Chiquitos y la música
El País, Madrid
Los primeros jesuitas que llegaron a este lejano rincón del Oriente boliviano vieron que las viviendas de los indígenas tenían puertas tan pequeñas que bautizaron a toda la comarca con el nombre de Chiquitos. El padre José de Arce y el hermano Antonio de Rivas pisaron por primera vez estas selvas a fines de 1691. En vez de armas, traían instrumentos de música; sus experiencias en Perú y Paraguay les habían enseñado que el lenguaje de las flautas, los violines o las cítaras facilitaban la comunicación con los naturales del nuevo mundo. Pero aquellos primeros misioneros nunca pudieron imaginar la manera como los pueblos chiquitanos se apropiarían de aquellos instrumentos y de la música que acarreaban desde Europa, incorporándolos y adaptándolos a su propia cultura. Al extremo de que cuatro siglos después se puede decir que la Chiquitania (o Chiquitanía: se acentúa de las dos maneras) es una de las regiones más melómanas del mundo, donde la música barroca sigue tan viva y actual como en el siglo XVIII, matizada y coloreada de sabor local por unas comunidades cuya idiosincrasia concilia, de manera admirable, lo tradicional y lo moderno, lo artístico y lo práctico, el español y la lengua aborigen.
Esto ha sido para mí lo más sorprendente en este recorrido de pocos días por la vasta región que separa la ciudad de Santa Cruz de la frontera brasileña: descubrir que, aquí, a diferencia de otros lugares de América donde florecían importantes culturas aborígenes, los 76 años de evangelización —hasta 1767, cuando la expulsión de los jesuitas— habían dejado una huella muy profunda, que seguía fecundando de manera visible a aquellas comunidades a los que los antiguos misioneros ayudaron a integrarse, a defenderse de las incursiones de los bandeirantes paulistas que venían a cazar esclavos, y a modernizar y enriquecer, con aportes occidentales, sus costumbres, sus creencias, su arte y, sobre todo, su música.
A partir de 1972 comenzó la rehabilitación de los templos de Concepción, San Javier, San Ignacio, Santa Ana, Santiago y San José —son los que visité pero entiendo que hay otros— con sus preciosos retablos barrocos, sus gallardos campanarios, sus tallas, frescos y enormes columnas de madera, sus órganos y sus recargados púlpitos. La labor que llevaron a cabo el arquitecto suizo Hans Roth, quien dedicaría treinta años de su vida a esta tarea, y sus colaboradores, ha sido extraordinaria. Las iglesias, bellas, sencillas y elegantes no son museos, testimonios de un pasado escindido para siempre del presente, sino pruebas palpables de que, en Chiquitania, aquella antigua historia sigue vivificando el presente.
No sólo la música que venía de allende los ríos y los mares impregnó y pasó a ser parte indivisible de la cultura chiquitana; también el cristianismo llegó a constituir la esencia de una espiritualidad que en todos estos siglos se ha conservado y ha sido el aglutinante primordial de unas comunidades que manifiestan su fe volcándose masivamente a todos los oficios, con sus caciques, cabildos y mamas al frente, bailando, cantando (¡a veces en latín!) y cuidando los lugares y objetos de culto con celo infatigable. A diferencia de lo que ocurre en el resto de América Latina y el mundo, donde la religión parece ocupar cada vez menos la vida de la gente y el laicismo avanza incontenible, aquí sigue presidiendo la vida y es, como en la Europa medieval, el medio ambiente en el que los seres humanos nacen, viven y mueren. Pero sería injusto considerar que esto ha mantenido a los chiquitanos detenidos en el tiempo; la modernidad está también en estas aldeas, por doquier: en los colegios, en sus talleres, artesanías, las técnicas para trabajar la tierra, la radio, la televisión, los celulares e Internet. Y principalmente en la destreza con que niños y jóvenes aprenden en las escuelas de música locales a tocar el contrabajo, la guitarra o el violín, tan bien como la tambora y la flauta tradicionales.
En los años en que el arquitecto Hans Roth trabajó aquí fue encontrando más de cinco mil partituras de música barroca que, luego de la expulsión de los jesuitas, los chiquitanos preservaron en polvorientos arcones o cajas que languidecían entre las ruinas en que se convirtieron sus iglesias. Todo ese riquísimo acervo está ahora clasificado, digitalizado y defendido con aire acondicionado en el Archivo de Concepción, donde, desde hace muchos años, un religioso polaco, el padre Piotr Nawrot, los estudia y publica en volúmenes cuidadosamente anotados que son, al mismo tiempo, una minuciosa relación de la manera como la música barroca arraigó en la cultura chiquitana.
