La universidad de la vida
Recientemente el periódico New York Times publicó un debate entre académicos sopesando si merece la pena la tradición que siguen muchos estudiantes universitarios de estudiar un semestre (o todo el año) en el extranjero.
En la discusión los detractores de este tipo de programas exponían que las estancias en otros países son excusas para relajarse en los estudios y divertirse, con currículos que suelen ser menos rigurosos que los que se imparten en el campus. En cambio, los que defienden el concepto de Study Abroad enumeraban los beneficios de una experiencia que va más allá de lo que se aprende en el aula y que se extiende a las costumbres, paisajes y vivencias foráneas que acaban por enriquecer la visión de alumnos cuyos destinos pueden ser tan lejanos como Nueva Delhi o Sydney.
Leí sobre ello coincidiendo con la estancia de mi hija en Madrid, matriculada en un programa de tercer año de universidad que incluía, entre otros cursos, una clase semanal de historia del arte en el Museo del Prado, un seminario sobre el cine español de la transición y la influencia del Islam en España.
Desde el momento en que llegó a la capital española, donde nació y de donde se marchó a los diez años, mi hija, a través de conversaciones por Skype y mensajes por WhatsApp, me fue relatando la importancia de una aventura a la que tal vez se embarcó sin darle mayor importancia, pero que con el paso de las semanas se transformó en un viaje iniciático y con connotaciones más profundas que lo puramente educativo.
Desde el comienzo apreció las obras maestras que alberga el Prado y aprendió mucho más de lo que habría absorbido viendo reproducciones en libros de arte. El valor de visitar asiduamente uno de los museos más importantes del plantea, analizando de cerca cuadros como Las Meninas de Velázquez, la pintura flamenca o la etapa negra de Goya, no podía compararse a ver las pinturas proyectadas sobre una pantalla.
Lo mismo le sucedió con las sesiones de cine en las que vio películas de Almodóvar, Tésis, la ópera prima de Alejandro Amenábar, y una serie de filmes que marcaron la mítica época de la Movida, en la que los españoles pasaron de la represión del franquismo a los aires de libertad de la democracia.
Y así, desde el estudio de la influencia árabe hasta el papel actual de España en la Unión Europea, mi hija y sus compañeros se familiarizaron con temas y asuntos que en esta orilla resultan distantes o sencillamente inexistentes en sus conversaciones. Además, el español afloró de manera más natural y poco a poco, al menos en su caso particular, fue recuperando una parte de su identidad ligada a su infancia en el lugar donde tuvo a sus primeras amigas del colegio y donde paseó siendo niña.
Madrid, que fue la ciudad de mi juventud, ya no era un referente de mis recuerdos, sino una metrópoli vibrante que ella y sus amistades ahora han recorrido, tejiendo en sus calles sus propias historias. De ese modo, cuando tuve la oportunidad de visitarla brevemente, mi hija fue quien me llevó de la mano haciendo de Cicerone en sus rincones favoritos. Ya no era el Madrid de mis ojos, sino el suyo bajo su prisma. Y desde dos miradas diferentes en el tiempo, ambas coincidimos en el amor por un sitio al que siempre habremos de volver porque algo nuestro se quedó definitivamente allí.
Si su ciudad natal la sedujo, algo parecido le sucedió en sus escapadas low cost de fin de semana a Berlín, Lisboa, Amsterdam y París. Me llegaban noticias de su tour en bicicleta por lo que fue Berlín Oriental y los vestigios de la Guerra Fría en los restos de un muro demolido. Impresiones de la melancólica belleza de la capital portuguesa. La visita obligada al museo de Van Gogh en la capital holandesa. Una postal de la librería Shakespeare & Company, en la Rive Gauche, donde James Joyce encontró el apoyo de Sylvia Beach y, muchos años después, Celine y Jesee se reencuentran en la segunda entrega de la espléndida trilogía del director Richard Linklater: Before Sunrise, Before Sunset y Before Midnight.
Unos días antes de empacar para el regreso a casa, mi hija me comentó que su estancia en Europa ha sido una de las vivencias más importantes de su todavía corta vida. En su Tumblr, una suerte de diario con fotos que inició “colgando” una instantánea de ambas cuando la fui a despedir al aeropuerto, pude seguir su enriquecedora evolución en un periplo de ida y vuelta.
Limitarnos a cuantificar un programa de Study Abroad como quien hace un cálculo matemático, es perder de vista la hondura y valía que tiene conocer gentes y lugares fuera de nuestra zona de confort. Ningún libro de texto nos lleva tan lejos.
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- 23 de enero, 2009
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