontación leal de las ideas, al amparo de la buena mesa y la hospitalidad.
Por la mañana, más temprano de lo que acostumbra, espera vestida y arreglada la llegada de Alicia. Ella es el último bastión que la protege de perder su independencia; es también su amiga y compañía desde hace más de veinte años. Los hijos de Alicia ya son mayores ―a estas alturas podría dejar de trabajar, pero ninguna de las dos imagina su vida sin la otra. Por muchos años, la Señora Evita fue su gran apoyo material y emocional para sostener la escasez, para sacar adelante a sus niños y para soportar a su marido, en ese entonces demasiado inclinado al alcohol.
Más allá de la colaboración que le brinda con las tareas domésticas, compartir comidas, comentar el noticiero o que le diga cuando le erra a los colores de su bordado, constituyen lo cotidiano. De una mirada, Alicia sabe cuando no amaneció bien y cómo cuidarla. Se siente contenida y protegida por su cariño incondicional, aunque últimamente se resiste como una niña rebelde cuando en ocasiones le restringe sus correrías por el barrio.
Alicia queda asombrada al verla lista para salir de compras tan temprano. Su cartera y una nota con su caligrafía inconfundible esperan impacientes en el mueble de la entrada. La toma del brazo y le dice: “Acompáñame al supermercado y prepárate porque tenemos mucho trabajo. El viernes en la tarde tengo a un joven invitado a tomar el té y quiero cocinar cosas ricas. No es ninguno de mis nietos, es Vladimir Ramírez.” ―le dice con la voz jubilosa. A continuación le explica cómo se conocieron cuando salió a su rescate sentados en el piano, que le señala por la ventana. Algo le cuenta sobre la conversación posterior en la heladería, pero sobre todo le habla de la amabilidad del joven.
Más tarde, ya instaladas en la mesa de la cocina se sumergen de lleno en los cuadernos de recetas. Herencia de su madre, en sus hojas amarillentas se mezclan sus caligrafías y entre las páginas surgen recuerdos de familia utilizados como marcadores. Las manchas denotan las recetas más visitadas, y recuerda su consejo: “Jamás debes servir algo a un invitado si antes no lo has preparado al menos ocho veces.” Hojear el cuaderno la traslada a momentos junto a amistades que ya no están, algunas porque murieron, otras porque se hicieron imposibles.
Los Pâte à Choux de queso y damascos no pueden faltar porque le recuerdan a Jorge sentado al piano y exigiendo su bandeja a mano. Rememora su mirada de arrobo contemplando a su tía Inés. “Triste historia de amor trunco que ella no pudo superar” ―piensa. Antes de ponerse manos a la obra ojea otras recetas. Da con la torta de mil hojas, que hizo tantas veces en España. Aún hoy le parece inconcebible que un país con tan vasta cultura gastronómica no posea las tortas que tenemos en Sudamérica. Recuerda haberla horneado para endulzar el exilio de tantos amigos, disipando así la pesadumbre por el destino que les había tocado en suerte.
Llegado el día, ella se fue a la peluquería temprano, y luego de una mañana de labor mano a mano con Alicia está lista y esperando desde mucho antes de las seis, hora en que suena el timbre anunciando la llegada de su invitado.
―Qué raro, no llamaron de portería para anunciar la llegada de Vladimir― le dice a Alicia mientras se dirige a la puerta. Cuando abre se encuentra con su hijo Hernán, quien le comenta que tiene unos minutos libres que aprovechó. ―Mamá, usted espera a alguien, ¿verdad?― le dice mientras se asoma al comedor. ―¿Se puede saber quién es la visita ilustre? ¿No tendrá un novio escondido? Mire que me voy a poner celoso― añade con buen humor y con franca curiosidad. Su madre, una vez más, logra desconcertarlo. Echa una mirada de reproche a Alicia, quien parece no querer entender que su deber principal es avisarle cualquier cosa extraña que pueda alterarla.
―No es ningún novio, Hernán. Se trata de Vladimir Ramírez, quien me rescató de un bochorno cuando no pude seguir tocando el adagio en G menor―, le responde señalándole la ventana desde donde se puede divisar el piano. ―Hernán, te ruego dejarme ahora porque con Alicia tenemos aún mucho que hacer. Eres un amor y te agradezco la preocupación, pero tengo un invitado.