Las melodías y composiciones que contenían aquellas partituras venidas del fondo de los siglos se escuchan ahora en todas las aldeas de la región, interpretadas por orquestas y coros de niños, jóvenes y adultos que las tocan y entonan con la misma desenvoltura con que bailan sus danzas ancestrales, añadiéndoles una convicción y una alegría emocionantes. Creyentes o agnósticos sienten un extraño e intenso cosquilleo en el cuerpo cuando, en las estrelladas y cálidas noches de la selva cruceña, donde todavía quedan jaguares, pumas, caimanes y serpientes, advierten que Vivaldi, Corelli, Bach, Chaikovsky, además de italianos, alemanes o rusos, también son chiquitanos, pues las grandes creaciones artísticas no tienen nacionalidad, pertenecen a quien la ama, las adopta y expresa a través de ellas sus sufrimientos, anhelos y alegrías. Varios de estos jóvenes han obtenido becas y estudian ahora en Buenos Aires, Madrid, París, Viena, Berlín.
Hay una abundante bibliografía sobre las misiones jesuíticas en Bolivia, donde, parece evidente, el esfuerzo misionero fue mucho más hondo y duradero que en el Paraguay o Brasil. Para comprobarlo nada mejor que el libro de Mariano Baptista Gumucio, Las misiones jesuíticas de Moxos y Chiquitos. Una utopía cristiana en el Oriente boliviano. Es un resumen bien documentado y mejor escrito de esta extraordinaria aventura: cómo, en un rincón de Sudamérica, el encuentro entre los europeos y habitantes prehispánicos, en vez de caracterizarse por la violencia y la crueldad, sirvió para atenuar las duras servidumbres de que estaba hecha allí la vida, para humanizarla y dotar a la cultura más débil de ideas, formas, técnicas, creencias, que la robustecieron a la vez que modernizaron.
Baptista Gumucio no es ingenuo y señala con claridad los aspectos discutibles e intolerables del régimen que los jesuitas impusieron en las reducciones donde la vida cotidiana transcurría dentro de un sistema rígido, en el que el indígena era tratado como menor de edad. Pero señala, con mucha razón, que ese sistema, comparado con el que reinaba en los Andes, donde los indios morían como moscas en las minas, o en Brasil, donde los indígenas raptados por los bandeirantes eran vendidos como esclavos, era infinitamente menos injusto y al menos permitía la supervivencia de los individuos y de sus culturas. Una de las disposiciones más fecundas, en las misiones, fue la obligación impuesta a los misioneros de aprender las lenguas nativas para evangelizar en ellas a los aborígenes. De esta manera nació el chiquitano, pues, antes, las tribus de la zona hablaban dialectos diferentes y apenas podían comunicarse entre ellas.
Ningún país que, como muchos latinoamericanos, tiene en su seno culturas distintas, una moderna, poderosa y occidentalizada, y otra u otras más primitivas, ha sido capaz de establecer un modelo que permita a estas últimas desarrollarse y modernizarse sin perder los rasgos que la constituyen: sus costumbres, sus creencias, sus lenguas, sus mitos. En todos los casos —los más flagrantes son los de Estados Unidos, Japón y la India— el desarrollo ha significado la absorción —y a veces la extinción— de la más débil por la más poderosa, la occidental. Desde luego que hay una injusticia terrible en estos procesos; pero ninguna sociedad ha sido capaz todavía de establecer un sistema en el que una cultura pequeña y antigua puede acceder a la modernidad sin renunciar a esa suma de factores materiales y espirituales que la definen y diferencian de las otras. En América Latina, donde el problema se vive dramáticamente por lo menos en media docena de países, tenemos la obligación de encontrar un modelo en el que aquel acto de justicia sea posible en términos prácticos. ¿Dónde buscar ejemplos que nos orienten? En las aldeas chiquitanas hay enseñanzas provechosas para quienes quieren ver y oír. Las mujeres y los hombres de esta tierra no han perdido eso que se llama la “identidad”, tienen vivo su idioma, sus danzas, sus atuendos; y sus costumbres y creencias han ido evolucionando de modo que pueden participar de las oportunidades de la vida moderna, sin dejar de ser lo que fueron, lo que siguen siendo en ese marco multicultural que son Bolivia y todos los pueblos andinos. Visitar la Chiquitania muestra a los visitantes que Beethoven y los taquiraris, o la silueta del jaguar y los arpegios de una cítara, pueden entenderse, coexistir y transubstanciarse. Eso han hecho los chiquitanos y por eso hay que aplaudirlos e imitarlos.
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