―Mamá, ¿le preguntó a su invitado por su segundo apellido? ¿me dijo que es pianista, que le gusta el jazz? ¿ingeniero en minas por casualidad? ―pregunta con cierta alarma Hernán.
En ese momento suena el teléfono interno, comunicando que Vladimir Ramírez está en la portería y que viene de visita al cuarenta y dos. Alicia responde que pase, por supuesto. Hernán se ajusta la corbata y se adelanta para abrir la puerta. Su madre aún no entiende bien el motivo del nerviosismo, cuando ya suena el timbre de la puerta. ―Mamá, ¿cómo se le ocurrió convidar al hijo de la Michaud?
Hernán, con su metro ochenta y siete de altura, abre la puerta obstaculizando la visión de Vladimir hacia el interior. Vladimir lo mira sorprendido, reconoce de inmediato a Hernán Guzmán, dirigente y representante del ala más conservadora de la derecha, la única que continúa orgullosa de haber apoyado al General. Aunque no es tímido, dice que probablemente se equivocó de piso, da una disculpa y hace ademán de dar media vuelta, cuando Eva lo llama desde el recibidor.
―Vladimir no te vayas, eres mi invitado y Alicia y yo te estamos esperando. Hernán ya se iba―le dice, mientras empuja a su hijo con suavidad hacia la salida. El sabe perfectamente que cuando su mamá adopta ese tono de voz es mejor no discutir. Mira a Alicia señalando su teléfono móvil con la mano, y le da un beso a su madre. Ella le dice al oído: “No tienes de qué preocuparte, recuerda que su abuelo fue un gran amigo de mi familia.” Hernán la escucha resignado; no termina de admitir que su madre representa un espíritu liberal que le resulta ajeno.
Ambos se estrechan la mano brevemente y se despiden con evidente incomodidad.
―Vladimir, pasa por favor. Recién me entero por Hernán que eres nieto de Jorge. No te imaginas el gusto que tengo de recibirte en mi casa. Soñé con volver a ver a Jorge tantas veces, y ahora su nieto ha venido a tomar el té. Eres bienvenido, tenemos tanto de qué hablar.
Nuevamente ella lo desconcierta con esa familiaridad que está en las antípodas de todo lo que Hernán Guzmán representa. También se sorprende porque, por esta vez, él no es el hijo de la primera candidata socialista que se presenta en alianza con el partido comunista. A él le incomoda porque ella tiene reales posibilidades de ser electa, y muchas personas le achacan a él la misión de justificar el giro a la izquierda de su madre, o por lo menos ser el portavoz de sus ideas.
Lo hace pasar al estar, donde Alicia les ofrece un jugo de fruta y unos canapés fríos. Alicia con orgullo comenta que hacía muchos años que en esta casa no se preparaba pan de cocktail, y que espera que le guste. El sonríe más relajado con esta señora que no es la típica empleada que se limita a atender a los invitados. Eva inmediatamente le dice que no atosigue a Vladimir, mientras enciende el reproductor y busca entre algunos discos compactos. Elige uno e inmediatamente empieza a sonar las variaciones Goldberg de Bach.
Mientras tanto, Vladimir de pie recorre con la vista la biblioteca y reconoce algunos volúmenes que también vio en casa de su abuelo. Dirigente del partido, como historiador se permitía muchas licencias que más de alguno calificó a sus espaldas de “reaccionarias”. Pero aquí El Paraíso Perdido de Milton, la poesía de San Juan de la Cruz o la Historia de la Segunda Guerra de Churchill no hacen levantar una ceja a nadie. Se queda observando un grabado enmarcado de Goya, que en su costado inferior izquierdo dice “El sueño de la razón produce monstruos”[1]. Sin pensar, repite la frase en voz alta. Eva le señala la butaca a su lado, y aprovecha esta frase de su invitado para rememorar.
―En mi vida me ha tocado sufrir el resultado de varios experimentos políticos. Tu abuelo Jorge fue muy amigo de mi mamá. Era un gran intérprete de jazz, de hecho el mejor. ¿Te sorprende que te diga esto? ¿Es verdad entonces que dejó de tocar el piano? Eso debe haber sido después de que desapareció de la vida de mi tía Inés, allá por el año ‘62. ¿Sabías que Jorge fue el gran amor de mi tía? No lo pudo superar, ella nunca se casó. La última vez que se vieron fue en esta casa. El le advirtió que era mejor que terminaran, que pertenecían a dos mundos que iban a colisionar. En eso no se equivocó. Aunque no me consta debo suponer que Jorge, tan joven, no podía presentarse así como así del brazo de una nieta del último presidente conservador. No si pretendía ascender en las filas del partido. Me pregunto si mi tía hubiese soportado una vida de disciplina partidaria, incluyendo el exilio en Alemania. Ella murió el ’88, cuando ya habíamos vuelto a Chile.
Me alegré mucho cuando supe que los Michaud regresaban de Alemania, justo antes del retorno de la democracia. Pensé que podría retomar contacto con Jorge, pero en ese entonces aún había mucha tensión, y yo era la viuda de un dirigente gremial del agro. Las heridas de la reforma agraria estaban aún abiertas. Te advierto que nunca compartí las ideas de mi marido. Hernán al igual que tú es hijo del exilio. Pero del otro exilio. En un mitín político en Temuco, mi marido cometió la imprudencia de interpelar a Allende a voz en cuello. Este le respondió que se acordaría de él si algún día llegaba a la presidencia. Lo amenazó ahí mismo, usando la megafonía en una plaza repleta de gente. Nos cuesta ahora imaginar tanto odio, tanta violencia.
Cuando salió electo, a las pocas semanas comenzaron las amenazas de muerte y nos vimos obligados a dejarlo todo y exiliarnos. Mi tía Inés en ese tiempo vivía con nosotros y se nos sumó. Nunca pensé que Jorge fuera parte de esta locura, lo conocí demasiado bien. A espaldas de mi marido le mandé el piano en el camión de la casa de remates. Fue mi manera de despedirme de él. El mismo piano, imagino, que tienes en tu departamento. Qué alegría saber que mi regalo fue bien aprovechado por un nieto de Jorge, y que tu abuelo quiso hacerte el regalo de la música.
Mirabas el grabado de Goya ―está ahí porque comparto su pensamiento. Vi el sufrimiento de mi tía, que murió esperando. El sueño de la razón produce monstruos. Acércame el Paraíso Perdido, por favor, te quiero leer como termina: “Delante tenían todo un mundo, donde podían elegir el lugar que más les pluguiera para su reposo, y por guía la Providencia; y estrechándose uno a otro la mano, prosiguieron por en medio del Edén su solitario camino con lentos e inciertos pasos.”[2] Siempre pensé que Jorge e Inés tuvieron su Edén y luego marcharon al exilio, pero a diferencia de Adán y Eva cada uno fue por su lado, y todo por la lógica de partido.
Alicia se asoma, espera en la puerta a que la Señora termine de hablar y anuncia con una gran sonrisa que el té está servido, que pueden pasar al comedor.
Del techo cuelga una lámpara holandesa de bronce, con doce luces y sus pantallas de papiro. Es excesivamente grande para la mesa de seis comensales, pero a pesar de la falta de proporción constituye un todo armónico. Las paredes están llenas de litografías, aguafuertes y en un formato un poco más grande reproducciones de Picasso, Kandinsky, Chagall y Klimt. El único óleo es un retrato de su bisabuelo, el que fue presidente, y está ubicado a un costado. ―No te dejes intimidar, Vladimir. Mi mamá siempre decía que el viejo recalcitrante ya no puede asustar a nadie― le dice con malicia juguetona en sus ojos verdes. Desarmado, Vladimir sonríe y dice: “Si mi mamá supiera”.
Al fondo, por el ventanal enmarcado con cortinas de seda gruesa de un color indefinido y claro, se divisa el follaje de los árboles en la claridad del día que se va apagando. Sobre la mesa hay un mantel blanco de hilo portugués bordado a mano y la vajilla de paisajes tan típicamente inglesa, aunque de un color exótico, entre verde y calipso. Una cuchillería de plata con un monograma que casi ya no es legible remata esta mesa de una formalidad desconocida para Vladimir. Eva tiene pocas oportunidades de usar estas elegancias, todas heredadas. A él le resulta completamente excesivo este despliegue.
Ella comprueba mirando de reojo la perfecta ubicación de cada cosa y respira con la sensación de misión cumplida. Sabe que su mesa produce cierto asombro e incomodidad. Se anima a decirle que sus nietos no saben qué hacer con tanto cachivache, acostumbrados como están a lo descartable. “Mi mamá me inculcó la importancia del protocolo. Libera la mente para lo importante, deja abrirse a la conversación y al intercambio fluido de ideas. Las formas facilitan la amabilidad, el cuidado de la persona. Simplifican, aunque esto se vea complicado. Son como una partitura. Un buen jazzista sabe que, para improvisar y dejarse llevar con libertad, se requiere dominar la técnica. Esto es lo mismo”, le dice satisfecha con el resultado. No pudo resistirse a reproducir todo el espectro que acompañaban las veladas de piano que organizaba su madre, incluidas las bombitas de queso y damascos, y está encantada con la puesta en escena que sin saberlo preparó para un nieto de Jorge.
―Adelante Vladimir, siéntate a mi derecha. Así no verás al carcamal. Cuéntame un poco de tu abuelo.
―El era porfiado y consecuente, como usted sabe. Siempre dispuesto a enseñar, a explayarse en una conversación interesante. Jamás me habló de política, aunque sospecho que nunca le gustó el socialismo real, el de verdad, el que conocimos en la República Democrática. No se llevaba demasiado bien con mi abuela, quien le reprochaba que tenía corazón de pequeño-burgués. A honor, él respondía con frialdad. Era un amante de la cultura y de la buena música. Creo que sufrió mucho en Berlín y soñaba con el día en que volverían a abrirse las grandes alamedas[3]. Lo que no imaginó fue que su hija será, a juzgar por las encuestas, quien lo logre. Perdone la franqueza, pero el gran mérito de mi mamá ha sido interpretar los anhelos de libertad de tanta gente postergada.― Lamenta de inmediato haber roto el encanto de esta mesa, repleta de delicias que le permiten entender por qué su abuelo nunca terminó de calzar con los de línea dura. Se abre en su mente la sospecha de que tal vez haber abandonado a Inés le partió el corazón. Así no es extraño que se le avinagrara el carácter cuando envejeció en compañía de su abuela, en un país frío donde la vida social era anémica, acosada por la sospecha de ser una rémora de la sociedad prusiana de clases.
―Me hablas de libertad como si se tratara de algo nuevo. Nosotros los liberales perdimos esa batalla después de la crisis del ‘29. El socialismo vació de contenido la palabra libertad, y ya en esa época lo remplazó por la “nueva libertad”. Creo haber escuchado esta misma música, la misma letra. No necesito que me expliques la promesa del socialismo. Consiste en dar el salto desde el reino de la indigencia al de la libertad económica, sin la cual la ya ganada libertad política pierde brillo. Luego de veinticinco años de democracia ahora hay que cambiar la constitución, hay que derribar todas las estructuras para concentrarse en la educación gratuita y de calidad. Te puedo parecer mayor, pero no olvides que en esta casa hace más de cincuenta años se debatía sobre estas mismas ideas, con pasión pero también con respeto, sin atacar a la persona, sin cuestionar sus intenciones. Al final éramos amigos, compartíamos muchos ideales, aunque discrepáramos en los medios.
Si se entiende libertad como la supresión del apremio de las circunstancias, ahora enardecido por el desatado consumismo y excesivo endeudamiento de estos años de bonanza, no es más que otro nombre para el poder. No nos engañemos, Vladimir. He escuchado con atención a tu madre y sus partidarios. No parece preocuparles demasiado si seguimos prosperando. Lo verdaderamente importante es eliminar las grandes disparidades existentes, mejorar la famosa distribución del ingreso. Emparejar, aunque sea por abajo. Una nueva edición del viejo grito de la Revolución francesa: Libertad, igualdad. No por nada tengo a Goya en mi estar.
Veo con preocupación que nadie enarbola los ideales del liberalismo en este país. Mis antepasados lucharon por la libertad frente a la coerción, frente a las arbitrariedades y abusos, frente al servilismo que se daba entre los campesinos y sus patrones. Pero el socialismo, en mi opinión, solo cambia el patrón al que se sirve. Te entrego mi voto a cambio de que me des. Dame seguridades y que la cuenta la paguen los ricos. Esto lo vengo escuchando desde chica, aunque creí ingenuamente que nos habíamos curado de espanto. Pero te diré algo que a lo mejor te sorprenderá. Mi tío, el poeta, también fue miembro del partido. El socialismo fue abrazado por tantos intelectuales como el presunto heredero de la tradición liberal. Tal vez no lo sabías, de esto no se habla demasiado, pero no siempre estuvimos tan alejados. En ningún sentido, como creo que ya te has dado cuenta.
No es de extrañar la fascinación de los intelectuales de entonces con el socialismo, luego de la gran crisis del veintinueve. Pero yo me rebelo, me indigno cuando me tildan de conservadora. Liberal no es quien desea no cambiar nada, como tienes derecho a pensar luego de ver a mi hijo. La mayor genialidad política de tu madre ha sido prometer una nueva constitución. Solo con esa bandera el partido de mi hijo ha quedado mudo, incapaz de articular un discurso coherente e imaginativo. Da lo mismo si nadie sabe cómo y en qué condiciones piensa plasmar esta promesa.
Nosotros mismos, los viejos liberales, somos culpables. Porque nos dejamos arrebatar nuestra bandera más preciada. La libertad es una planta delicada, y no es fácil generar las condiciones más adecuadas para su desarrollo. Pero caímos en la trampa, y nuestro país, exitoso como ha sido, fue volviéndose conservador. Un país a la medida de unos pocos que se han enriquecido como nunca antes en nuestra historia republicana. Te advierto que eso a mí me trae sin cuidado. Lo que me preocupa es cómo lo han logrado. La gente está cansada, Vladimir. Yo no tengo auto, soy de las que andan en locomoción colectiva. Hago mis compras, converso con tanta gente.
Percibo la impaciencia de tantas personas, que no saben cuándo les tocará a ellos beneficiarse del progreso. Y la ostentación ―también de los socialistas renovados, en esto no se salva nadie. ¿Habías visto tanta exhibición de riqueza en nuestro país? Somos los nuevos líderes del lujo en Latinoamérica, y eso nos va a pasar la cuenta.
Al igual que los años veinte en Europa, la década del lujo y del desenfreno, lo que hemos logrado en los últimos treinta años se considera seguro. Ya no importa quién nos gobierne, piensan muchos. Ahora la gente lo quiere todo y lo quiere ahora, desechando teorías sin fundamento como el chorreo[4]. Por eso tantos creen que la única manera para lograr un avance es remodelando completamente la sociedad. Creo que eso explica el atractivo de las promesas de tu madre. A cada desigualdad o abuso aplica la misma receta: más Estado, más intervención.
¿No te resulta sospechoso que los próceres de la libre empresa, los líderes de la gran empresa, aplauden sin disimulo el arribo de tu madre al poder? Incluso los amigos de mi hijo Hernán miran con gran optimismo el futuro. A mí esto me hace pensar en más concentración en manos de unos pocos. Te subo los impuestos y te dejo prosperar a costa de no dejar surgir la competencia, las pequeñas empresas que podrían erosionar tu enorme poder. Es el nuevo socialismo, donde la riqueza se concentra en menos manos y así es más fácil controlarlo todo. El liberal, por el contrario, es el verdadero enemigo de los grandes conglomerados que se asocian con el poder. Piensa en la Alemania de Hitler, cuya historia conoces de sobra.
Pero a ti no tengo que convencerte, Vladimir. Tú sabes que más Estado no es garantía de calidad ni de justicia. Viviste en un país que aplicó todas estas recetas y colapsó. Tú mismo te educaste en una buena universidad, ganas buena plata. ¿Me vas a convencer de que te parece justo que todos paguemos tu educación? Nosotros, la gente mayor, nos sabemos postergados por esta juventud vociferante, que amenaza con tomarse la calle si no le dan todo lo que quiere. ¿Nos dejarán algo a los que somos mayores? Yo tengo a mi hijo que me apoya, pero dime, ¿Cuánta gente se siente abandonada?
No me hables de libertad, Vladimir. Ya soy mayor y he visto lo suficiente. No me vengan con que esto es un nuevo ciclo político y económico y que Chile, esta vez sí, está preparado para grandes transformaciones.
Debo pedirte perdón. Te invité a mi casa con la intención de darte lo mejor que tengo, de conocerte más. Y lo único que he hecho es hablar de política, como si te pudiera convencer. Tu abuelo supo que a la larga no era compatible la planificación con la competencia, la libertad liberal que se respiraba en esta casa con los objetivos del partido. Me dices que lo recuerdas como un hombre testarudo, con un carácter que se fue volviendo más sombrío con los años, que no fue feliz en la República Democrática. Que añoraba Chile. Me atrevo a agregar, que sufrió por haber renunciado a una vida con mi tía. Yo sin embargo lo recuerdo como un joven lleno de vida, divertido, ocurrente, liviano. ¿No le habrá pasado un poco como a Goya, que terminó amargado cuando le tocó ver como su sagrada revolución, las ideas de la razón, arrasaron con su patria?
―Señora Eva, yo tampoco vine a hablar de política. Me gusta su forma de pensar, es como aire fresco y me sorprendió. Yo no soy como mi mamá, no tengo su disciplina aunque comparto sus ideales. No tengo interés en meterme en política. Solo espero que ella sepa actuar con moderación, porque tampoco quiero un quiebre en nuestro país. No puedo asegurarlo, pero tal vez ella misma está preocupada con esta caja de Pandora que ha vuelto a abrir en su campaña. Por eso está templando las expectativas de la gente. Pero dígame, ¿de verdad mi abuelo era buen pianista? ¿El mismo tocaba la adaptación de Albinoni para jazz?
―Tengo guardado entre tantos recuerdos algo que sabrás valorar. Espérame un momento, mientras lo busco.
Luego de un rato vuelve con un disco de vinilo y se lo entrega. ―Lo guardé esperando entregárselo a tu abuelo. Ahora es tuyo, míralo, está dedicado.
Vladimir lo toma, saca el disco del sobre de cartón y lee emocionado: Adagio en G Menor de Tomasso Albinoni. Y escrito a mano: “Mi amor, póngale ritmo de jazz. Inés.”
Se ha hecho tarde y Vladimir se despide con el disco bajo el brazo.
Días después, Michaud ya es presidenta electa y Eva ve por televisión como Vladimir mantiene un discreto segundo plano durante la celebración de su triunfo. Siente un estruendo en el pasillo exterior, y asomándose ve cómo tres personas empujan un objeto embalado hacia su puerta. De inmediato sabe lo que es y comienza a pensar en donde ubicarlo. No puede dejar que estos hombres se marchen, ya que Alicia y ella son incapaces de mover un piano por su cuenta.
El jefe de la cuadrilla le pide firmar un recibo y le entrega un sobre dirigido a ella. En su interior hay una nota manuscrita. “Señora Eva, si decide hacer tertulias musicales cuente conmigo. Con mucho cariño, V.”
Otras referencias:
La iniciativa de un piano para Santiago. “Play me, I’m yours” instalación que recorre el mundo.
Música de Albinoni en clave de jazz: https://www.youtube.com/watch?v=PknO8OqzqSU
Camino de Servidumbre, de F.A. Hayek, capítulos I a V. 1944.
Allende electo Presidente con 33,6% de los votos asume el 4 de noviembre de 1970.
Caída del Muro de Berlín: 9 de noviembre de 1989.
Vuelta de la democracia en Chile: 11 de marzo de 1990.
Programa de la Nueva Mayoría, Chile, 2013.
[1] Francisco de Goya. Grabado de la serie Los Caprichos. 1793 a 1796.
[2] John Milton. Paradise Lost. Book XII. Año 1667.
The World was all before them, where to choose
Their place to rest, and Providence their guide:
They hand in hand with wand’ring steps and slow,
Through Eden took their solitary way.
[3] 11 de septiembre de 1973, 8.45 AM. Ultimo discurso de Salvador Allende desde La Moneda, antes de su muerte.
[4] La “teoría del chorreo” se usó durante el Gobierno de Pinochet. La idea es que con el crecimiento económico, tarde o temprano sus beneficios llegarán a toda la población, al modo como las nieves en primavera se derriten regando el valle.
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